La fiesta silenciosa es lo que podría llamarse una película “de género”. Por más que el género sea, en principio, un poco resbaloso -¿un thriller?¿un policial sin policías?-, no deja de responder a ciertas coordenadas en las que la sucesión de hechos responde a un eje preciso. La situación inicial es esta: Laura (Jazmín Stuart) está por casarse con Daniel (Esteban Bigliardi). El padre de Laura (Gerardo Romano) organizó en su quinta todo lo relacionado con el casamiento y la fiesta. La tarde anterior al casamiento, Laura sale a caminar por la zona. En una quinta vecina descubre que hay una fiesta en la que bailan música que escuchan en sus auriculares y ella se queda  bailando y bebiendo. Gabo y Maxi se ponen a bailar con ella. Tras una elipsis, vemos a Laura deambulando por la casa, mareada y temerosa en un silencio que se replica a su alrededor. Lo que ocurrió en ese lapso temporal se irá revelando a lo largo de la película en forma fragmentaria, recurriendo al sueño o al recuerdo de Laura o a la filmación en un celular.

En cierto sentido, podría decirse que La fiesta silenciosa se aferra a ciertos lugares comunes de género en los que parece sentirse cómoda. Lo cual suele derivar en situaciones que se desarrollan de manera bastante previsible –lo que ocurre con el padre de Laura en el final, la resolución del cruce de Laura con Maxi-, o que se fuerzan de manera tal de generar una especie de vuelta en círculo de los personajes –que deban volver a la casa por el celular para borrar el video, por ejemplo- que se vislumbra como necesaria solo para que el relato termine cerrando de alguna manera.

Sin embargo, no son esas convenciones más o menos rígidas lo que hace de la película un ejemplar bastante difícil de aceptar. En todo caso es la mirada que despliega alrededor de Laura como personaje y como extensión del universo femenino –no por nada es el único personaje femenino de la historia- lo que plantea una serie de problemas. Incluso en la presentación, en ese momento en el que aún subsiste la calma de lo cotidiano, hay algo en el personaje que no termina de cuadrar. Daniel le cuestiona que maneja muy rápido cuando van hacia la quinta; su padre ha cambiado por su cuenta algunas cosas en la organización y ha puesto fotos que ella no quería que se vieran; luego nuevamente Daniel le cuestiona que empezó a tomar y que lo trata mal. En la escena en la habitación, la oposición queda remarcada: mientras Daniel cuenta dinero, ella intenta tener sexo con él, quien finalmente se niega. En uno y otro caso, aunque padre y futuro esposo le dispensen cariño y aprecio, lo que parecen dejar en claro es que Laura es una irresponsable en sus acciones y que suele tomar decisiones equivocadas. Sus opiniones no valen en ese diálogo –el padre incluso la obliga a probar el arma y no le hace caso cuando le pide que no dispare a las latas con las que parece descargarse tras un llamado que recibe- y parece presa de ese modelo en el cual todo es resuelto por los hombres.

La escapada de esa tarde –de nuevo, algo forzada si se piensa en el lugar y las posibilidades que Laura tiene dentro de la misma quinta- que puede verse como una necesidad de respirar sin esos dos hombres que le determinan la vida, como un acto de rebeldía incluso hacia su futuro marido, responde a la misma elaboración del personaje. Porque a fin de cuentas, aunque sea el centro del relato, está despojado de una mirada propia –la única excepción es el lapso que va desde el deambular por la casa hasta el momento en que decide volver con el revolver a la quinta-. Laura es siempre objeto: objeto manipulado –verbal, física o psicológicamente-  por los hombres, objeto de la mirada de los otros –como ocurre en las escenas de la fiesta-. Y como objeto, lo que hace la película es tomar distancia de él, y teniendo en cuenta que de lo que se trata es, al fin y al cabo, de una violación, lo que establece es una imposibilidad de situar la narración desde la perspectiva de la mujer violada.

Y allí está el problema más serio que la película no resuelve, ya sea porque no le interesa o porque confía demasiado en las convenciones genéricas. La irrupción de la violencia en el relato, que abarca a todos los personajes en una u otra medida, ha sido vista como una suerte de reflexión sobre la forma en que la violencia reside en el interior de las personas hasta que una situación puntual la saca a la superficie (lo cual la liga con el eje que articula, por ejemplo, a Relatos salvajes). Pero no hay reflexión posible –o por lo menos, la reflexión tiene un punto de partida equivocado- cuando el relato no puede o no se interesa por diferenciar a la víctima del victimario. Cuando esos dos elementos terminan igualados en la utilización de la violencia, tratándose de personajes colocados en lugares diametralmente opuestos, no hay reflexión sino irresponsabilidad.

Está claro, de nuevo, que en la codificación genérica , la violencia se asume como un efecto de acción y reacción del que no escapa nadie. Pero al situarse en una contextualización realista, se genera un desajuste que promueve la gratuidad de la espiral de violencia. Gratuidad ligada a la ausencia de contextualización de los hechos, pero también a un corrimiento del análisis de las relaciones de poder establecidas como marcas sociales. Si el ejercicio de la violencia en sí mismo es un ejercicio del poder sobre el otro –determinado por la portación de una fuerza o de las armas-, su uso gratuito en una instancia realista deviene de la negación, la descripción irreflexiva o acrítica o el ocultamiento de esas relaciones de poder.

En el caso de La fiesta silenciosa lo que hay es una naturalización de la única relación de poder mostrada. Al tratarse de una violencia que se produce entre individuos de una misma clase social, lo único que subsiste es la ejecución de un poder genérico del hombre sobre la mujer. Una y otra vez, la película resuelve su narrativa en consonancia con la ausencia de la mirada de la mujer: pone en el centro de la acción a los hombres, en un mecanismo en el cual, obsesivamente, cada acción de la única mujer en el relato es minimizada, cuestionada y señalada como generadora de situaciones que los hombres deben resolver. Es lo que le dice (y le hace) el padre a Laura: la encierra en un cuarto, lo justifica diciendo que es un “asunto de hombres”. Y allí hay una clave para comprender el camino por donde circula el relato: lo que importa es el honor mancillado de la familia que los hombres deben reponer, no el horror perpetrado sobre el cuerpo y la integridad de la mujer. Lo que es más peligroso es que ese concepto del “asunto de hombres” se replica desde el otro lado de la ecuación en el momento posterior a la fiesta en el que Gabo y Maxi discuten y el hecho de la violación queda resuelto como una simple disputa entre amigos por la posibilidad de “seducir” a una mujer. Y aún mayor es el problema cuando esa mirada, inserta en la necesidad de hacer irrumpir la violencia, no presenta un corrimiento que le permita observar a esos personajes desde un lugar de cuestionamiento.

Hay algo todavía más complejo y cuestionable y que tiene que ver con la construcción que se hace del hecho puntual de la violación y de sus derivaciones. En esa perspectiva punitivista patriarcal –toda acción de la mujer que escape del mandato del hombre debe ser castigada por el mismo o por otro hombre- es fundamental que se construya al personaje a la medida de la necesidad. Laura entra voluntariamente en esa fiesta ajena a la que no ha sido invitada, lo cual en principio no tiene nada de malo (tampoco nadie la echa, por cierto, aunque no la conozcan). Pero hay dos elementos que se encargan de remarcar un lugar diferente, y en el cual la decisión del director es crucial. El primero es que cuando baila sola, se elige establecer una distancia con el resto, una suerte de aislamiento muy preciso en el plano que la convierte en el centro de la mirada –de los jóvenes de la casa, pero también de la cámara-. La cámara no la mezcla con el resto de los concurrentes, sino que la pone bajo una luz invisible que la señala como objeto. Que su forma de bailar sea diferente del resto de las personas solo refuerza esa idea. El segundo es que en la aproximación de Gabo –y de Maxi también: hay que notar que, como ocurrirá en el momento de la violación, él se acerca por detrás de ella, jugando entre el deseo de ser percibido y la certeza de que será rechazado- es Laura la que lo abraza y lo besa. Y es luego ella quien lo saca del lugar para refugiarse en un espacio de mayor intimidad. No es que la película justifique de manera abierta la violación, pero sí construye al personaje de manera tal que se vuelva sobre un tópico histórico de la mirada machista: la provocación o la predisposición sexual de la mujer como combustible inicial y justificación de lo que se produce después. Es ese mismo elemento el que producirá el alejamiento inicial de Daniel: cuando ve el video en el celular en el que se la ve a ella sobre Gabo –otro elemento que no es gratuito en la construcción- en el parque, Daniel rechaza la idea de violación en función de las acciones que “ve” de Laura. Es en ese punto donde la construcción se revela de manera contundente: la imagen actúa como indicio de la negación de los hechos reales, el fragmento funciona como determinación que niega una totalidad que ya, a partir de ese hecho, se descarta como posibilidad de ser conocida.

Que la protagonista decida no llamar a la policía podría comprenderse en función del descrédito histórico que las instituciones policiales y de justicia han generado sobre sí mismas en los casos de violación (aunque lo curioso es que aquí quien no cree el relato de Laura es su futuro esposo). Pero no hay cuestionamiento ni reflexión sobre el lugar que ocupa lo institucional, porque se niega de plano su presencia. Porque para que surja la violencia como forma, es necesario establecer la ausencia de todo principio de autoridad y de legalidad en el cual ampararse, incluso con sus fallas. De allí que en el momento en que Laura decide tomar el arma en sus manos –el revolver primero, un cuchillo después, la escopeta al final-, lo que hace es creer que, como hace su padre, solo se trata de salir a cazar a los animales que la atacaron. Que golpee, torture y mate es una reacción que la pone en un pie de igualdad con sus agresores, difuminando una vez más la diferencia entre víctimas y victimarios. Lo que, de nuevo, en una situación de violación es sumamente peligroso. Que una violación sea mostrada con las características expuestas se acerca a una idealización de la experiencia: se produce porque la mujer está predispuesta, porque hay un hombre que no suele tener las mismas posibilidades que sus amigos (que una violación la cometa un joven con rasgos de obesidad y poco agraciado para los cánones de belleza es a esta altura un insulto a la inteligencia), donde hay alguien que filma y ninguno actúa para evitarlo –o para aprovechar la situación- y donde se le permite irse a la mujer sin problemas. Esa construcción del hecho, y la reivindicación de la venganza y de la justicia por mano propia, van en sentido opuesto a la construcción social de los últimos tiempos en donde la palabra y el cuerpo de las mujeres han comenzado a tener el peso que les corresponde y que históricamente les fue negado. La fiesta silenciosa es, desde ese lugar, un paso atrás disfrazado de cierta modernidad. Eso es lo único que la diferencia, en la superficie, de ser un ejemplar más cercano al sexplotaition que al policial. 

Calificación: 3/10

La fiesta silenciosa (Argentina, 2019). Dirección: Diego Fried. Guion: Diego Fried, Nicolas Gueilburt, Luz Orlando Brennan. Fotografía: Manuel Rebella. Montaje: Mariana Quiroga Bertone. Elenco: Jazmín Stuart, Gerardo Romano, Lautaro Bettoni, Esteban Bigliardi, Gastón Cocchiarale. Duración: 87 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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