
Juan Ignacio está en Salinas, el pueblo costero de Uruguay donde hace ya muchos años, encontraron el cuerpo de su padre muerto en la playa. Ha venido hablando con los habitantes del lugar, preguntando si recuerdan el episodio. Lo que recupera son apenas algunos detalles no demasiado precisos, recuerdos borroneados por el paso del tiempo. Pero uno de ellos, en lugar de afirmarse en lo que pueda recordar, le devuelve la pregunta, coloca la necesidad de poner en palabras en el otro lado. Le pregunta a Juan Ignacio adónde quiere llegar con sus averiguaciones. Cuál es su objetivo. Y no responde. No parece tener una respuesta.
Esa pregunta sin respuestas atraviesa el documental y se plantea al espectador de manera recurrente. ¿A Juan Ignacio le interesa dilucidar de manera retrospectiva cómo pudo haber muerto su padre, aun sabiendo que la ausencia de una autopsia revela la empresa como imposible (o a lo sumo reducida a lo conjetural)? ¿O el retrato que persigue es el de ese padre al que solo pudo ver vivo en los primeros años de su infancia?
Se puede intuir que hay una necesidad de recuperar esas dos imágenes del padre que surgen difusas en su memoria –o que directamente no existen. Las fotos que recupera del archivo familiar atraviesan los años de juventud, los primeros años de convivencia con su esposa, los años posteriores a la separación: en ellas todavía aparece una gestualidad celebratoria, cálida. Son las fotos de un hombre que está viviendo su vida. Pero en el final, aparece la foto que corona el expediente judicial relacionado con su muerte. En esa foto que nadie vio antes, el cuerpo del padre solo puede serlo desde una serie de rastros que lo identifican: está boca abajo contra la arena, no se ve su cara, no hay signos de violencia. Ese pasaje del padre al cuerpo es lo que hace oscilar el relato a lo largo de su desarrollo.
Esas dos imágenes, que reflejan momentos diferentes, tiene un correlato en la construcción de ese relato que se desprende de lo visual. Juan Ignacio busca la historia de su padre en dos vertientes diferentes. En la primera, recurre a los recuerdos familiares: su madre, su tía, sus primos, recuperan a ese hombre, pero no dejan de repetir una historia ya narrada, como si la imagen hubiera quedado congelada en el pasado. Es un retrato sin demasiados relieves, una cosa que se advierte ya dicha y en la que el hijo parece no querer profundizar: deja que esa familia hable y que hasta manifieste su aversión a revisar algo de ese relato. La decisión original de Alicia de no hacer una autopsia sobre el cuerpo de su ex marido es sintomática: no importan las causas, sino que la muerte, como asunto irremediable requiere cierres, no explicaciones. Incluso hasta puede advertirse en ella cierta incomodidad al revisar esa historia y que la lleva a un discreto enfrentamiento con su hijo (el episodio del dibujo con la carta es la señal más notoria al respecto).
Sin embargo, en eso que quedó en la familia aún hay algo que revela lo que esa historia parece ocultar. No son los objetos que Juan Ignacio organiza en una mesa y que su madre identifica inmediatamente con su ex marido –porque en ella hay un poco de todo. Sino esa vieja grabadora de cinta conservada por el primo de Juan Ignacio y que, por lo que se puede presumir, no ha vuelto a ser utilizada por años. Entre las grabaciones aparece el otro lado de ese hombre muerto: el de quien componía y tocaba en el piano de su casa. Pero es notable que, en ese momento, la búsqueda del hijo se vuelve sobre ella. En una de esas cintas, el padre ha grabado algunas composiciones que pretenden ser retratos de los miembros de esa familia. No hay palabras, sino simplemente música que pretende dar cuenta de la mirada que aquel tenía sobre cada uno de ellos.
La otra vertiente es la que genera el acercamiento a lo novedoso, a esa parte de la historia del padre que la genealogía familiar parece haber dejado a un costado –hasta el punto de minimizarlo cuando se plantea que cuando tocaba el piano no era más que un juego. Un cuaderno establece una primera pista: es un curso de psicomúsica que daba en una escuela técnica uruguaya. Lo que empieza a aparecer en esa búsqueda son elementos que exceden la imagen construida al interior de la familia. Una serie de recortes de diarios que reflejan su actividad, lo llevan a buscar testimonios de quienes lo conocieron en esa faceta. Entonces, otro padre aparece: es uno que se conecta con el otro a través de la música, que establece un enlace con los alumnos a partir de los objetos de uso cotidiano, que se convierte en una suerte de guía que lograba la unidad de los grupos con los que trabajaba. Esas dos imágenes –como las que proveen las fotos- son las que construyen el verdadero relato del personaje. De la misma manera que el final intenta, a partir del hallazgo del expediente, diluir esa bruma que las imágenes explicitaban en el comienzo, sobre lo ocurrido. Juan Ignacio asume en ese final, su miedo a no poder retratarlo bien. En un punto, no termina de advertir que no se trata de eso, sino de entender que un retrato es, en principio, complejo y que lo que hace es, en definitiva, entender que esa complejidad es justamente lo único que puede definirlo.
El retrato de mi padre (Uruguay, 2022). Dirección: Juan Ignacio Fernández Hoppe. Guion: Juan Ignacio Fernández Hoppe, Guillermo Madeiro, Guillermo Rocamora. Fotografía: Juan Ignacio Fernández Hoppe. Edición: Luciana Zilberberg. Duración: 99 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: