Por Luciano Alonso

“La tecnología no es racional; con suerte, es un caballo desbocado que echa espuma por la boca e intenta desbarrancarse cada vez que puede. Nuestro problema es que la cultura está enganchada a ese caballo.”
Martín Felipe Castagnet
Gracias a la mórbida pasión por idolatrar a los muertos, más o menos todos sabemos quién fue Steve Jobs. Tanto da que nos interese el amplio espectro de las cuestiones tecnológicas o no. Mientras vivió, era un personaje atractivo sólo para el singular nicho de los, así llamados, nerds. Luego de morir, se convirtió en una suerte de ícono cultural, aunque nunca se entendió (y sigue sin entenderse) qué es exactamente lo que Steve Jobs representa. jOBS, la película, contribuye a oscurecer el enigma. Aunque parezca mentira, ni siquiera lo propone como héroe o villano. La película es tan mala que ni siquiera se entiende qué clase de retrato quiso hacer. Quizás, simplemente, le alcanzó con retratar algo.
           
Se sabe que vivimos en la era de las mayorías. Todo lo que importa es lo que opine la mayor cantidad de gente. Todos los fenómenos sociales y culturales al fin terminan absorbidos por ese agujero negro de la opinión pública. Aunque podamos discutir el alcance y la efectividad del cine para vehiculizar ideologías, nadie discute su capacidad de penetración cultural. El cine se ha convertido, como ninguna otra industria ligada al entretenimiento, en el arte de las mayorías. Por eso, el momento histórico que vivimos es ideal para inventar y crear mitos de manera artificial.
           
La operatoria es sencilla y, en esa sencillez, hay algo siniestro: lo cierto es que cualquiera puede acabar convertido en un ícono cultural, porque ya no importan las ideologías. Lo que importa es la popularidad y hay estrategias artificiales y efectivas para llegar al corazón de la gente. Por ejemplo, haciendo una película. Da igual de quién se trate. Incluso, da lo mismo si la película es mala o regular o buena. Lo que importa es afianzar y contribuir a la edificación del mito.

           

jOBS, como película, es fallida, es aburrida, es larga y tediosa. Pero no importa. De cualquier manera contribuye a solidificar el mito de Steve Jobs. Acaso su único y mejor propósito. Luego tampoco importa, ni siquiera, qué es lo que ese personaje representa. Si es bueno o es malo, si era un genio o un tirano, la verdad es que son detalles menores. Tras su muerte, millones de personas se enteraron que existió alguien llamado Steve Jobs y más o menos supieron quién era. Tras convertirse en una película, otro par de millones suscribirán la tendencia. En el medio, el mito de Steve Jobs gana cientos de miles de detractores y de fans. Misión cumplida. Los números cierran, hagan ustedes mismos las cuentas.
           
Como estrategia comercial, la muerte de un personaje popular siempre es rentable. Más aún, cuando junto a ese personaje viene asociado un producto o una marca.


El mayor desacierto de la película es abordar toda la complejidad del personaje y de los temas que le preocuparon, con una liviandad irrisoria. Jobs, la película, es una caricatura de Steve Jobs, la persona y el personaje. Pero ni siquiera es una caricatura graciosa, sino una caricatura grotesca. Parte de la premisa de que las grandes ideas ocurren por inspiración, pero no se decide a tener una visión directamente romanticista. Se da por sentado que cualquiera con iniciativa y creatividad puede llegar lejos, lo cual es falso. Intenta demostrar unas complicaciones personales y profesionales que no ahondan en dramatismo ni complejidad. Simplifica la historia y la vuelve ridícula. Falla en múltiples dimensiones. Como película iniciática, como drama, como biopic, como película de época. Básicamente, falla en todo. Pero una película no siempre es un arte. A veces, también, es una compleja campaña publicitaria.  
           
El imaginario al que suscribe está edificado según eslóganes funcionales. Los personajes son máquinas de vivir momentos kodak y escupen constantemente discursos rimbombantes y pretenciosos. La película, sea cual sea su propósito, termina por demostrar que la vida se parece cada vez más a una publicidad televisiva. Una publicidad canchera y efectiva.
           
La mayoría de la gente no tiene, ni siquiera, la menor idea de cómo funciona una computadora. No obstante, confían ciegamente en la tecnología. A tal punto, que los teléfonos celulares, los Ipads, las Tablets, se han vuelto irreemplazables en la vida cotidiana. Ni hablar de las redes sociales. Irreemplazables y fundamentales. La mayoría de la gente ya no sabe o ha perdido la capacidad de comprender el mundo por fuera de ciertos parámetros digitales. Hoy, como nunca antes, asistimos a una nueva era en la que lo virtual modifica efectivamente lo real y lo que resulta verdaderamente inquietante y sorprendente es la ingenuidad con que la gente se involucra en este cambio de paradigma.
           
Una tendencia a naturalizar todo a la velocidad del rayo ha hecho que la gente pierda la desconfianza instintiva ante posibles peligros o amenazas tecnológicas. Nadie teme a la tecnología, el mito de la superioridad del hombre se mantiene intacto. Aunque la evidencia, para los que nos involucramos seriamente en el asunto, demuestra día a día lo contrario.
           
El lenguaje digital va ganando posiciones. La tecnología amplía su dominio y la mayoría de las personas lo observa todo sin tomar partido por nada. Hay que burlarse de las teorías conspirativas, pero no hay que olvidar que vivimos la dictadura de las grandes corporaciones. La mayoría de las personas simplemente obedecen la norma y la norma es determinada por el interés económico de unos pocos.
           
Piensa diferente, propone Apple.
           

Qué ironía.

jOBS (EUA, 2013), de Joshua Michael Stern, c/ Ashton Kutcher, Dermot Mulroney, Lukas Haas, Matthew Modine, 128′.

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