Después de explorar las profundidades de los bosques en Picnic en las rocas colgantes y de observar con atención las dimensiones místicas de la lluvia en La última ola, el Peter Weir australiano se distiende con una pieza de humor –y también de cámara- que contiene en las dimensiones de un baño la puja social de esa Australia del progreso y el confort. Escrita y dirigida para televisión, El plomero sitúa en la provinciana Adelaida a una pareja de académicos que intenta conciliar las ambiciones profesionales y las rutinas domésticas. Brian Cowper (Robert Coleby) investiga enfermedades y patologías de las poblaciones originarias de esa región insular, a la expectativa de la visita de una comitiva enviada desde Suiza por parte de la Organización Mundial de la Salud. Jill Cowper (Judy Morris), por su parte, ha decidido combinar la vida de ama de casa con la preparación de su tesis para la carrera de Antropología, en su casotambién entusiasmadacon el proyecto de un próximo embarazo. Todo marcha sobre ruedas. La vida tranquila de Adelaida contrasta con el ajetreo de Melbourne, de donde provienen; el nuevo departamento que les brinda la universidad ofrece el confort perfecto para las ideas que ostentan sobre sí mismos: justos racionales que acompañan el intento de su país de lidiar con su pasado originario y el legado de los colonialistas.

Weir instala en los primeros minutos el epicentro de la vida burguesa: el baño. Recordando la frase de Ricardo Darín cuando al negar la tentación de Hollywood sintetizó su bienestar en la posibilidad de darse “dos duchas calientes” por día, el matrimonio Cowper cifra en su baño la clave de su agradable presente. En la primera escena de la película, Brian se enjabona bajo el agua templada, pisa la espuma humeante y se dispone a enfrentar el día con ese auspicio de placer. Sin embargo, apenas se retira de su casa, mientras Jill trabaja en sus documentos sobre Nueva Guinea, un hombre misterioso deambula por el edificio y toca al azar el portero de los Cowper. Es Max (Ivar Kants), el plomero del consorcio, enviado para unos supuestos arreglos en las cañerías del baño. Al principio Jill se sorprende -no contaba con esa visita-, y finalmente se resigna a los arreglos y a la presencia constante de Max en el excusado. Lo que comienza como una imprevista e incómoda convivencia de unas horas, se convierte en una tensa y rabiosa disputa que eleva sus ecos al terreno social.

Es claro que Weir no quiere resultar solemne con esto de la lucha de clases en clave “la señora y el plomero”, casi evocando un título que podría haber imaginado Enrique Carreras. Lo que delinea en ese constante tira y afloje entre los dos personajes es una sátira tanto del resentimiento del ‘red neck’ australiano como de esa pretendida progresía que sostiene su clase intelectual y dirigente. Las transgresiones del plomero operan en varios niveles: por un lado, desmonta el concepto de propiedad privada al sortear los límites el baño, invadir el espacio de la casa, abrir alacenas y sentarse a la mesa para compartir el almuerzo (el límite se diluye cuando le aclara a Jill que ese departamento no es de ella sino de la Universidad, y hecho con el sudor de aquellos trabajadores que los ‘intelectuales’ menosprecian); por otro, mediante la erosión de las formalidades en el trato, hasta llegar a una confianza que a Jill escandaliza y que, en cambio, a su vecina Meg (Candy Raymond) le resulta bastante seductora (en ella opera la fantasía del affaire apasionado entre la señora y el plomero, en este caso, pero también podría ser el sodero u otro trabajador manual); y, por último, las tensiones escalan en tanto, conquistado el espacio y el discurso, Max intenta establecer un vínculo que provenga de su decisión y nunca de su deber. “Ya que vamos a tener que compartir varias semanas, es mejor que nos llevemos bien”, le explica a Jill luego del anuncio de que el arreglo del baño se extenderá más de lo imaginado.

La estrategia de Weir consiste en convertir a Max en un peligro latente sin nunca cruzar la línea de la amenaza. La sensación de inquietud primero, y luego de decidido terror que invade a Jill se afirma en la decisión de sostener su punto de vista y solo alterarlo en momentos claves. Siempre estamos en la mirada de ella, vemos cómo la presencia de Max le impide concentrarse y trabajar, cómo se inmiscuye en su rutina organizada, le sugiere que estuvo preso para provocarla, aparece de manera regular cuando Brian ya se ha ido. Su pesadilla –y la nuestra- resulta interminable. Pero en ocasionales desviaciones vemos algo que Jill no puede ver: a Max escondido en las sombras tras el final de la jornada, lo descubrimos esperando en el estacionamiento a ver si el marido ha salido, romper azulejos y cañería casi al azar. Las dudas sobre si es en realidad el plomero o un intruso que intenta aprovecharse para robar o cometer algún otro delito da cuenta tanto de los juegos que nos propone el director como de nuestros propios prejuicios. ¿Porqué no lo echa, lo denuncia, se busca otro plomero? Sobre esa línea se desliza Weir, donde lo racional deja paso a aquellos miedos que revelan el poder de la pertenencia de clase.

A medida que avanza el relato, vemos alternar la pesadilla de Jill, atrapada en su casa entre cañerías rotas, martillazos y el plomero confianzudo –que fue capaz de darse una ducha usando el mismo jabón de la pareja-, con el trabajo en el laboratorio de Brian, pendiente de la visita de Suiza, la posibilidad de su beca, el mérito de sus investigaciones para esos árbitros del exterior. Cada llamado que realiza a su casa -en los que intenta contagiar a su mujer de entusiasmo y compartir el orgullo por su logro- se estrella contra el protagonismo del plomero que parece haberse convertido en la persona más importante para su esposa. La puja entre esos dos universos, el doméstico y el laboral, pero también el de los miedos irracionales y el de las sesudas respuestas, erosiona la dinámica de la pareja, obtura su comunicación y revela el individualismo que prima incluso sobre esa alianza que parecía tan estable. Para Brian resulta incomprensible la obsesión de Jill con el plomero, resiente el desinterés de ella por los vaivenes de su viaje a Suiza, y en el fondo se siente privado de su lugar en el centro de la escena. Sin embargo, cuando se cruza por casualidad con Max en el estacionamiento, con aquel sujeto que ha destrozado su baño y arrebatado la atención de su esposa, le resulta simpático en su actitud primitiva y campechana. Al fin y al cabo, nunca considera seriamente asumir ese conflicto.

Max es mucho más consciente de lo que piensa y quiere que sus académicos contrincantes. La plomería no es su vocación sino un trabajo para subsistir. En su pasado en Melbourne robó a los ricos y pasó por la cárcel solo para fortalecer sus convicciones; ahora en la tranquila Adelaida espera triunfar en la música folk. Su acercamiento a Jill oscila entre la provocación y el genuino interés. Max tiene algo de ese bosque ancestral que sacudía a la sociedad victoriana de Picnic en las rocas calientes, un atractivo letal e intolerable. Jill elige combatirlo porque su sola presencia resulta desafiante para todo su andamiaje intelectual, para aquello en lo que sostiene esas diferencias. Weir borronea la línea que separa lo bárbaro de lo civilizado: la aburrida reunión protocolar con los dignatarios de la OMS se anima con el baño destruido y una sesión confesional a puro brandy; Jill se vanagloria de su empatía con las tradiciones de Nueva Guinea, sus máscaras y suvenires decoran las paredes, pero la separa un abismo de las inquietudes musicales de Max; Jill se horroriza ante la confesión de Max de su paso por la cárcel pero está dispuesta a diseñar una tramposa estratagema para asegurarse que vuelva a ese lugar del que no debió haber salido. El plomero nunca pierde su aura de fábula insidiosa, su puesta en escena –sobria respecto a las anteriores películas del director y quizás motivada en su austeridad por el medio televisivo- expone en sus certeras distorsiones cómo esa seguridad es arrebatada al espectador al igual que a los personajes, y desnuda en su trabajo sobre el espacio claustrofóbico del departamento las fuerzas sociales que se expanden tras los límites de ese confín burgués. La constante amenaza que supone Max con su radio a todo volumen y sus intromisiones en la rutina de Jill sintetizan a la perfección las diferencias irreconciliables de una sociedad. Quien tiene el poder, en definitiva, es quien al final decide usarlo.

El plomero (The Plumber, Australia, 1979). Guion y Dirección: Peter Weir. Fotografía: David Sanderson. Música: Rory O’Donoghue, Gerry Tolland. Reparto: Judy Morris, Ivar Kants, Robert Coleby, Candy Raymond, Henri Szeps, Yomi Abioudan, Beverley Roberts, Bruce Rosen, Daphne Grey, Meme Thorne, David Burchell, Paul Sonkkila, Pam Sanders, Rick Hart. Duración: 76 minutos.

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