“Nosotras creíamos que éramos las únicas chicas haciendo música”. Esta frase, dicha al comienzo del film a modo de confesión, dispara el relato. A partir de allí, el documental sale a la búsqueda de infinidad de testimonios, shows y fiestas que demuestren el error de aquella temprana conjetura, rubricándolo en los créditos finales, donde el número de artistas musicales femeninas se van imprimiendo hasta cubrir la pantalla. Sin menospreciar las cualidades formales y narrativas del film, el incuestionable y saludable mérito de Una banda de chicas es visibilizar la gran cantidad de grupos musicales femeninos que circulan por el país y el exterior. Algunas formaciones, barrenando el pringoso under, otras gozando ya de un espacio dentro del circuito comercial, luego de fatigosos años de remarla, y entre todas dando cuerpo a un fenómeno en ascenso cuyo vigor se percibe en la pantalla. La batalla es difícil, pero avanzar es una decisión tomada. “Puede decirse que somos punta de iceberg. Que hay poco visible, pero hay inmensidad. Nadie fue a lo profundo del mar…” dice Paz Ferreyra, conocida como Miss Bolivia.
En el jardín de una casa del Tigre, unas chicas detrás de cámara animan a otra que, con vergüenza, se lanza a hablar: “Bueno. Mi nombre es Marina. Toco en una banda llamada Yilet, junto con otras chicas… Ya hace un par de años que estamos tocando y queremos tocar en un estadio grande”. A pesar de que Marilina Giménez, bajista de aquella formación y directora del documental, nos cuente en off que tiempo después la banda se desintegrará, aquella tímida presentación de Marina transmite una serenidad y autoconfianza suficientes para advertirnos que no será esta una película sobre sueños incumplidos y deseos postergados. Otrora miembro de aquella banda que formó, parte de la punta de iceberg mencionada por Miss Bolivia, hoy es la propia Marilina Giménez quien se encarga de recuperar aquella experiencia que fue Yilet y desde allí sumergirse en lo profundo del mar para registrar a aquellos peces que a falta de luz solar generan su propia luz. Mérito de la película es que sin extenderse demasiado en la cantidad de testimonios y voces que pueblan la película, logra dar cuenta de la dinámica multiplicadora que se percibe en los circuitos culturales alternativos.
La pertinencia del recorte en el que ancla la película es puesto en cuestionamiento por otra integrante de las Yilet: “El Pussy Fest, el Girl Power, ¡Basta! Te encontrabas tocando con bandas que no tenías nada que ver, salvo que eras una mujer”, dice Ani Castoldi, ex baterista de Yilet y actual integrante de Ibiza Pareo. Sin embargo, la necesidad de estos espacios de reagrupamiento se confirma cuando Pilar Arrese, guitarrista de Kumbia Queers y She Devils señala “En los festivales grandes sigue sin haber en la grilla bandas de mujeres. Es algo que me sigue asombrando porque sí veo que en el underground hay un montón de chicas tocando”.
Yilet, Ibiza pareo, Las Kellies, Chocolate Remix, Liers, Las Taradas, Kumbia Queers, She Devils, Miss Bolivia y siguen las firmas. Cada testimonio aporta no sólo potentes experiencias personales sino también claves para comprender un fenómeno cuya vitalidad radica en ser expresión de un proceso que trasciende lo musical y adquiere dimensiones políticas. “Mujer, escucha. Únete a la lucha”, es el canto que se escucha mientras vemos a las artistas transitar por las marchas durante las sesiones por el tratamiento del proyecto de ley por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito. En las entrevistas afloran cada una de las injusticias, discriminaciones, prejuicios y situaciones violentas que han sufrido las músicas a lo largo de su carrera. Sin embargo la película nunca abandona cierto halo celebratorio, hasta festivo, contagiado por el tono irónico y beligerante de la mayoría de las bandas. Muy lejos de la autocompasión, la cámara de Giménez navega con serena sensualidad entre mujeres que atraviesan la noche urbana con la seguridad de quien ha sobrevivido a la batalla y aguarda confiada las que se avecinan.
Sin embargo hay un momento en el que lo áspero del cotidiano emerge y fisura la puesta de la película. Luego de una de sus presentaciones, Alina, la rapera trans conocida como Sasha Sathya, camina con sus compañeras rumbo a una fiesta. La cámara flota sobre un steady-cam bajo la luz ocre de la luminaria, mientras el sonido registra nítidamente la charla sobre lo bueno que ha resultado el show. De pronto Alina se detiene, y con ella el resto. “Che, ¿quién sos vos? ¿Venís con nosotras? Tomate el palo.” La advertencia hacia un chico que camina de polizón junto al grupo altera por completo el tono amable de esa caminata nocturna. La cámara, que hasta ese momento guiaba la marcha, debe frenar por una acción surgida fuera de los contornos de la película y que le impone a la directora tomar una decisión: negarla, descartando la toma, o incorporarla, con un movimiento de cámara. La opción elegida es la segunda, claro está. La cámara, entonces, acepta subvertir la lógica seguida hasta el momento, regresa sobre sus pasos y compensa el cuadro con estos nuevos polos en tensión. El sujeto no acata la orden de marcharse y Alina le pega un cabezazo duro y seco. El grupo calma las aguas y el travelling vuelve a ponerse en marcha, pero la conversación no es ya sobre el show, sino sobre cómo hay que tratar a estos atrevidos. Un acierto instintivo, confirmado en el montaje, que aporta el botón de muestra de esa violencia latente que hasta ese momento se había manifestado por intermedio de la palabra y una nueva expresión de la complejidad del cine documental en su tarea de urdir un discurso de lo real.
Todas las aristas de la vida personal y profesional abordadas en la película están atravesadas por trabas y hostilidades a superar. No es llamativo, entonces, que todas esas bandas, de estilos tan diversos, converjan en el tono contestatario de sus letras. Los prejuicios familiares, la discriminación de técnicos y productores varones. La subestimación del público y los medios de comunicación. Los problemas económicos que impiden profesionalizarse. Incluso la maternidad a partir de un matrimonio gay representa un escollo a transitar. La imagen de Pilar Arrese, con la viola colgada de costado para hacer lugar a su inmensa panza resulta una poderosa síntesis del afán de una vida plena y la férrea voluntad a batallar por ella.
Dice Patricia Pietrafesa, de Kumbia Queers y She Devils: “Sufrimos muchísimo las consecuencias de ser mujeres. Para mí, era como salir a combatir y así me lo tomaba. Tenías que ser dura, fuerte. Pelear”. Una banda de chicas trasciende holgadamente el valor enciclopédico de dar a conocer más allá de sus ámbitos de influencia a las bandas formadas sólo por mujeres en Argentina. Es, por sobre todo, la oportunidad de conocer, a través de la música, un afluente más de los que se alimenta ese caudaloso torrente de lucha de las mujeres por su emancipación.
Calificación: 7/10
Una banda de chicas (Argentina/2018). Dirección: Marilina Giménez. Duración: 83 minutos.
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