Ayer es Hoy. Existe una historia sobre un divertido encuentro entre el trágico ídolo Rodrigo Bueno, entonces en el pináculo de su fama, y Charly García, en el caos del refugio hogareño de este último. Con su típica picardía y descaro y un poco de la omnipotencia que brinda el poder del éxito, Rodrigo le insinuó a Charly la posibilidad de grabar algo juntos, a lo cual Charly respondió –serio y con un prodigioso sentido común- algo así como: “Mirá Rodrigo, todo no se puede”.
A veces parece que sí, más allá de las consecuencias.
David Ayer pasó de ser guionista de por lo menos tres interesantes películas a dirigir blockbusters de alto impacto y nula perdurabilidad y hoy por hoy es un nombre cotizado en el mainstream, que tiene bajo sus órdenes a tipos como Christian Bale, Arnold Schwarzenegger, Jake Gyllenhaal o Brad Pitt y es muy probable que siga animándose a ultrajar cualquier género para narrar la acción mediante lo que podríamos resumir como “barullo tecnológico” en un rol predominante.
En la era Michael Bay del entretenimiento (tratemos al menos de salvar un poco el término “cine”), después del Pearl Harbor del quetejedi todo se puede y no podía faltar otra incursión en la Segunda Guerra Mundial: tengamos en cuenta que desde aquel ataque perpetrado por Bay pasaron trece años y la tecnología en efectos especiales, sonido e imagen ha avanzado considerablemente, en forma inversamente proporcional al aprovechamiento de recursos de guión y actorales.
Mucho road, poca movie. Una de las principales falencias de Corazones de hierro es el guión, y eso que el primer mérito de Ayer como guionista fue U-571 (2000), precisamente un sólido thriller bélico ambientado en el mismo conflicto, dirigido por Jonathan Mostow. En el mismo 2014 en que nos propinó Sabotage (o cómo desperdiciar a Schwarzenegger, cosa difícil, Ayer nos lleva en tanque a un viaje actualizado por todos los lugares comunes de docenas de películas realizadas sobre la II Guerra Mundial desde 1940, acompañando al decreciente pelotón de bastardos sin gloria comandado por quien ahora no es el teniente Aldo Raine sino Don “Wardaddy” Collier (Pitt), a bordo de su Sherman.
Collier abre la película masacrando a un nazi en un plano a contraluz que trae nostálgicas reminiscencias de la personal visión de Tarantino: a Collier le sobra sadismo y locura pero el problema es que Corazones de hierro se los toma muy en serio, como si Ayer quisiera de entrada avivar al espectador de que tal guerra fue real y no simplemente un conflicto en blanco y negro filmado por Hawks, Dwan, Fuller, Walsh o Ford. Esto significa: a Corazones de hierro no le importa el cine sino impactar mostrando lo que jamás hizo falta mostrar, por ejemplo cómo queda un cuerpo al que le pasó un tanque por encima, o cómo se destroza otro por el impacto de una granada, o un soldado en llamas escapando al sufrimiento con un tiro en la cabeza, o el sonido desgarrador del plomo impactando en el metal o en la carne. Con tales escenarios la vaga premisa argumental de Ayer es acompañar al tanque de Collier en su largo camino de batalla en batalla, con gruesos trazos descriptivos de cada integrante del pelotón (brutos, sucios y malos, el consabido hispanoparlante, el religioso, el border) y el remanido recurso del punto de vista del novato descubriendo la crueldad y deshumanización de la guerra desde el vamos, cuando en una escena estirada y repulsiva Collier lo fuerza a matar a un prisionero. Allí Pitt tiene oportunidad de ejercitar dos gestos: uno más bien tenso, de mandíbulas y venas del cuello al límite, y otro –compungido, de reflexión y arrepentimiento en soledad- que suma al anterior los ojos vidriosos mirando el horizonte o el barro del campo de batalla y un pucho ardiendo entre los labios. Se lo extraña a Aldo Raine, y ni que decir al Aldo Ray de The naked and the dead (Walsh, 1958). Ayer desaprovecha hasta el potencial de una extensa secuencia donde Collier y el novato comparten un rato con dos jóvenes alemanas en un pueblo destruido por sus bombas, y que sólo termina siendo excusa para otro desenlace melodramático rutinario. A esta altura uno no puede sino recordar que a Kubrick le tomó apenas un par de secuencias en el dormitorio de un campo de entrenamiento para demostrar cómo un palurdo puede volverse una máquina de matar.
Fuimos los sacrificados. Sería muy fácil caerle a Corazones de hierro con un catálogo bien gordo de clásicos que en su momento intentaban levantar el ánimo patriótico y el espíritu de superioridad de los norteamericanos y podían al mismo tiempo interesarnos por sus personajes y sumarnos a su vía crucis; de todos modos nos podemos permitir una veloz hojeada a modo de contraste. Baste mencionar al Anthony Mann minimalista de La colina de los diablos de acero (Men in war, 1957), ambientado en la guerra de Corea, donde un pelotón quedaba rodeado y con un Coronel en estado catatónico, película de gran cantidad de primeros planos llenos de tensión y significado. También, ya que estamos con tanques, no podemos dejar de lado a Sahara (1943) de Zoltan Korda, donde la máquina (como el avión de El Aguila Solitaria, biopic de Lindbergh dirigido por Billy Wilder) era tan protagonista como Bogart y el sofocamiento y desazón pero también el heroísmo del pelotón condenado se transfería al espectador, cosa que en la película de Ayer no se logra, literalmente, ni a cañonazos.
Corazones de hierro (Fury, EUA, 2014), de David Ayer, c/Brad Pitt, Shia La Beouf, Logan Lerman, Michael Peña, 134′.
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