Brendan Gleeson es un oso, uno de esos tipos que parecen brutales pero son tiernos, acogedores, las bestias bellas de los cuentos de hadas que se enamoran de bellas que en realidad son bestias, tíos ideales para adolescentes sin padres o con viejos aburridos o demasiado ocupados como para darles bola a los hijos. Uno lo ve y tiene la certeza inmediata de que un tipo como este se la sabe lunga incluso cuando las va de payaso, que no dilapida innecesariamente su energía si no vale la pena, y que siempre la pega cuando decide regular en vez de apretar el acelerador a fondo. Es un cínico -de Diógenes, no del neoliberalismo- cuando hay que serlo y desde dónde tiene sentido serlo, que es cualquier lugar menos el del poder afín al statu quo, como el ladrón de El general, de John Boorman, Robin Hood canchero de suburbio irlandés que parece pater familiae tano, decidido para la acción, más sabio que culto pero no ignorante, nada boludo, inteligente por demás. Tanto que se las arregló para existir más allá de la ficción, para creer en sí mismo de manera tal que el punto de partida le quedó chico y el de llegada nunca fue la legitimidad burguesa, el respeto protocolar, la admiración solemne sino una película dirigida por el director de A quemarropa (Point Blank, 1967), La violencia está en nosotros (Deliverance, 1972) y Excalibur, al que le había afanado la casa tiempo atrás.
Gleeson también es un héroe a su manera, que de profesor de inglés en una secundaria de Dublin mientras actuaba dónde podía pasó a tomar la posta de un Lee Marvin en la filmografía de Boorman, con quien rodó tres películas, le pasó el trapo al pomposo de Daniel Day-Lewis –siempre tan serio, tan Lincoln, tan emperifollado de sombreros con altura de rascacielos- en Pandillas de Nueva York (Martin Scorsese), donde repartía mamporros como ya lo había hecho junto a Mel Gibson en Corazón valiente, enseñándonos a masacrar ingleses a garrotazos (Gleeson podría haber sido Obelix si algo llamado Gerard Depardieu no se hubiera caído en la marmita de poción mágica del cine veinticinco años antes que él) del mismo modo que Asterix y sus galos nos enseñaron a sublimar revueltas contra el imperio y resistir en nuestra aldea banqueteando hasta la madrugada después de amordazar al querido y lastimero bardo. En una de esas jodas debe haber conocido a su compatriota Colin Farrell, con el que se fue de farra a Brujas en una de las mejores películas de la década anterior, In Bruges (2008, de Martin McDonagh, también director de 7 psicópatas), buddy movie noir grotesca pero grotesca del Bosco, surrealista, terrible y melancólica historia de amor entre hombres (de padre a hijo sustitutos, de amigos, de malandras, de lo que sea) y con enanos dignos de Fellini pero verborrágicos como personajes de Tarantino, dolorosa hasta las lágrimas.
Toda buddy movie, vale decir toda película de compañeros, con dúos más o menos cómicos, no deja de ser una película sobre el mito del doble pero sin pretensiones académicas. The Tiger’s Tail, que se apropia de frente aunque sin falsa seriedad del mito, lo tiene haciendo dos personajes que acaban batiéndose a duelo en el desértico espacio ontológico de un río en retirada. Protagonista exclusivo y duplicado de la tercera película filmada a las órdenes de Boorman, no necesitó de Voight, Farrell u Oliver Platt para brillar. Junto a este último -otro gran comediante gordo, compañero de dupla de Stanley Tucci en Los impostores– lo vimos en El cocodrilo (Lake Placid, 1999), pero ¿quién se acuerda de El cocodrilo? Y ¿cuántas chances hay de que quienes no la vieron y la olvidaron le presten a tención cuando la pasen en cable, si es que todavía la pasan? Si no lo hacen van a perderse una de las mejores comedias de fin de siglo, competencia de retruécanos irónicos, agudezas verbales, incorrecciones políticas querendonas, sofisticaciones discursivas y monstruos salidos del nonsense, sólo que en medio de la Colombia británica de Canadá y en las bocas del más grande actor que tiende a pasar desapercibido, Bill “carretera perdida” Pullman, y de Bridget “más adorable revoltosa que nunca” Fonda, entre otros. Hasta el momento, ni el director se dio por enterado de que rodó una obra maestra.
Un par de años después John Boorman le dijo a Gleeson que iba a tener que hacer de algo parecido a un militante político sudamericano borracho, bonachón y decadente en El sastre de Panamá, esa más bien clásica –preciosamente anacrónica en términos estéticos- película de espías -pero sobre todo de actores- en el que el simpático programa de refutación de la reputación de Pierce Brosnan como Bond que este último había encarado por entonces no alcanza a desbaratar el sustancial paternalismo del punto de vista con que un británico tiende a observarlo todo, así se trate de nuestro amigo Boorman. Acaso Gleeson nunca haya estado más cerca de Argentina que entonces, canturreando en pedo una letra de Víctor Heredia mientras toda esperanza de cambio que alguna vez tuviera era ahogada por el quilombo del último carnaval. A comienzos de este siglo cualquier rasgo nacional era un exotismo de esos que usaba John Woo para componer su lírica kitsch descomunal de Misión imposible 2 -más mersa que la grasada hongkonesa de los 80- en la que Gleeson aparece sin que yo recuerde en carácter de qué. Lo mismo me pasa con Inteligencia artificial y Troya, pero es compresible que eso me suceda con esta última porque me fui de la sala antes de la media hora, justo después de ver la flota inverosímil de perfectos y pedorros barquitos digitales perdiéndose en un horizonte sin relieve (creo que llegaban hasta el sol, no había rincón del plano donde no los hubieran dibujado, los diseñadores parecían nenes de jardín de infantes estrenando su primer crayón en todo lo que tuvieran a mano).
Encima, el único cuerpo que mostraron en ese lapso era el del doble de Brad Pitt y los de algunos chongos digitales más, hasta el hartazgo. ¿Y la panza del gordo? Donde Gleeson debió haber estado y no estuvo fue en la biografía de Alejandro Magno filmada por Oliver Stone, gran película divertida si las hay, también protagonizada por Farrell, con quien se debe llevar fenómeno en serio porque incluso lo tiene apalabrado para su debut como director, que sigue posponiéndose. Parece que además de todo esto también hizo un par de películas con Neil Jordan, ¿pero eso a quién le importa?. Y que va a filmar una con Ron Howard que nos importa lo mismo que las que hizo con Jordan si no menos. Ahora hace de cura en una película irlandesa llamada Calvario que sazona abuso con humor escéptico, tristón, no sé si demasiado católica o demasiado cool para mi gusto, pero como me acuerdo mal y pronto de ella prefiero quedarme con la imagen del gran Gleeson barbudo y de sotana bebiendo whisky para no cagarse de frío en esa patria que le vio nacer, que le exige grasa y alcohol para sobrevivir, y que le regaló un “hermano” de congregación al que se le fue la mano cuando Brendan era un pibe, según dijo hace poco en una entrevista. Pero “no fue traumático”, agregó como restándole importancia, no al hecho sino a que fuera él quien tuvo que padecerlo.
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