A Bennett Miller no le convence del todo El Relato, el siempre vigente Relato de su país, es decir, el famoso “sueño americano”. No al menos de la forma “oficial” que se lo cuentan. Ya lo dio a entender con Capote (2005) y El juego de la fortuna (Moneyball, 2011) y ahora lo termina de confirmar con Foxcatcher. El tema -y con ello, quizás, el valor de la película- está en cómo lo confirma.
Para la concreción del “sueño americano”, aparentemente, hay que seguir una suerte de estructura dantesca: empezar en un asfixiante infierno, expiarse en un solemne purgatorio y realizarse en un prominente paraíso; en el camino, habrá o puede (o debe) haber Virgilios que inicien, enseñen y acompañen, y Beatrices que motiven y esperen. Aparentemente, también el deporte yanqui, ya sea en su versión hiper profesional (fútbol americano, béisbol, básquet, boxeo, etc.) o en su versión más bien amateur o semi amateur (ligas secundarias, universitarias y el atletismo olímpico por ejemplo), parece ser un lugar ideal e idealizante donde esta estructura dantesca se manifiesta con todos sus brillos y miserias.
En Foxcatcher, tanto el campeón olímpico de lucha grecorromana Mark Schultz (Tatum) como el millonario cincuentón John Du Pont (Carrell), son parias de ese “sueño americano”. Schultz vino de una infancia dolorosa, se transformó a través de la lucha grecorromana en un deportista de elite y, a pesar de eso, es un don nadie que a duras penas llega a fin de mes y nadie le reconoce éxito alguno; es más, solamente le dan crédito de ser el hermano menor de toda una leyenda de este deporte, Dave Schultz (Ruffalo). Mark vive casi en una suerte de purgatorio constante, siempre con un pie sin sacar del infierno. Por eso está tenso, a punto de explotar todo el tiempo. Por eso se autoflagela torpemente frente al espejo. John también parece venir de una infancia dura, solitaria, donde su omnipotente y castradora madre (Vanessa Redgrave) le pagaba al hijo de uno de los empleados de la mansión para que jugara con él. John aún no ha salido del infierno, por más que ande en helicópteros privados, “ayude” a la policía local en vaya a saber qué fantasía, y dé discursos a comités llenos de políticos y gente poderosa en Washington. Quizás por esta condición de “parias del sueño americano” que los iguala más allá de las clases sociales que claramente los separan, Mark acepta que John, literalmente, lo compre. A él y a todo un equipo de lucha grecorromana que lo preparará, supuestamente, para el próximo campeonato del mundo y, de allí, a las olimpíadas de Seúl 88.
John compra el “sueño americano” literalmente: compra gimnasios, resultados, documentales de TV, militares, policías y deportistas de elite pagándoles sumas exorbitantes con tal de que lo ponderen como amigo, padre, hermano, entrenador, símbolo, tótem, ídolo, mentor y hasta fetiche (homo)sexual reprimido. Todo es comprable con el dinero y John tiene demasiado dinero. El tipo compra, así, una fantasía completa, hasta ser parte del equipo olímpico yanqui como asistente del entrenador después de ofrecerle muchísimo dinero a la federación.
Sin embargo, por más prolijo y convincente que resulte, su “sueño americano” es mera fantasía, simulacro vacío y fatuo. Por este motivo se deshace violentamente de Mark y va por Dave, el único en toda esta historia que, detalles más, detalles menos, realmente logró ese sueño. El tipo es famoso (en el ambiente), sumamente prestigioso, destacado como deportista y entrenador al mismo tiempo, con contratos y consultas numerosas de profesionales de este deporte y, sobre todo, con una hermosísima esposa que lo banca en todo y dos hijos a los que ama y lo aman con locura.
John, entonces, compra a Dave y, con él, potencia aún más el simulacro de su fantasía, potenciando con ello el enorme y oscuro vacío que ella implica.
John nunca deja el infierno en el que siempre estuvo inmerso. Jamás pasó por un purgatorio auténtico. Su paraíso, por lo tanto, no lo realiza plena y humanamente; por el contrario, apenas simula hacerlo amplificando, en un derrotero oscuro y peligroso, todas sus represiones y negaciones en la vida. El infierno pintado de paraíso es peor que el propio infierno.
No mucho más que este juego (trágico, obsesivo y muy obvio) de frustraciones es Foxcatcher, salvo por un detalle que, al igual que en Moneyball, transporta la historia a un plano simbólico más interesante que el mero “basado en un hecho real” que precede a ambas películas. En Moneyball, Miller busca poner en duda el espíritu romántico que enaltece al deporte y los deportistas estadounidenses: en esa película, un equipo de béisbol no es exitoso en la medida que sus jugadores sean talentosos y expresen ese talento como conjunto si no que lo es siempre y cuando se combinen fríamente de manera matemática, casi a través de un software, de una serie de estadísticas. El talento puede ser “suplantado” por mera matemática y algoritmos. En Foxcatcher, ninguno de sus protagonistas es víctima de un sistema; ninguno es víctima del “sueño americano”: John, Dave y Mark son bien conscientes de las compras y ventas de fantasías que se hacen los unos a los otros. Ninguno ha sido traicionado, ni engañado ni manipulado sin haberse dado cuenta de ello. Todos son zorros y cazadores en mayor o menor medida y al mismo tiempo. El enojo irreductible de Mark con John luego de la cachetada no es porque creyó en la amistad de alguien que no era su amigo sino porque desde siempre supo que no lo era y esa cachetada se lo terminó de confirmar. En Moneyball, el sueño americano se puede lograr (supuestamente) sin necesitar del talento; en Foxcatcher, el sueño americano se puede comprar simplemente teniendo el dinero para hacerlo.
Sin embargo, ese equipo de béisbol que había armado el personaje encarnado por Brad Pitt jugó muy bien pero no ganó nada, y el team Foxcatcher de John Du Pont no sólo que no ganó nada en las olimpíadas sino que terminó en una oscura y terrible tragedia entre dos de sus miembros. Por lo tanto, al parecer, para concretar el verdadero sueño americano se necesita talento y presencia sin simulacros y, en este punto, es donde todo el barroco y excesivo maquillaje, y la respectiva caracterización que tuvieron Carrell, Ruffalo y Tatum para sus personajes, cobran una fuerza expresiva, simbólica y estética muy particular, a pesar de que rocen lo ridículo: todo ese obsceno maquillaje que intentó hacer “real” a personajes que físicamente eran apenas parecidos no hace más que (de)mostrar lo patético que son las simulaciones dentro de un sistema que, al contrario de lo que se crea, tiene sus víctimas y victimarios en permanente y confuso cambio de roles independientemente de la clase social a la que pertenezcan; en permanente paranoia; en permanente vértigo enfermizo e irresoluto, hasta un punto tal que la única solución posible para controlar medianamente tanto caos (“sueño americano” frustrado) que no para, es, parece ser más bien, pegar un tiro y con ello masacrar a una secundaria, a un país, a un amigo, a, simplemente, otro que no sea uno mismo y, por ello, pueda mirarnos, analizarnos y, sobre todo, juzgarnos con o sin compromisos.
La patética escena de la madre de Du Pont en silla de ruedas viendo el entrenamiento es el resumen perfecto de toda la película, de todo un sistema de valores donde lo simulado parece terminar en sórdida tragedia.
Acá puede leerse una discusión a propósito de la película y un texto de Marcos Vieytes donde se hace referencia a ella.
Foxcatcher (EE.UU., 2014), de Bennett Miller, c/ Steve Carell, Channing Tatum, Mark Ruffalo, Vanessa Redgrave, 129’.
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