En determinado momento, en los Estados Unidos, se implementó un sistema que, por lo visto, logró erradicar el hambre, la pobreza y -sobre todo- la delincuencia. A ese sistema, creado por un grupo denominado «New Founding Fathers of America» (partido político que se presenta como tercera posición respecto al tradicional binomio de demócratas y republicanos) lo caracteriza una noche al año, en la que durante doce horas está permitido cualquier ilícito, incluso el asesinato. El evento es conocido como “La Purga”.
12 horas para sobrevivir: el inicio (Gerard McMurray, 2018) es la cuarta de las películas que indagan sobre La Purga, con la particularidad de que es una precuela. Paso lógico si consideramos que la película anterior, 12 horas para sobrevivir: el año de la elección (James DeMonaco, 2016), contaba el final aparentemente definitivo del despiadado evento.
La primera Purga (tal es la traducción del título original) empieza con una serie de entrevistas a gente que dice tener bronca por ser excluidos, oprimidos, marginados. Todos pertenecen a Staten Island, que -entendemos- es una zona carenciada de Nueva York donde predominan los habitantes negros y latinos. Las entrevistas son para que la gente se anote en este experimento: la idea es que, por dinero, participen activamente en ese ejercicio inaugural, que pronto va a pasar a llamarse “La Purga”. “Activamente” significa “salir a matar”.
Porque la saga de La Purga no tiene demasiado interés en preguntarse por los efectos sociales y/o psicológicos de desnormativizar la sociedad; por el contrario, su foco está puesto en los jumpscares y los psicópatas cool que puedan surgir. Y está bien, el público al que está dirigido no busca demasiadas complejidades, sino que quiere un pretexto para saltar del susto y divertirse con sangre y acción. Eso enmarca a todas estas películas dentro del exploitation, donde prevalece el shock y lo cruento por sobre cualquier otro tipo de consideración.
Y un poco, también, se debe a que lo que hoy se considera la premisa original de la saga, en realidad, no era más que un pretexto para diferenciar a la primera entrega de cualquier otro thriller de muy bajo presupuesto: en este caso, unos psicópatas enmascarados ricos, jóvenes y racistas atacan a una familia por acoger a un hombre negro que está siendo perseguido por ellos. Después hay unos giros por medio de los cuales los vecinos también odian a la familia y aprovechan La Purga para atacarlos, pero finalmente son rescatados por aquél a quien acogieron. De manera súper básica, la historia es una suerte de alegoría con moraleja y todo.
Al hacerse la segunda y la tercera, y abrirse un poco más ese mundo, DeMonaco pretendió expandir el concepto original y así se contarnos que los New Founding Fathers no son más que un sector de la oligarquía que usa La Purga para que los pobres se maten entre sí.
El tema es que las historias de La Purga, al suceder en una suerte de futuro lejano en el que los valores se han trastocado, permiten que los absurdos e incoherencias que puedan surgir se entiendan como parte de una lógica que es la de ese mundo y listo. Sin embargo, esto no es lo que pasa con la precuela. Porque la precuela pretende unir ese mundo loco con algo más parecido a la realidad socio-política actual. Y ahí empieza a hacer agua.
Porque el exploitation empieza a sonar a victimización, a propaganda sin forma. Es divertido, sí, que nombren en un momento a su versión de la “pesada herencia” para justificar el experimento. Pero no deja de ser un compendio de lugares comunes, tanto cinematográficos como -con mayor riesgo- sociales, que resultan progresistas solo por ser medio anti-establishment y nada más. Es política sin fundamentos lógicos, sin ideologías, sin saber -sin querer saber- de lo que se está hablando. Y, para colmo, siendo una película de entretenimiento, lo que le falta es goce, burla. Le falta ironía y sentido de la comicidad para que sea realmente una farsa. Para temas similares, como racismo y opresión, están Get Out (Jordan Peele, 2017) y Black Panther (Ryan Coogler, 2018), que sin dejar de ser entretenidas, lograron hacer productos mucho más interesantes y atractivos. Esta termina siendo una suerte de folleto aburrido y mal escrito, fotocopiado hasta el cansancio, tanto que se vuelve ilegible.
Los personajes más interesantes son desechados igual que cualquier planteo real que la película pueda, o quiera, hacer. Por ejemplo, Skeletor (Rotimi Paul), que es un drogadicto con problemas mentales y mucho odio en su interior, parece ser muy relevante en la trama (tanto que acuña el término “purga”), para luego casi desaparecer y volver a aparecer sin gloria en el final al estilo Duro de Matar. La Dra. Updale (Marisa Tomei), una suerte de psicóloga social a la que se le ocurrió la idea del experimento con “buenas intenciones” (o al menos, con intenciones de investigar lo que sucedería si los hombres no tuvieran restricciones legales y/o morales) es también un personaje interesante, sobre todo cuando los conservadores quieren usar su estudio como pretexto para aniquilar pobres. Sin embargo, resulta desechada igual que Skeletor. Cuando algo comienza a ser interesante, la película recurre al lugar común, como si el lugar común fuera lo que asegure cierto entretenimiento, que irónicamente resulta tedioso, cansino y repetitivo.
En esta película, la saga de DeMonaco pone en evidencia varios de los problemas que permanecían latentes: dar por sentado prejuiciosamente cómo funcionan ciertas dinámicas sociales; repetir discursos que resultan contradictorios; confundir términos como “moral” con “ley”, como si se tratara de una misma cosa y sin ponerlo en duda; y, sobre todo, debilitar conceptos que eran fuertes, como por ejemplo el uso representativo de las máscaras en la iconografía de la serie. Las máscaras son parte de la estética de La Purga desde el vamos, y uno podía interpretar varias cosas: desde lo intradiegético, sirven para encubrir la identidad de los asesinos cuando al otro día se restituye la «normalidad»; desde lo simbólico, las máscaras son personalidades alteradas por el entorno, o un símbolo del carnaval medieval como lo entiende Mijail Bajtin, donde la farsa se vuelve la norma y todo es subvertido. Sin embargo, en esta entrega deciden clausurar el sentido y decirnos que las máscaras permiten ocultar que son mercenarios los que el partido está usando para matar a los pobres sin que se entere la opinión pública. Y acá tenemos otro acto cobarde de la película, si los Founding Fathers son el Gobierno, ¿por qué no mandar a la Policía o al Ejército a hacer su “trabajo sucio”? No, deciden mandar mercenarios con máscaras. Porque eso sería meterse ya demasiado en política, y porque los mercenarios son cool.
Como lo es el héroe, Dmitri (Y’lan Noel), un narcotraficante buena onda que jamás toma responsabilidad de lo que le hace a su barrio. De que Skeletor también es el resultado de su laburo. Porque su laburo es cool, según esta película. Dmitri es un narco cool que mata blancos fachos y por eso está bien, ellos son la resistencia al final de la película. La película, a través del personaje de Nya (Lex Scott Davis), su ex novia activista, plantea una serie de interrogantes al personaje de Dmitri, que finalmente son desestimados cuando él se vuelve Bruce Willis y salva a todos en soledad (con una pequeña ayuda de Skeletor, que sale de la nada para volverse nada una vez más).
Cuando uno mira la película con detenimiento y contempla su estructura se puede notar algo curioso en relación a su tono y ejecución, antes que a la narración en sí. 12 horas para sobrevivir: el inicio no es, en realidad, una película. Se pareceen estilo y formaa un videojuego. Uno va avanzando por las escenas como si se tratara de niveles, y las escenas con diálogos parecen las partes “cinemáticas” en las que te explican lo que necesitás saber para seguir la trama del juego, pero no mucho más. Los personajes parecen importar más desde su diseño, como ocurre con dos viejas llenas de odio que se toman el tiempo de poner bombas en peluches. O un loquito que toquetea a la ex novia activista del narco-héroe saliendo de unas alcantarillas. Las escenas están pensadas desde lo copadas que pueden parecer, como el edificio que apaga y prende sus luces mientras mercenarios se disfrazan de nazis. Después, lo que hay es apenas una premisa que jamás es llevada más allá, y que intenta sostener toda la trama sin que se caiga. Pero se cae, porque no hay mucho de dónde agarrarse. Y lo peor, que es un juego que uno no está jugando. Lo más aburrido del mundo.
Pero no hay que preocuparse, la cosa, al parecer, ahora sigue como serie de televisión, y quizá en esa versión tengamos respuestas a preguntas más interesantes, tales como: ¿cómo llega al poder gente como los New Founding Fathers? (no que eso haya pasado en la realidad). O, ¿por qué los psicópatas que aparecen disfrazados prefieren matar cuando no hay sanciones por sus actos? (uno creería que les coparía más transgredir las normas que ser legalistas). O una de las que más me intrigan a mí: ¿qué pasa si robo y ocupo una casa durante La Purga? ¿Al día siguiente pasa a ser legalmente de mi propiedad?
12 horas para sobrevivir: El inicio (The First Purge, Estados Unidos, 2018). Dirección: Gerard McMurray. Guion: James DeMonaco. Fotografía: Anastas N. Michos. Edición: Jim Page. Elenco: Y’lan Noel, Lex Scott Davis, JoivanWade, Marisa Tomei, PatchDarragh, Mugga, Rotimi Pul. Duración: 98 minutos.
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