“Él siente culpa, él vive torturado. Él no es tan inteligente. Él nunca avanza, camina de costado. Él tiene miedo a su mente. Es parte de la religión…. (Matar) Es parte de la religión. (Mentir) Es parte de la religión….”
Charly García
“Mi nombre es Mario Eduardo Firmenich, en éste momento estoy a punto de cumplir 29 años y soy Secretario General del Partido Montonero y del Movimiento Peronista”. Este es el rotundo comienzo de Resistir, un documental realizado por Jorge Cedrón en el exilio, en el cual monta un reportaje a Firmenich alternándolo con imágenes de la historia argentina a la vez acompañadas por textos de Juan Gelman; imágenes y textos subrayan los comentarios de Firmenich en línea con la visión histórica de raíz revisionista y fundamentos marxistas a la que tributaban los Montoneros, así como muchas otras organizaciones políticas y figuras intelectuales ligadas al peronismo desde fines de los años 50.
Esa versión de la historia argentina que nutrió a buena parte de mi generación y encontró espacio político en el ciclo kirchnerista -ya superadas las condiciones históricas que le dieron origen, depuestas las armas y asimilados los valores de la democracia burguesa- es expuesta en Resistir con cierto esquematismo y ligereza que puede estar relacionado con la corta duración de la película; a esta altura de nuestra historia por ejemplo (quizá no en 1978 y en plena dictadura), parece necesario revisar la responsabilidad de Hipólito Yrigoyen y la UCR en las masacres de la Semana Trágica y de la Patagonia en 1921, revisión que la película omite señalando los hechos sin mencionar a sus responsables. Sin embargo Cedrón se empeña, con voluntad de cineasta, en sacar partido de las imágenes históricas con un trabajo de montaje sobre ellas y la banda sonora que parece seguir las propuestas del montaje dialéctico de Einsestein y por momentos recuerda a Invasión de Hugo Santiago. Tangos clásicos acompañando escenas de violencia y represión, gritos y voces aisladas surgiendo de escenas de conjunto y sin relación aparente con ellas, silencios que acompañan las bocas abiertas de miles de manifestantes para metaforizar la opresión, el dolor popular, el silencio impuesto al pueblo durante los largos años de la resistencia; la historia argentina como una película de suspenso embellecida de a ratos por los poemas de Gelman que canta el Tata Cedrón (“sobre esos ruidos se alza el día/nadie detiene al sol/nadie detiene al gallo cantor/nadie detiene al día/habrá noches y días aunque él no los vea/nadie detiene a la revolución…” cantan bellamente Gelman y el Tata).
Todo este trabajo devoto y amoroso está dirigido a resaltar el discurso de Firmenich; y allí está el problema o, mejor, la verdadera e involuntaria complejidad del film, la que le otorga el estatuto de testimonio inconcluso y espacio de debate abierto sobre los errores y la tragedia de la década del setenta en nuestro país.
Mario Firmenich es joven en Resistir, tiene la frente despejada, el pelo suelto y una barba larga y desprolija que parece un postizo puesto al descuido sobre su cara, una imagen distinta y desfavorable de la más conocida, afeitado y con el pelo engominado. En el plano medio (que a veces se cierra en primero) con que Cedrón lo encuadra casi permanentemente se lo ve sentado a una mesa, vestido con una camisa blanca, un pullover beige claro y una corbata de implacable nudo grueso que tortura su garganta. Atildado y desprolijo a la vez, Firmenich fabrica su propia dialéctica, su imagen oprimida por la innecesaria corbata sugiere el fantasma de alguna incomodidad que viene de muy lejos y de muy adentro; esa impresión se refuerza con sus movimientos frente al ojo implacable de la cámara y el uso de los objetos de que se vale para combatir su desconcierto dentro del encuadre; mientras habla juega con un encendedor descartable, saca un cigarrillo del atado (son negros, no los Gauloises que podría permitirle su exilio francés, pero estoy seguro que son negros, quizá Particulares traídos desde la distante patria tiranizada; Particulares era el tabaco masculino de la época, el que fumaban en los tempranos 60 los muchachos nacionalistas de la estrella federal en el ojal para exhibir su sobreactuada virilidad Tacuara). Durante un rollo completo el jefe montonero toma mate que se ceba él mismo con un termo de colores brillantes. Firmenich no fuma con placer genial, sensual, ni aspira la bombilla, más bien chupa con desesperación, como aferrándose a un salvavidas, haciendo pausas ostentosas para cada una de sus succiones. Esas pausas interrumpen un discurso repetido dogmáticamente, como de memoria y con desgano, con un tono casual que desmerece la importancia de los dichos. Su voz monocorde no llega a ser didáctica, no tiene brillos, carece de matices. En algunos momentos esa voz y ese rostro intentan algún chiste, algún comentario humorístico (como cuando cuenta que los obreros automotrices sabotean la producción orinando en los tarros de pintura para deterior el brillo de los autos), una sonrisa forzada se abre paso apenas debajo de la pilosidad de su cara, los ojos quieren despertarse con un reflejo que pretende ser pícaro, la voz monótona empasta la pretendida complicidad del humor. No se trata, qué pena, de la seriedad jocosa y becketiana de Buster Keaton, la inexpresividad de Mario Eduardo Firmenich es un correlato del susto infantil, de la transgresión de un mandato impuesto por algún padre omnímodo.
Es difícil que en aquellos años nuestro protagonista hubiera podido recurrir a un coaching, pero al mismo tiempo hubiera sido un trabajo vano; los profesionales del embaucamiento que fueron capaces de impostarle expresiones cercanas a lo humano a nuestro actual presidente, se hubieran estrellado ante el muro de la insalvable estolidez firmenichiana. Ese muro tiene un nombre clínico: represión, el puño de hierro de una moral censora retorciendo los instintos, tallando a fuego lento y ad eternum la maldición de los sentidos, una implacable corbata imaginaria apretando la nuez de Adán mucho más que la real, casi hasta la asfixia y. Una aspiración milenaria de compasión y amor al prójimo extraviada por siglos de reclusión y castigos inquisitoriales. Si, Mario Eduardo Firmenich es eso que demuestra como nunca Resistir: un chico de parroquia, uno de esos tantos que todavía hoy podemos ver los domingos en las vecindades de la Redonda de Belgrano o en cualquier otra iglesia de los barrios de clase media. Adolescentes de bragueta caliente atormentados por la oscuridad genital del pecado. Sexo solitario y culpable hasta el matrimonio. Esa, más allá del acontecer particular de su vida que desconozco, es la matriz que parió a Firmenich, esa forma de catolicismo inquisitorial que aún goza de vida y salud, ahora refugiada en el interior de la Iglesia y que solo se asoma a la superficie mediante expresiones políticas de derecha extrema. La paradoja de aquella época nuestra fue el salto sin red desde el medievalismo de esas ideas a la práctica revolucionaria, la represión de los instintos dirigiendo el asalto al cielo. No fue todo pero fue lo dominante, la particularidad de América Latina y, sobre todo, de la Argentina. La particularidad trágica, porque de tal dialéctica resultaba una única síntesis posible: la muerte. El Firmenich de Resistir es el representante del costado tanático de esa gesta de entrega y generosidad. Por supuesto, muchos de esos chicos ejercitaron su credo con otra clase de convicción y entrega. Sublimaron la represión de los sentidos y terminaron entregando sus cuerpos a la otra represión, la de los matarifes de uniforme, los Videla y Camps con sus ojos desmesuradamente abiertos de vigilia perpetua del horror. Firmenich no lo hizo, no fue capaz o prefirió contrabandear en la legítima aspiración colectiva de justicia, libertad y soberanía su credo de cilicio y confesionario. Seamos justos, no fue el único, si el mayor exponente de esta contradicción, la de un cruzado que lleva en el cuerpo las marcas del orden, la jerarquía y la negación de toda sensualidad mientras pretende liderar un cambio copernicano, igualitario en el reparto de los panes, los peces y los dones del cuerpo. Apenas si soy capaz de señalar esta contradicción que está latente en Resistir más allá de sus objetivos inmediatos.
Por el contrario, el valor histórico de la película de Jorge Cedrón no está en sostener una versión a veces falaz de la historia (el Cordobazo no fue un episodio de la resistencia peronista como parece pretenderlo Firmenich), ni una visión disparatada de la realidad de entonces (a casi cuarenta años y con el resultado puesto sabemos que la resistencia en los términos en que él la supone, era imposible y que su resultado inevitable era el matadero al que la conducción montonera condenó a la militancia local). Su paradójico suceso radica en que el protagonista es a la vez un error de cásting y un testimonio abierto de las paradojas de una época terrible y apasionante, sujeta a la perpetua revisión histórica. La vital memoria del Tigre Cedrón y de tantos otros lo sigue pidiendo.
Resistir (Argentina; 1978). Guión y dirección: Jorge Cedrón. 71´.
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