1. Hace unos diez años, comenzaba a circular una de esas películas que le escapan a cualquier clasificación: Rabbit a la Berlin era algo que podía catalogarse como documental pero que lo excedía largamente, para constituirse en una especie de film-ensayo. La película de Bartosz Konopka trataba de conejos, pero no era uno de esos documentales que saturan la programación de canales de cable. Porque los conejos que le interesaban no eran todos ni era la especie en sí misma, sino los que habitaron ese espacio de frontera creado entre los tramos del Muro de Berlín. En ese espacio de muerte, los conejos comenzaron a reproducirse sin tener a la vista grandes predadores, hasta que los propios guardias del Muro comenzaron a matarlos. En el final, los conejos de Berlín sobrevivieron al Muro y tras su caída circularon libremente por parques y plazas de la ciudad. En la película de Konopka, más que la metáfora sobre el sistema, importa la forma en la que a través de la conducta de los animales se puede establecer la conducta de los hombres. Más que el sistema rígido y ejecutor, importaba la necesidad de salir a la superficie y correr el riesgo de la muerte que implicaba la libertad del individuo. En todo caso, lo que subsistía era la idea de que todas las construcciones –físicas, ideológicas- duraban menos que el instinto de libertad de un grupo sometido.

2. Jojo Betzler (Roman Griffin Davis) es un niño de 10 años que al comienzo de Jojo Rabbit está a punto de partir a una suerte de campamento de fin de semana en el que se incorporará, con otros niños de su edad, incluido su amigo Yorki (Archie Yates), a las Juventudes Hitlerianas. Pero el Betzler del apellido de ese padre al que todos insisten en señalar como desertor, cambiará por el apodo del título de la película. La escena en la que se produce ese cambio es aquella en la que aparecen todas las dudas que aún en su casa inundan a Jojo. No solo aparece la duda, sino la confirmación de que no es capaz de hacer determinadas cosas: cuando ponen a prueba su disposición a matar un conejo, Jojo no puede hacerlo. Ya la manera de tomar al animal, como abrazándolo, es un indicador que se confirma cuando, ante el clamor general para que proceda, lo deja en el suelo y lo insta a huir. La sinonimia con el conejo se establece más que por el apodo con el que lo llaman los demás de allí en más, por la decisión de escapar por el bosque, de esconderse de la burla y de la violencia. En el resto del relato, solo veremos a un conejo real en una sola escena: es invierno, la madre de Jojo ha muerto, los campos están cubiertos de nieve y la guerra impone el hambre severo que Jojo busca paliar buscando restos de comida. En esa recorrida, un conejo solitario se recorta en la nieve, absolutamente expuesto. Pero Jojo, de nuevo, no lo mata ni siquiera para satisfacer su hambre. Dentro suyo lo que está claro es que no puede matar a uno de los suyos, a un igual.

3. Pero entonces, ¿cómo encaja esa idea con el desmedido fanatismo por el nazismo y por el propio Fuhrer que parece guiar a Jojo?. Posible explicación: Jojo es un niño que, en ese momento, no comprende el significado de la guerra –que todavía está lejos y es más una ausencia como la de su padre-, de la muerte, del asesinato. La guerra ha sido un espacio de relativa tranquilidad en la que incluso esa capacitación hitleriana termina viéndose como un juego: la fascinación de los niños por los disparos o por el arma blanca que les entregan no es la de la muerte, sino la de estar asistiendo a una especie de función mágica a cargo del Capitán K (Sam Rockwell). Hay algo de inocencia en ese acto, pero que en tiempos de guerra los libera del confinamiento casero, los hace partícipes de un mundo adulto que no pueden comprender porque, en definitiva, nadie se los explica (quizás porque está fuera de toda posibilidad de ser explicado). De allí que el momento de la avanzada aliada sobre la ciudad se desplaza del miedo a la constatación de lo que significa la guerra: eso que Jojo atisbó en el accidente con la granada en el entrenamiento, ahora se vuelve absolutamente real. Todo se destruye, los cuerpos mueren, son mutilados o atrapados y luego fusilados, delante de sus ojos: nótese la diferencia entre la escena en la que Jojo y Elsa (Thomasin McKenzie) observan por la ventana los destellos lejanos de la guerra como si se tratara de fuegos artificiales y la forma en que reacciona Jojo al estar primero en el medio del combate y luego cuando se llevan al Capitán K (en una escena que es una réplica de aquella en la que Jojo insta al conejo para que huya antes que lo maten). La explicación más contundente de lo que ocurre con Jojo al comienzo está en palabras de Elsa: “No eres un nazi, eres un niño de 10 años al que le gustan las esvásticas, se siente atraído por un uniforme y que quiere ser parte de un club”. Es desde afuera que se puede poner en palabras el juego, para diferenciarlo de la realidad.

4. Pero la dimensión de juego para el niño que es Jojo está representada en un elemento crucial. La película dispone en los alrededores de Jojo a la figura de Adolf (Taika Waititi), pero no como una representación aspiracional, sino como una presencia concreta dentro de su universo. Adolf es la encarnación del amigo imaginario para Jojo. Lo que en otros niños encarna de diferentes formas, usualmente fantásticas y despegadas de todo atisbo de realidad, en Jojo se explicita por el lado de un personaje político e histórico con el cual dialoga y que se transforma en una especie de guía y consejero de sus acciones, hasta el momento en que el propio Jojo decide sacarlo de su vida. Que ese amigo imaginario sea el propio Hitler no invalida la concepción fantástica del personaje que la película sostiene una y otra vez, haciéndolo aparecer de la nada, mostrándolo mientras cena la cabeza de un unicornio o yéndose de la casa de Jojo arrojándose por la ventana como si se tratara de un superhéroe. El Hitler de Jojo está en su imaginación y no en la realidad: es una construcción amable, mediada por el entorno y que suple la ausencia del padre a partir de la fascinación por las aristas más superficiales del personaje. De allí que en ese juego, Jojo Rabbit no apueste a las coordenadas del drama típico sobre la guerra: lo suyo va incluso más allá de la comedia prototípica, para sumergirse en el absurdo. Un absurdo, por cierto, desaforado. Vean si no: el campamento de las Juventudes Hitlerianas se parece más a uno de boy scouts que al de proto-soldados preparados para defender al Fuhrer; el entrenador ha perdido un ojo y termina degradado cuando permite que Jojo le arrebate una granada que casi le cuesta la vida; a las niñas que concurren al campamento se les enseña “cómo quedar embarazadas”, bajo la admonición de esa Fraulein Rahm (Rebel Wilson) que aduce tener una parva de hijos; el propio Hitler erra una y otra vez en los consejos que da a Jojo respecto de Elsa; y ni hablar de esos miembros de la Gestapo que llegan a la casa de Jojo por una denuncia y que repiten una y otra vez el Heil Hitler! como si en ello residiera todo. El riesgo del absurdo extremo es la posibilidad de caer en la banalidad, en reducir el drama a la carcajada pero despojándolo de sus aristas violentas. Allí hay, entonces, una construcción interesante que sigue la película. Por un lado, su punto de vista se focaliza en la mirada de Jojo: lo cual implica no solamente esa recreación fantástica que involucra al propio Hitler, sino por sobre todo la exposición de un discurso interiorizado que lo opone a “lo judío” (quizás porque es tan fuerte la concentración del relato desde la perspectiva de Jojo, que las dos escenas de los diálogos entre la madre y la joven escondida rompen con esa unidad y no terminan de cuajar del todo en la historia) .Y no es casual que cuando le pide a Elsa que le cuente cómo son los judíos para ese libro que pretende estar haciendo para regalarle al Fuhrer, ella lo haga bajo el formato de historias fantásticas, en tanto ese universo es el que resulta creíble para el personaje. Por otro lado, para evitar el desborde que implica ese planteo, ancla la realidad en unas pocas figuras que aparecen como la contraparte de Jojo: su madre Rosie (Scarlett Johanson) por un lado y Elsa por el otro. En ambas se ponen en juego otras representaciones que tienen que ver con la resistencia y la supervivencia y que de esa manera ponen a la realidad como un plano último sobre el cual la fantasía del niño se mueve. Es el deslizamiento de la fantasía con todos sus elementos –desde la concepción programática de lo judío hasta la inconsciencia del riesgo que supone la guerra- hacia la realidad lo que lleva a Jojo a otro lugar. Si Elsa aparece como un primer paso en tanto descubrimiento del otro distinto, su madre aparece como la inclusión definitiva en ese espacio de la realidad (y lo curioso es que escenas como el descubrimiento de Elsa y su salida del escondite, como la de los cuerpos colgando en la plaza, remiten a los tópicos del cine de terror). Ambas parecen moverse en terrenos irreales para Jojo –y allí la paradoja con su propia fantasía vista como real-: una pasa la mayor parte del día fuera de la casa, sin un trabajo fijo, sin que sepa qué es lo que hace, hasta que una mariposa azul lo lleva hasta los zapatos que cuelgan en la plaza; la otra está casi todo el día encerrada en un habitáculo detrás de una pared, escondida para que los nazis no la encuentren. Si Elsa sirve para que Jojo descubra, más que el amor, que el otro no es como se lo han dicho, Rosie es la que exacerba el estado de la realidad, cuando observan los cuerpos colgados en la plaza de los resistentes (“Hicieron lo que pudieron” dice Rosie, una frase que en el final Jojo hará suya) y cuando es su propio cuerpo el que termina colgando en ese lugar.

5. Jojo Rabbit pudo haber caído en la metaforización que por momentos sí, roza. Pero se vuelve algo más elusiva en tanto admite lecturas diferentes que deja en suspenso. Pudo haber señalado la ingenuidad de la sociedad alemana desde el lugar de Jojo, poniendo en él la representación de la totalidad, pero si en algún momento esa tentación existe y se palpa, por otros se recuesta en la idea de la propagación de un mecanismo discursivo que se hizo propio a fuerza de repetición. Y en ese punto, es más provocadora la idea que deja traslucir en el comienzo del relato, cuando las multitudes seguidoras del Fuhrer se igualan con la beatlemanía a partir del recurso de colocar como pista musical a “I wannaholdyourhand”: ¿o acaso los fenómenos de masa  no se parecen entre sí, más allá de los detalles ideológicos o estéticos que los sostienen?. Pero lo interesante es que el recorrido de Jojo a lo largo de la película es igualmente paradójico: su intención de afirmarse en una mitología que abraza desde la superficie lo lleva a la revisión y finalmente a la desaparición del mito. Si hay un momento en que esa mitología se desarma por completo es en la irrupción de la Gestapo en la casa. Y no tanto porque Elsa es la que salva providencialmente a Jojo, sino porque le demuestra que puede reemplazar a su hermana muerta Inge y que pasa inadvertida su condición de judía a los ojos de los nazis. La representación (Elsa haciéndose pasar por Inge, antes Rosie haciéndose pasar por su padre) es más fuerte que el mito a la hora de construir una realidad de la que forma parte. A fin de cuentas, no es muy diferente, en cuanto a la representación que implica un amigo imaginario que se dice que es el propio Hitler. O que en medio de la guerra, en lugar de matar a un conejo –o un hombre, lo mismo da- se lo deje huir.

Calificación: 7/10

Jojo Rabbit (Estados Unidos/Nueva Zelanda/República Checa, 2019). Dirección: Taika Waititi. Guion: Christine Leunens, Taika Waititi. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Montaje: Tom Eagles. Elenco: Roman Griffin Davis, Scarlett Johansson, Thomasin McKenzie, Taika Waititi, San Rockwell, Rebel Wilson, Alfie Allen. Duración: 108 minutos.

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