Entre el lodo primero del mundo y lo que se levante del mismo. Abandonada por sus padres de niña, Naomi Kawase fue criada por su abuela. Cineasta desde siempre, entrevista a su abuela en el mediometraje Tarachime (2006) preguntándole por qué la adoptó mientras filma en primerísimos primeros planos el cuerpo desnudo de una mujer de casi 92 años, sentada dentro de una bañera con agua. La abuela, calma, sabia, apacible, le responde que no hubo un solo motivo; sí que hubo muchas circunstancias.

Agua, cuerpo, útero, pechos, piel, carne, cicatrices, voz, cámara, circunstancias, sabiduría, preguntas con respuestas: cine. Ahí, en las preguntas con respuestas, hay una primera aproximación al cine de Kawase. Hay una primera matriz donde asoma el lodo del mundo moldeándose en carne, huesos, juventud, vejez, humanidad, muerte, experiencia, vida.

En Shara (2003), una familia pierde a uno de sus hijos de forma misteriosa. La tragedia (de la ausencia) los corroe en todas sus generaciones: hijos, hermanos, padres. En el sol y la lluvia y la aparición de la propia Kawase en el final, en la danza que parece expurgar el dolor, está la respuesta a tanto misterio; al menos, a esa ausencia. La respuesta es impronunciable, sin palabras, apenas danzable. En el movimiento de esos cuerpos desfilando y danzando con toda la milenaria tradición japonesa a cuestas, está la respuesta al misterio. La simbiosis entre baile, música, sol, lluvia, las miradas de los otros, de los propios, de la directora del film durante el desfile le da potencia a esa respuesta: la humaniza en su silencio de palabras; en su narrativa de puro movimiento y música. Los dioses son eximidos, no tienen ya nada que ver. Nunca lo tuvieron, al parecer. Siempre es fácil culpar a un dios. Más cuando son muchos como en Japón. Kawase se hace cargo de esa culpa transferida. Se hace cargo de las tragedias de su intimidad, de su pueblo como contexto para poderlas asumir en su plenitud, con todo su peso.

Por ello, en El bosque de luto (2007) un anciano decrépito, aparentemente, escapa de un loquero-geriátrico hacia un bosque donde la gente se deja morir en medio de una vegetación poderosa, llena de animales, lluvia, insectos, agua crecida, ¡vida! El anciano no escapa ni parte solo hacia ese bosque. Una joven enfermera que lo cuidaba va con él. Siente la necesidad de ir con él. ¿Para traerlo? ¿Para rescatarlo? ¿Para ver por qué se va? Nada importa cuando el frío la quiere matar y el anciano -como el gran personaje de Derzu Usala en la película homónima de Kurosawa, en la tundra, con su amigo militar ruso desvalido- la abraza con lo que le queda de carne y hueso para darle calor y salvarla. Lo simbólico se hace carne, piel, olores, texturas, memoria en el cine de Kawase. La salvación, una anécdota épica. La muerte, ese espejo que en cierta forma nos refleja qué vivimos y cómo vivimos. Nada más. Ni nada menos, tampoco.

Kawase fue fotógrafa antes que cineasta. Es cineasta antes que guionista. Es guionista antes que escritora. En Hacia la luz (2017), una muchacha le lee a gente ciega lo que sucede en las películas. Las imágenes de las películas son proyectadas a gente que no puede ver más la luz: más sí puede escuchar -y escucha atenta- a la muchacha leerle las secuencias (con sus detalles…) de las filmaciones. Los ciegos -sin marca sabatiana aparentemente- la escuchan y se emocionan “siguiendo” la película, la lectura. En su imaginación, se proyecta lo filmado y proyectado. En su imaginación, las imágenes cobran vida, formas, modelos estéticos. Los ciegos corrigen las palabras de la narradora cuando éstas no les son funcionales (¿fundacionales?) a su imaginación, a su re-creación. La luz, entonces, no está ni en el sol, ni en la luna, ni en el paisaje, ni en la cámara, ni en la pantalla. Está en las palabras: en las luminosidades que las preceden y anteceden; en cuánto iluminan la imaginación de aquel que no puede ver, pero sí escuchar, sentir, crear, recrear, emocionarse, sufrir, reír. Vivir, cómo le salga.

En Kawase, el universo de lo viejo (tradicional) se conjuga con lo nuevo (moderno). Lo hace en forma de personas. La vejez y la juventud son contrapuntos de una misma marca: vivir duele, vivir pesa, vivir estimula, vivir condena, la muerte resume. Dolor, pesar, estímulo, condena, muerte, resumen. Siempre en el universo de Kawase la felicidad se da -de darse- solo entremedio de las grietas que presupone esta enumeración, esta inercia vital. Allí es donde lo estético y lo fílmico entran en relación y vínculo formando una coyuntura entre la grieta y lo agrietado, entre la inercia y lo vital. Por eso su cine muta entre lo simbólico y lo extremadamente realista; entre lo casi espiritual y lo que hay ante el descreimiento y la fe verdadera. La bellísima y triste Hanezu (2011) es una película tan imperfectamente perfecta en esta relación, en esta simbiosis donde al parecer, el amor lo termina articulando -para bien o para mal- todo. Al igual que el arte.

El sintoísmo (la segunda religión más importante en el Japón después del budismo) se estructura en base a kamis: espíritus que pueden ser desde una piedra hasta una persona santa. A los kamis se les reza, invoca, ritualiza, renueva y unge: por ello constantemente en el sintoísmo hay nuevos dioses. La noción de dios pasa por la de espíritu; la de espíritu, como vínculo entre lo incognoscible (¿la divinidad?) y lo humano (la naturaleza). El cine de Kawase intenta proyectar estos vínculos, esta relación entre lo divino y lo humano con sus respectivas mediaciones, renovaciones. Por este motivo, a veces, torpemente, se lo llama cine zen; por eso, muchas otras, cine new age. Ni lo uno ni lo otro. Algo de esta doble negación hay en Aguas tranquilas (2014); en ese muerto entre la marea, entre la inocencia de los niños y la pasión (conformada, conformadora y cínica) de los adultos, de los que todavía aprenden a vivir ante la confirmación de la muerte inmediata más que inminente. Ante lo que se llama (por educación, cultura, necesidad, mandato familiar…) crecer.

Naomi Kawase es una bellísima mujer. Naomi Kawase es directora de cine. Naomi Kawase es fotógrafa. Naomi Kawase es madre. Naomi Kawase (especialmente en el último tiempo) filma de una forma casi preciosista que levanta ciertas sospechas en cuanto a los métodos digeribles de la manipulación cinematográfica. Naomi Kawase filma películas altamente festivaleras. Naomi Kawase es una abonada prolífica a Cannes. Naomi Kawase da charlas TED. Naomi Kawase promociona las olimpíadas de Tokio 2020 como una suerte de Zhang Yimou para las que sucedieron en Beijing en el 2012. Naomi Kawase es carne recurrente de cinéfilo hambriento. Naomi Kawase es una cineasta formidable y una artista que siempre, a pesar de sus idas y vueltas, mantiene a uno alerta sobre su obra. Naomi Kawase es la que en 1995 filmó el corto Mirar el cielo y lo termina con uno de los finales más hermosos del cine contemporáneo. Naomi Kawase es eso, esto: su cine. Y nosotros, esto, eso: sus atentos espectadores entre el lodo de un mundo al que hay que moldearlo (expurgarlo) para, simplemente, poder seguir viviendo en el mismo.

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