Las películas de Disney tienen un poder de simbolización insoslayable. La concurrencia de imágenes de la cultura imperial conduce a menudo a una relación entre el caso, el personaje o el acontecimiento con lo universal que, en general, se quiere conclusiva. La relación de Ana y Elsa en Frozen, por ejemplo, podría simbolizar un amor fundamentado en el trauma de la pérdida de los padres y consolidado en el poder mágico de una de las chicas: ese amor permite una nueva legitimación del poder de la princesa heredera, ya que la intriga política allí es fundamental. Como en cualquier lenguaje bajo una hegemonía, hay una gran actividad en la producción animada que tensiona el discurso de Disney, al punto de que otras productoras muy grandes a menudo disputan esa centralidad y terminan por favorecer la diversidad del discurso dominante. De todos modos, siempre es interesante ver qué dice Disney respecto de las relaciones de dominación, en particular cuando se trata de una industria que estimula en su público prácticas y hábitos de consumo.
Luego de que la experiencia política de un hombre negro en la Casa Blanca se haya reducido a una caricatura tolerable para el establishment, al fin y al cabo, un buen bailarín y aceptable orador, el lenguaje de la animación se permite una vez más una mirada desde aquella hegemonía sobre la diversidad. Así como Obama fuera oportunamente blanqueado después de explicar su origen keniata, toda diversidad se redujo una vez más a los matices de una ciudadanía global. La representación del otro, sea chino, escocés o maorí, termina por ser una simbolización de la propia (in)tolerancia de la cultura yanqui; la autorización, en suma, de un catálogo de rasgos que permite tener al alcance de la mano la suma de la cultura, viaje relámpago que permite sobrevolar otras culturas (no es descabellado evaluar el interés de las agencias de viajes cada vez que Disney sale a descubrir comunidades). En esta oportunidad podríamos decir que descubre la cultura maorí.
La culpa como una sombra constante en las producciones de Disney permite una reflexión, hasta cierto punto, crítica del peso de un sistema cultural y económico sobre una comunidad “natural” (quizás la princesa Pocahontas, domesticada por el colono John Smith, sea el caso más obsceno, registro acabado del ambiente neoliberal de los 90). En este sentido, en Moana, como una clave novedosa, se experimenta una autonomía mayor respecto de la cultura del espectador al que se dirige, de modo que cuando la extraordinaria expresividad de la animación digital de los protagonistas -que remite, como Rapunzel a Amanda Seyfried, a adolescentes estadounidenses- se produce un cierto extrañamiento, porque la película plantea desde el relato introductorio acerca del semidios Maui un pacto de aceptación de lo maravilloso. De esta manera, así como la culpa limita el despliegue de los personajes, sin por eso defraudar la estructura del viaje de formación y de autoconocimiento de la protagonista, al mismo tiempo hay en esa clave genérica propia de las películas de John Lasseter (aquí productor de la película), un elemento disruptor. En esa inevitable tensión entre la culpa y la maravilla, todo se orienta –cómo no- en favor de la continuidad de una nueva legitimidad política, la de la princesa Moana.
La culpa como un índice argumental es, de todos modos, interesante, así como también es novedosa la figura de Tala, la abuela de Moana, que guarda un secreto acerca del mandato que recibió la niña del mismo mar. Ya no es posible creer en los rituales ni en la transfiguración o mutabilidad del cuerpo, y en esta vinculación entre generaciones hay un registro claro de la culpa sobre la pérdida y abandono de las tradiciones, aunque, como decimos más arriba, no se trate de la tecnología ni del sistema económico sino de la dificultad de vivir bajo el compromiso de lo maravilloso, tal como lo plantea el padre de Moana, el Jefe Tui. El despliegue de lo maravilloso permite, una vez alejada Moana del apacible reino de Moto Nui, la transformación de su carácter y la posibilidad de rivalizar con el orden divino para encarnar un orden natural y restablecer el poder de la diosa de la vida, Te Fiti (el hit We Know the Way acompaña a la princesa en su travesía). En esta ambigüedad entre el restablecimiento del orden y la afirmación de un orden previo reside quizás la riqueza del film número 56 de los estudios Disney.
Moana (EUA, 2016), de Ron Clements, Don Hall, John Musker, Chris Williams, 107′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: