Esta película, como todas las de David O. Russell que he visto (Tres reyes, El ganador, El lado luminoso de la vida), es sumamente imprecisa y también bastante simpática, como lo son sus personajes, ladrones de medio pelo en este caso, gente de clase media baja casi siempre (“gente como uno”, diría, si quisiera usar el plural con cierta falsa modestia y no escasa distancia hacia el título de la opera prima de Robert Redford), inmersa en un ambiente y cultura de barrio que necesitan tanto como eventualmente les asfixia, afanados en eso que acá llaman una y otra vez “supervivencia” y también podría llamarse fraude, estafa, corrupción o interés según el contexto y el discurso, en su caso impreciso y maleable, político sólo por defecto.
Russell es algo así como un Scorsese de cabotaje, mueve mucho la cámara, hace que los actores con los que ya formó una familia o compañía más o menos estable griten y simulen accesos de ira intempestivos, musicaliza a la manera de aquél para caracterizar época y personajes, y hasta mete a De Niro de mafioso en un cameo, pero a lo sumo sólo consigue un par de intensidades histéricas (la escena del baño de la discoteca entre Amy Adams y Bradley Cooper, con ecos de la del baile de Jennifer Lawrence en El lado luminoso de la vida, unidas por la importancia del culo en ambas) que ponen en escena las propias limitaciones de su estilo, el carácter de «fake shit» del conjunto, a causa de lo cual esta película recuerda alguna que otra italiana de las no demasiado brillantes pero honesta con la confusa impulsividad de su naturaleza, incapaz de –o inconsciente como para- disimular la falta de sustento conceptual que la aleja de El lobo de Wall Street, con la que coincide no sólo en cartelera sino también en su acercamiento al deseo como motor del comportamiento individual y la relación de éste con las lógicas actuales de circulación del capital.
Todo es postizo en Escándalo americano, y no solamente los disfraces, peinados o acento de los que se valen los personajes para estafar. El fraude como posibilidad reflexiva no se concreta porque la puesta en escena no discrimina niveles de representación, no llega a ser puesta en abismo, y apenas se limita a poner la expresión “trompe l’oeil” en boca de un circunstancial guía de museo (en Bárbara, Petzold le dio la palabra a un personaje para que se explaye sobre la cuestión con la inquietud pedagógica de quien no pronunciar palabras en otros idiomas para dar la impresión de saber, sino del que sabe que basta con señalar el hecho estético y despertar el interés del otro contando la experiencia personal que se tuvo con él). El lobo de Wall Street no necesita darse chapa de ese modo, sino que lleva a cabo valiéndose de los códigos berretas de la publicidad menos legitimada, del tipo «llame ya» y los productos Sprayette, y se juega tanto por el mecanismo que el primer plano de la película es el del logo institucional de un video publicitario de Belfort que por un segundo pasa por el de una productora de la película de Scorsese (y, león mediante, remite al de la Metro), y enmarca la totalidad de la ficción. Además, su puesta en abismo política consiste en señalar con nombre y apellido -Lehman Brothers, J.P. Morgan, etc.- a los financistas responsables del colapso socioeconómico global para desdoblar la mirada del espectador que observa una ficción en la que Scorsese transparenta el presente sumándole la incomodidad de compartir el goce del protagonista en tanto encarnación de una voluntad profundamente humana, de una vitalidad fáustica que se reconoce como tal en la necesidad de agentes reguladores externos que la encausen o aborten.
El mundo de Escándalo americano, en cambio, es relativamente amable en tanto cotidiano, reconocible y finalmente tranquilizador. Su vértigo es meramente pintoresco y le termina produciendo mareos y problemas del corazón al personaje de Christian Bale, eje moral del relato, quien acaba formando una familia más o menos estable y adaptándose una vez que ha saldado su cuota de adrenalina y las cuentas pendientes con el estado. “A mi no me cambió la fama”, o «el dinero», o «el poder», suele ser una de esas frases hechas que esta película suscribiría sin mayor reflexión, empeñada en mostrarnos a sus personajes como tipos buenos, o nenes grandes incorruptibles, hagan lo que hagan. Russell le devuelve al espectador ese reflejo ligera pero favorablemente deforme de sí mismo llamado “hombre común” (monstruos, porque esos son los hombres comunes, por más que se los disfrace de súperhéroes), capaz de atravesar situaciones extremas sin repercusiones psicofísicas irreversibles y, sobre todo, sin causar incomodidades éticas fundamentales en quien mira.En el final de la última película de Scorsese, DiCaprio se enfrenta a los integrantes de un auditorio que, en buena medida, nos refleja y espera de Belfort la palabra mágica que revele el secreto del truco que le permitió llegar a ser quien es, deseosos de oír el abracadabra que los transfigure mágicamente en otros sin necesidad de hacer otra cosa para conseguirlo que solicitar el milagro, como los pequeños ahorristas de la imaginación que solemos ser ante la potencia del espectáculo cinematográfico. Ese plano cerrado del público recuerda la gigantografía de una multitud ante la Ruppert Pupkin, el rey de la comedia, ensayaba su número mientras la voz con ruleros de su madre lo retaba desde un off cavernoso, estrecho y omnipotente. Los personajes de Escándalo americano, por no decir la entera película, son hijos bastardos de ese teatro del absurdo, así como la panza de Bale –en las antípodas de El maquinista– remeda ridículamente los kilos que De Niro subió para hacer de La Motta en Toro salvaje. El mundo de Scorsese siempre fue un mundo que incluyó la potencia de lo falso, por más que se distinguiera como uno de los directores de su generación que más explotó dentro de la ficción la impresión documental del aparato cinematográfico de su época, de modo que la histriónica puesta en escena que lo caracterizó llevaba implícita en su exceso la parodia, código que en Escándalo americano carece de anverso trágico, tanto como de la despiadada pericia caricatural de la mejor tradición italiana, y mucho menos roza la lúcida festividad nihilista de El lobo de Wall Street.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes acerca de una película de Robert Aldrich que se acerca temática y formalmente a las connotaciones del término «hustle».
Escándalo americano (American Hustle, EUA, 2013), de David O. Russell, c/ Christian Bale, Amy Adams, Bradley Cooper, Jennifer Lawrence, Jeremy Renner, Michael Peña, Robert De Niro, 138′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: