*Es 1918 y en Occidente se están librando las últimas batallas de la Primera Guerra. En Oriente, en cambio, esos ecos no llegan. Lo que queda son los restos de un imperio británico que un cónsul avizora en su fase terminal. Es un paisaje repleto de funcionarios de la Corona sosteniendo el artificio de la dominación a partir del dinero. Pero Edward (Goncalo Waddington), el antihéroe de Grand Tour (Gomez, 2024), huye. No porque Birmania, su destino, no sea el lugar para él. Escapa de un noviazgo en el que se van a acortar las distancias físicas para convertirse presumiblemente en casamiento. Una novia a la que no ha visto en los últimos 7 años, se presume que desde su partida para ponerse al servicio de Su Majestad. Huye porque intuye que no puede hacer otra cosa y porque no puede enfrentar los hechos para ponerlos en palabras.

*La huida de Edward no es lineal ni premeditada. Se trata de escapar hacia donde se pueda, hacia el primer destino posible. Pasa por barcos furtivos, trenes que descarrilan, caminatas, burros en cuyo lomo atraviesa la selva, bodegas de barcos, buques de guerra americanos y navíos en los que es deportado. Para Edward la huída implica que el trayecto mismo es quien debe esconderlo, sacándolo de las rutas oficiales para sumergirlo en las profundidades de esos abismos orientales, a riesgo de perderlo todo. Su voluntad de escapatoria lo lleva hasta ese punto en el que sabe que llega a lo inaccesible. No porque se refugie en la casa decadente de un cónsul del imperio, sino porque alcanza a remontar un río que detrás de él, ya no será navegable por meses.

*La historia de Edward en esa huida es un relato partido. Por un lado, porque lo sustancial de ese recorrido proviene de la voz en off y porque se reserva para la imagen una porción minúscula de los hechos –casi siempre, el momento en que un nuevo telegrama dispara la necesidad apremiante de retomar el camino de la escapatoria. O para los momentos de espera que van después del descarrilamiento o en el diálogo en el templo budista. Un par de elementos se deslizan allí que definen el periplo de Edward. “Voy adonde me lleven”, dice, como si se abandonara a un recorrido azaroso, que consiste en detenerse lo menos posible –solo la fiebre en Saigón parece poner un freno mayor al previsto. Recorrido en el que la intención de pasar desapercibido está destinada al fracaso –todos, hasta Molly (Crista Alfaiate) lo encuentran: desde los viejos en el bosque a la policía japonesa en el templo-. También allí Keita (Kazuo Kon) le dice: “no huyen de la sombra, sino que la buscan”. Y entonces Edward parece encarnar ese precepto: su viaje deja de ser una huida para convertirse en su propio periplo hacia el corazón de las tinieblas.

*En un momento, la trama se desdobla, se pliega sobre sí misma, entroncando el relato de Edward al cónsul sobre esa novia pertinaz que lo persigue con el momento en que Molly recibe su mensaje al llegar a Birmania. Más que volver al inicio, el pliegue implica abandonar el recorrido de Edward, ya detenido en un espacio, quitarlo del centro de la evolución de la historia, para reemplazarlo por Molly. Esa Molly que hasta ese momento es una imagen diluida, un nombre, una serie de telegramas que van de ciudad en ciudad, ahora es quien emprende el viaje. Un detalle la diferencia de su novio desde el comienzo. Esa angustia disimulada en la borrachera de Edward en el inicio y en la entrega al recorrido que otros van armando fortuitamente, en Molly es pura risa, imposible de contener, que sale como escupida de su boca ante cada ocasión, ante cada frase que hable de ella o de Edward. La risa de Molly es tan inquebrantable como su voluntad por seguir las huellas de Edward en el Oriente, mientras se asoma a ese mundo desconocido. No quiere pasar desapercibida. No puede hacerlo: se lo demuestra el enamoramiento discreto pero inmediato de ese ganadero que solo ante ella deja de ser desagradable. Pero también lo afirman los breves cruces con su primo Reggie (Jorge Andrade) o con Lady Dragon (Joana Barcia) en el tren descarrilado, la huida en plena carrera de gemelos y el desmayo en la oficina de correos después de enviar el consabido telegrama a todos los hoteles. La voluntad de Molly es la de seguir a ese novio fugitivo hasta el último rincón de la tierra y aunque sea lo último que haga en la vida. “Nada es imposible” le dice a bordo del sampán que remonta contra lo recomendable al Yangtze, a ese padre Carpenter (Joao Pedro Vaz) que se deja arrastrar a su destino. A esa altura, Molly ha llevado la voluntad al extremo, abandonándose a la suerte a la que tienta, tal vez sabiendo que las cartas de su vida ya están echadas. Ella, como Edward, se ha salido de los caminos para perderse en las profundidades de las sombras a las que hasta ese momento parecía negarse.

*Pliegue sobre pliegue, Grand Tour es un enigma en el que conviven –se hace convivir- un mundo real fotografiado en grises y un territorio de sueños hecho de colores. Lenguas diferentes que se superponen y a la vez delimitan fronteras en las que no pueden convivir. El periplo de los personajes a comienzos del siglo XX con las imágenes de las mismas ciudades cien años después. Un mundo real que traen esas imágenes presentes que funcionan con la intrusión de lo documental y un escenario de ficción que se revela artificial y que la escena final ratifica. Grand Tour es un accidente cinematográfico, una colisión de formas que se reconocen contrarias, pero que se obligan a convivir, a seguirse las huellas para remarcar a qué territorios pertenecen unas y otras. Como los personajes que alberga en su interior, que se rehúyen y se aproximan, pero, parece, no pueden estar juntos.

Grand tour (Alemania, Francia, Italia, Portugal / 2024). Dirección: Miguel Gomes. Guion: Telmo Churro, Maureen Fazendeiro, Miguel Gomes, Mariana Ricardo. Fotografía: Gui Liang,

Sayombhu Mukdeeprom. Edición: Telmo Churro, Pedro Filipe Marques. Elenco: Gonçalo Waddington, Teresa Madruga, Joana Bárcia, Jani Zhao, Manuela Couto, Diogo Dória. Duración: 129 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: