Viernes 18 de septiembre: Esta ventana abierta es de la última película de Pialat. La luz recuerda mucho a la de La boca abierta y no hay en Le garcu otro plano iluminado de la misma manera. Este, por otro parte, marca la muerte del padre, así como Néstor Almendros, ya muerto para entonces, había fotografiado aquella película de Pialat sobre la muerte de la madre. De este lado del campo visual Gerard Depardieu da vueltas como un nene desamparado. Está a punto de ser huérfano.
Ya muerto el padre, Garcu del título de la última película de Pialat, Depardieu recoge las cosas de aquel y antes de salir de la habitación del hospital saluda a los ocupantes que se quedan en ella, quienes no habían aparecido hasta entonces ni volverán a aparecer. Uno de ellos es Jean Yanne, protagonista de Nosotros no envejeceremos juntos, filmada por Pialat veinte años antes (agradecería que lo confirmen o rectifiquen).
Jueves 17 de septiembre: Rabo de peixe es un lugar, una isla de las Azores, pero el objeto de la mirada de la película de Leonel y Pinto es tan importante como ellos dos. Pese a que casi no aparecen en cámara, lo que ven y lo que dicen nos transportan. Si en Y ahora? Recuérdame Pinto parecía organizarlo todo, incluso la presencia de su compañero, Rabo de peixe es una película desde la pareja. Las voces de ambos, que se alternan para contarnos su viaje y su vida en esa comunidad, lo confirman. Hay, también, una distancia temporal de una decena de años entre lo filmado y la aparición de la película que expone la continuidad de ese lazo y la maceración de una película estrechamente ligada a la intimidad. Pero las vidas de Leonel y Pinto no menoscaban la vida exterior a ellos. Están tan relacionados con las cosas, el espacio, los elementos, las gentes, los animales y la comunidad que todo ello forma un mundo kolossal, como se llamaba a las súper producciones históricas de fines de los 50 y principios de los 60. Nada de la fatua exterioridad de aquellas los caracteriza, pero sí muchos años de oficio cinematográfico y un notable sentido del espectáculo, del cine como una tradición abierta simultáneamente a las potencias documentales y ficticias, industriales e independientes. Rabo de peixe es un relato que no suelta nunca al espectador, lleno de pequeñas intrigas atractivas de toda índole que no tienen necesidad de cerrarse aunque alguna provisoriamente lo haga, y también uno en el que el mundo viviente se manifiesta como si no hubiera intervención alguna. Esas dos ilusiones entrelazadas conforman una tercera, la de la historia de amor de los narradores fuera de campo visual organizando la película y nuestra mirada, que entra y sale de aquella, expandida física y mentalmente. Exterior e interior se conectan como en un diario de viaje, cosa que esto no deja de ser: el de unos europeos a una vieja colonia pérdida, el de unos habitantes superados por el mundo tecnocrático en el que viven a un mundo antiguo aun no desvirtuado del todo. Sin culpa, sin mala conciencia, sin turismo, sin idealismos ingenuos o hipócritas. La vitalidad de ambos nace de la conciencia de la muerte, esa que en Y ahora? Recuérdame se paseaba todo el tiempo vestida de enfermedad, y se manifiesta actuando políticamente, mostrando el funcionamiento económico actual sin ceder por ello el ímpetu festivo tantas veces neutralizado por la pasión punitiva de la denuncia o la puritana de la culpa. Leonel y Pinto viven a pesar de todo y con todos, enseñan y aprenden. Hay algo de santidad no canonizada en el espíritu de sus películas, de espiritualidad carnal que recupera un sentido de lo sagrado que el nuevo orden global, cada vez más a través de las imágenes, está secando.
Uno de los grandes protagonistas de Rabo de Peixe es el mar. Si no es la primera fuente de subsistencia de la isla, lo es para los amigos de Pinto y Leonel, que los acompañan en su tarea. La cámara filma tanto la superficie como lo que hay debajo de ella merced a Leonel, que no sólo bucea sino también le enseña a hacerlo a uno de los chicos, quien terminará consiguiendo su carnet. El rodaje del trabajo de pesca renueva la fructífera relación del cine con él, que a través de De Robertis, De Oliveira, Visconti, Rossellini, entre muchos otros, puso en escena tanto la relación inmediata y no alienada de los hombres con la naturaleza y el trabajo como la resistencia ante la explotación capitalista. Pinto y Leonel también señalan las diferencias entre la depredación por parte de los grandes barcos pesqueros y la racional actividad de las pequeñas lanchas. Como cineastas, la relación con estos últimos a lo largo de los años, la inmersión de uno de ellos en el agua y la distancia inmediata a las formas de vida submarina propicia un trabajo artesanal, concreto y poético. Pinto y Leonel pescaron imágenes que luego pusieron en relación a través del montaje cuidando de respetar el ecosistema símbolico original de pertenencia, sin tampoco privarse de usarlas como materiales de la memoria y del imaginario. Más allá de precisas particularidades marítimas y pesqueras, de las que Rabo de peixe recupera la imprevisión incluso ominosa a la que se ven sometidas las vidas de los que navegan diariamente, el agua también es protagonista a través del importante papel que cumple natación en la película. Los cuerpos masculinos son objetos de fascinación y experimentación cinemática, siempre a partir de una situación precisa en la que destella la voluntad de abstracción sin llegar a monopolizar el registro: bien puede ser la necesidad de aprender a nadar por parte de un recién llegado a la tarea –con su pequeña gran historia personal sumándose al mosaico- o el puro placer de los pescadores protagonistas que pasan un domingo en la playa con su familia. La presencia de dos directores permite desdoblar a la película entre quienes se mueven como pez en el agua (Leonel, que en la pareja cumple el papel de los pescadores que salen a mar abierto) y quien los (ad)mira (Pinto), a menudo con la aprensión del testigo enamorado, ese padecimiento ante peligros que pueden afectar al otro tan reales como amplificados por la impotencia motriz o la ignorancia técnica.
Miércoles 16 de septiembre: Curiosa edición de esta novela que el propio autor adaptó al cine y dirigió (la película es pésima). Curiosa por un error grosero, además del espantoso pero simpático diseño de best seller cualunque, que consiste en confundir la película de Festa Campanile con Historias de locura común, de Marco Ferreri, como insisten en sostener los textos de la solapa y del encabezado de tapa. No descarto que la foto también corresponda a la adaptación de Bukowski, protagonizada de igual modo por Gazzara y Muti. El traductor del libro se llama Joaquín Jordá y me gusta pensar que podría tratarse del director catalán.
Martes 15 de septiembre: Recién vuelvo de ver Terapia en Broadway. A diferencia del regreso sin gloria de Jonathan Demme, que tal vez nunca se fue, la de Bogdanovich es una despedida, también sin gloria. En parte porque siempre vivió de la gloria ajena, siempre fue el reflejo de astros muertos. Hubo ocasiones en que su brillo satelital despidió luz, pero la luz que mejor reflejaba era la grisácea, ni siquiera plateada, de la luna, ya fuese que filmara en el mortecino blanco y negro de La última película o bajo el melancólico sol neoyorquino de Todos rieron. Siempre amó la comedia alocada pero llegó tarde a ella, y las operetas de Lubitsch, cuya Cluny Brown ocupa finalmente la entera pantalla de Terapia en Broadway, no le pertenecían. Siempre fue un yanqui en la corte del Rey Ernest, pero trataba de copiar las maneras aristócratas y el simulacro se notaba. Esta última película tiene el timming de un musical en un geriátrico. El asilo está lleno de gente querida muriéndose, así que por más confortable, limpio y suntuoso que sea, no deja de ser un asilo lleno de visitantes fingiendo que no pasa nada. Hay muchos otros de su generación que no están en él y que siguen jodiendo (Eastwood, Scorsese, Friedkin) así como habrá otros que prefirieron retirarse, como la esquimal de The Savage Innocents, de Ray, o a quienes retiraron a la fuerza, como el viejo de La balada de Narayama, de Imamura. Cada uno envejece como puede, pero le envidio la capacidad de negación a quien disfrute de Terapia en Broadway.
Martes 9 de diciembre: El nombre de la rosa. La rosa es la rosa de Rosebud. Rosebud, que significa “capullo de rosa” es, entonces, la rosa y el nombre de la rosa, la cosa y su denominación. La rosa de Rosebud no es cualquier cosa, sino la rosa de Marion Davies, modelo traicionado de la Susan Alexander de Citizen Kane, corista caza fortunas[1] devenida amante enamorada de William Randolph Hearst y, según parece, talentosa actriz cómica que vio frustrada su carrera debido a la mediocre obsesión del magnate por convertirla en prima donna de películas dramáticas de época que no eran otra cosa que burdo teatro filmado. Si Hearst y Welles se enfrentaron poco menos que a muerte a partir de la realización de El ciudadano fue, entre otras muchas razones, por el sexo de Marion Davies, por esa rosa cuyo rosal Hearst pretendía que fuese su exclusivo coto de caza y a la que llamaba Rosebud en la intimidad. Si todo esto parece más propio del criterio editorial de un Chiche Gelblung que del cine, se debe a que el más descarado sensacionalismo fue la base del éxito periodístico de Hearst y uno más de los materiales de la primera película de Welles, tanto como lo era de todo Hollywood. Orson mismo, años más tarde, no se cansaba de repetir que Rosebud le parecía un recurso barato de libro de psicología de un dólar, cuando en realidad había sido, entre otras cosas, un golpe bajo digno de la más obscena industria del chisme. Pero eso no le importaba demasiado a un Welles que en 1941 asumía para siempre la marca bíblica de Caín –Faretta dixit- y también la del babélico arquitecto Nemrod, hombres que a la hora de forjarse un nombre propio decidieron medirse con el mismísimo Dios[2] sin importarles qué o quienes quedaran atrás en su camino.
A la luz de esa información, los primeros planos de la opera prima de Welles cobran un significado sexual que, lejos de fijar, agotar o reducir el sentido de la película, se suma a los muchos que alberga y resuenan a lo largo de su filmografía posterior. Si ya nomás al principio de la película la cámara hace caso omiso del cartel prohibiendo el paso a Xanadú, el plano detalle de la boca de Kane/Welles pronunciando Rosebud –PPP, pipipí al decir de los italianos, o primerísimo primer plano de unos labios y un bigote- no fue otra cosa que la publicación de un secreto a voces entre la farándula californiana. Como explica Santos Zunzunegui con lujo de detalles en La mirada cercana, la cámara de Welles viola dos veces la intimidad de Hearst. Penetra primero en su casa, en su mansión, en su feudo, y pronuncia después el íntimo apodo de la rosa, el nombre de la cosa. En una entrevista publicada por Cahiers du Cinema en 1965, Welles dijo que nunca filmaría “la presentación realista del acto sexual ni la oración”. Pero lo que ya había hecho al comienzo de Kane era algo en cierto modo mucho más brutal. Publicó en primera plana, y desnudó en primer plano, el discurso amoroso ajeno, ese idioma siempre radicalmente otro, particular e inaudito desde todo punto de vista (o de escucha) más allá de los límites de la intimidad. Piensen, si no, en lo impúdicos que suenan los diálogos de las ficciones costumbristas televisivas nacionales (es en la propia lengua donde mejor se nota esto) que se empeñan en representar con criterio “realista” el intercambio verbal de una pareja enamorada. La fallida intimidad de tales momentos es repugnante. Nada genera tanto rechazo como esa promiscuidad del afecto, esa falsa ternura viscosa, fofa, fláccida. Si la película pornográfica nos convierte en espías del sexo y de los cuerpos, ese tipo de ficciones trata de hacer lo mismo con el discurso amoroso, arrogándose para sí la exhibición de unos territorios que debieran permanecer vedados al intento obtuso de reproducción, si bien no al de transfiguración estética consciente de la mediación artificial imprescindible para reformular aquello que es en esencia irrepresentable.
Emulando la manera en la que Hearst edificó su imperio, Welles invade el territorio de aquel que había promovido guerras y asesinatos políticos en base a mentiras o, si se quiere, ficciones (fraudes, fakes) periodísticas, y se entrega al saqueo simbólico de su enemigo exponiendo el tesoro más preciado que le quedaba, a esa altura menos un atributo más de su poder y de su rango que compañera indispensable para los últimos y decadentes años de vida. Es la boca de Welles, tan descomunal como las proporciones de las pantallas de las salas de cine de entonces, la que se llena del sexo de Davies en el momento que pronuncia Rosebud, pero es también el sexo de Davies aquello en lo que los untuosos labios y el pringoso bigote de Welles se metamorfosean por obra y gracia de un plano tan cerrado, cercano y abstracto como el plano detalle genital en una porno. Pronunciando abiertamente el nombre con el que Hearst había bautizado la concha de Marion Davies, Welles no sólo se apropiaba del sexo de la actriz expropiándolo para uso público, sino que también hacía lo propio con el del mismísimo Hearst, que ahora vería en boca de todos tanto su intimidad amorosa como la hipertrofiada magnitud de su poder avejentado. La muerte jamás aclarada de Thomas H. Ince a bordo del yate de Hearst el 15 de noviembre 1924, atribuida al magnate en un ataque de celos por varias de las fuentes que más tarde servirían de base a Peter Bogdanovich para The Cat’s Meow, demuestra cuánto podía leerse en esos labios que pronunciaban muchas más cosas que ‘Rosebud’ entre líneas, y a los que el sexo de Marion Davies, e incluso el de Hearst, le interesaban sobre todo para medir el propio. Como todo profanador (avatar sacro del violador) serial, Welles y su cine siempre se interesaron más por el olímpico goce del poder que por el doméstico placer del sexo, poca cosa para el narcisismo estético bien entendido (como el de Werner Herzog, por ejemplo, al que los enredos de alcoba también se la soban). Ya desde ese prematuro plano de Kane, el cine de Welles se configura como una suerte de sexo oral (para nada sorprendente viniendo de quien pensó el cine, en parte, como la continuación del radio-teatro por otros medios), espectáculo exhibicionista de un ego generativo inagotable, de una verba elocuente por demás.
[1] Gold digger como aquellas que dieron nombre a la saga de musicales filmados en los umbrales del sonoro por gente como Busby Berkeley, Bacon o LeRoy, y entre las que se encontraba, por ejemplo, la misma Joan Blondell a la que Cassavetes enfrenta en Opening Night con la evidencia de su vejez.
[2] Si por algo importa The Hearts of Age, esa primera filmación de Welles de la que se tiene registro, es por la concepción vertical de sus imágenes, que consiste en mostrar el ir y venir de personajes entre la planta baja y la azotea de una casa. El manantial, de King Vidor, también se aviene a ser pensada en paralelo con la obra de Welles en general y con su opera prima en particular. La historia de un arquitecto cuyo genio innovador es inaceptable para el sistema y acaba hundido por un crítico, ofrece muchos y sugestivos puntos de contacto con lo que significó El ciudadano para la industria de Hollywood.
Aquí pueden leer la entrega anterior del diario y aquí la siguiente.
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