La noche previa a que se desate la tragedia sobre la familia Mortara, Mariana (Bárbara Ronchi) y sus hijos rezan antes de irse a dormir. La gestualidad que prescribe la religión judía tiene en esa escena un rasgo específico: en un momento, la mano cubre el rostro. Esa es la señal distintiva que funciona como identidad y pertenencia, que se irá trastocando en su significación en el resto del relato. La segunda vez que aparece el gesto es en la primera noche que Edgardo (Enea Sala) pasa en Roma. Al llegar, repite el ritual, todavía afirmando esa identidad, aunque ahora velado por la sábana que lo cubre de las miradas ajenas (la interrupción que ejerce su nuevo compañero no parece casual: funciona como un corte en la historia del personaje). La evolución lleva a la repetición del gesto en el final: en una escena simétrica a la del comienzo con madre e hijo en la cama, la ruptura es de una evidencia incontrastable. Mariana, la madre, está en su lecho de muerte, un espacio que su hijo no puede compartir siquiera simbólicamente. Su lugar ha cambiado: ahora se sitúa fuera de la cama y en una posición que rompe cualquier igualdad posible. Pero además ya no puede compartir el rezo de su madre: ese rezo se vuelve señal de resistencia (“Nací judía y moriré judía” dice en ese momento) ante el intento de su hijo por “salvarla”, y el gesto de la mano adquiere un valor adicional. Ya no se trata solo del gesto, sino de una forma sutil de no mirar aquello en que se ha convertido su hijo.Esa escena cerca del final es la culminación de una serie de ideas que se desarrollan en La conversión (Bellocchio, 2023). Allí también hay un cuerpo cubierto por una sábana, pero resignificado: si las sábanas antes sirvieron como cobertura (la escena del rezo) o como escondite (el sueño en el que lo visitan los padres) ahora tapan el cuerpo sin vida a la vez que exponen aquello que ya no está. Pero más poderosamente, esa escena refulge por un contraste que no se limita a la madre sino que se amplia al resto de los hijos: ante la muerte, Edgardo piensa en “bautizar” a su madre mientras sus hermanos practican un desgarro simbólico que implica la ruptura de algo que ya no se recompondrá. Aún más, la escena plantea una certificación que hasta ese momento parecía algo difusa por las contradicciones del personaje -la actitud con el féretro del Papa; el momento en que se abalanza sobre Pio IX (Paolo Pierobon) hasta derribarlo; la dualidad de Edgardo niño en la visita de la madre- pero que entra en línea directa con el momento de la entrada de su hermano en Roma y la negativa de Edgardo ya adulto (Leonardo Maltese) a volver con su familia. Al intentar bautizar a su madre, repite la gestualidad de Anna, la mujer que lo bautizó de niño y la del papa años después: si el sacramento funciona como el punto de partida de una apropiación (espiritual desde la religión y física, del cuerpo que la iglesia se apropia a partir de sus propias reglas), lo que hace Edgardo es repetir los gestos del apropiador y perpetuarlos en su reproducción. La apropiación se sostiene en la idea de pertenencia. La persona -el niño- es reducido a un cuerpo incompleto: el bautismo lo declara como cristiano, pero su permanencia en el seno de su familia de origen judío, interrumpe el proceso de cristianización. El cuerpo, entonces, pertenece a la iglesia, que debe completar ese proceso. La idea es perturbadora: la ley eclesial se impone por sobre la de la vida colectiva y la separación de la familia se percibe como un secuestro (“Me lo están quitando” grita Mariana desde el carruaje a sus vecinos de Bolonia), pero solo en el interior de la comunidad y no avalado por las leyes que regían. Bellocchio reafirma ese punto de vista una y otra vez. El traslado ocurre de noche, el cuerpo es llevado a otra ciudad, se lo encierra en espacios predominantemente oscuros (se lo puede pensar como un campo de concentración, pero el objetivo es otro: no la muerte, por lo que se trata de un campo de adiestramiento, como lo certifica la idea de convertir a los niños en “soldados de Cristo”). En ese trayecto, se impone lo simbólico como sustitución: todo rastro del origen se arranca, se niega (Edgardo esconde lo que le da su madre debajo de la almohada y ya no lo veremos más) y se imponen los nuevos símbolos: el crucifijo, el Cristo crucificado, el uniforme, la misa diaria en un idioma desconocido. La reculturización esconde el delito: se construye una “nueva familia”, como le dice el Papa, para negar la existencia de la otra, reducida a un diluido lazo de sangre. La transformación se completa en el tiempo: la medida de la desaparición de la familia se manifiesta en el final. Edgardo es un extraño que viste hábitos ajenos y cuya pertenencia a los Montara es marginal y nominal.
Esa apropiación revela la omnipotencia religiosa y a partir de ella, el ejercicio del poder desde la sumisión del otro. La sensación de que no se puede hacer nada ante ese poder desde la legalidad (ver la escena del comienzo cuando deciden llevarse a Edgardo, o incluso la de la resolución del juicio contra Fratelli), refuerza el poderío simbólico del castigo humillante. La escena de la visita de los representantes de la comunidad judía al Papa o el episodio en el que Edgardo lo tira al piso en la iglesia, terminan con la reducción del otro a una posición humillante. Imposibilitar la igualdad y refrendarla en la gestualidad (besar sus pies, hacer una cruz en el suelo con la lengua) ante la mirada del otro como testigo de ese poder. De esa manera, la mirada que Bellocchio sitúa en el siglo XIX traspasa hacia el presente para representar todo ejercicio del poder. Pero a su vez, interpone la reacción, el gesto subversivo que se levanta ante ello. Desde la madre que coloca en el cuerpo muerto de su hijo el símbolo de su judaísmo hasta el levantamiento que comienza en Bolonia y se extiende por todo el reino de Italia, lo que avanza es la resistencia y el motor revolucionario que surge desde abajo. Ese que entiende la necesidad de la acción, pero también de lo simbólico (voltear las paredes, tirar abajo las estatuas, tirar el cuerpo del Papa al río).
Sin embargo, todos estos elementos no tendrían la potencia que adquieren en La conversión, si no fuera por el trabajo minucioso sobre lo visual y sobre lo sonoro. Es allí donde la película asciende a otro plano, que la pone por sobre la mayor parte de los estrenos habituales. En La conversión el peso está en la constitución de tensiones manifiestas que no se resuelven, sino que tienden a llevar el conflicto más allá. Montajes paralelos como el que se plantea entre el bautismo de Edgardo y la ceremonia familiar judía o enlazados entre escenas como la sucesiva entrada del padre y de la madre para visitar a Edgardo, hacen estallar el conflicto de la misma manera que los rostros de los padres (en especial el de Mariana) reflejan el dolor y la furia contenida con una economía de gestos que los revelan con mayor claridad. En lo sonoro, ese contraste se manifiesta en la utilización precisa de los silencios y los ruidos que irrumpen de manera violenta. En los primeros, la interrupción se produce por diálogos casi susurrados, en una voz que parece estar escondiendo lo que ocurre mientras el fondo sonoro es un lienzo completamente vacío. En los segundos, asoma la tendencia operística del director -que puede relacionarse con un enfoque similar aplicado en su Vincere (Bellocchio, 2009)-, en la que el sonido se convierte en ruido perturbador, una sinfonía indefinida de palabras, gritos y gestualidades que impregnan de grandeza a toda escena. Es en esos momentos en los que la tragedia se manifiesta de manera más contundente (cuando el padre intenta hacer escapar a su hijo; en el intento de rapto; en el final de la visita de la madre; en el desenlace del juicio o en el comienzo del levantamiento de Bolonia), donde el estallido se traduce en una liberación momentánea de esas fuerzas contenidas y donde los gestos previos se vuelven desconocidos, una tierra abandonada para avanzar hacia un territorio desconocido y cuyo resultado es incierto.
Rapito (Italia / Francia / Alemania, 2023). Dirección: Marco Bellocchio. Guion: Marco Bellocchio, Susanna Nicchiarelli. Fotografía: Francesco Di Giacomo. Edición: Francesca Calvelli, Stefano Mariotti. Elenco: Enea Sala, Leonardo Maltese, Paolo Pierobon, Fausto Russo Alesi, Barbara Ronchi, Andrea Gherpelli, Samuele Teneggi, Corrado Invernizzi, Filippo Timi, Fabrizio Gifuni. Duración: 134 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: