
Silvia Glocer, en un tramo de El exilio de los músicos (Cherjovsky, 2025), recuerda a su padre. Se detiene en un momento específico de su vida: cuando ella era aún niña, con sus padres y sus tres hermanos viajaron a New York, a encontrarse con los primos que habían emigrado hacia allí. Recuerda, entonces, su extrañeza por ese idioma irreconocible para sus oídos, que no era castellano ni inglés, en el que su padre hablaba con el resto de la familia. Era “el lado oculto de mi viejo”, dice. O peor aún, “era como otra persona que yo no conocía”. Esa incógnita del lado oculto se revelaría con mayor fuerza cuando sus padres le advierten, antes de entrar a la escuela en los años de la dictadura militar, que no debía decir que era judía. El momento de una revelación, de saber lo que no sabía y que el otro naturalizó hasta que las circunstancias obligaron a ponerlo en palabras. El lado oculto del padre era, también, parte de su lado oscuro.
Las narrativas y los personajes suelen tener un lado oculto. A veces es la construcción de una historia oficializada la que omite rasgos, detalles. El resultado suele ser la reducción a la unidimensionalidad, la depreceicación del contexto que le otorgue sentido en relación con otros. La historia personal de una familia judía que escapó de Europa en tiempos del nazismo, adquiere otro volumen, no por la épica personal, sino por la puesta en relación con otras historias que las sitúan como cuestión colectiva, como puede verse, por caso, en los documentales de Poli Martinez Kaplun (en especial Lea y Mira dejan su huella y Las dos Mariette). Pero si en ellas la memoria residía todavía en los protagonistas del hecho con el horror marcado, literalmente, en la piel, aquí se trata de los que pudieron escapar. Los que advertían lo que sobrevendría con el ascenso y la expansión territorial del nazismo y lograron una salida que no admitía retorno (no parece casual que en la mayor parte de los casos no se haya querido regresar nunca a los países de origen). Además, la memoria ahora se encuentra en otro lugar. En el resguardo que hace la generación siguiente, la de los hijos y sobrinos, que salen del atesoramiento personal para contribuir a una narrativa que los coloque en otro lugar.
El recorrido que establece el documental se concentra en un período de dos años. Desde la recuperación que Glocer hace de una cinta que contiene una entrevista que le realizó al violinista Ljarko Spiller, hasta el concierto que en octubre de 2021 le rinde homenaje a un grupo de músicos judíos exiliados en el Centro Cultural Kirchner. En ese lapso, Glocer parece tirar de los hilos que le proveen los entrevistados para ir detrás de la recuperación de la historia de esos músicos que llegaron a la Argentina especialmente a partir de la década del 30 del siglo pasado. En esa sucesión de entrevistas, más que recuperar un estilo y una tradición musical específicos, reconstruye una red de relaciones que parte desde la música como elemento que les permite, en definitiva, escapar del horror y salvar la vida. Lo que se vislumbra en todos los casos es el desamparo en sus tierras de origen y la ausencia de una política en el lugar de destino que los ampare. Lo que les permite ese escape es el nombre que habían logrado construir en Europa y la aparición fortuita -o no tanto, en algunos casos- de contratos para trabajar en Argentina. El Teatro Colón y las orquestas de las radios -en especial la de Radio El Mundo- fueron los refugios en los que recalaron para quedarse y no regresar, para continuar su carrera y su vida.
Un elemento que el documental pone en escena es la idea de la continuidad. Una continuidad de pertenencia, no tanto a lo judío por la adscripción religiosa, sino como permanencia de una cultura que pasó de una generación a la siguiente. Pero también una continuidad de las generaciones en el ámbito de la cultura. Los hijos o sobrinos de los artistas retratados son también artistas, que se mueven entre la danza, la actuación y la música. Herencia doble que el documental no subraya, pero señala cada vez que Glocer se entrevista con ellos. Y que, en definitiva, es lo que permite ese concierto de homenaje. Porque allí están esos herederos, no para escuchar esas músicas del destierro, sino para volver a ponerlas en escena, para actualizarlas como memorias de una cultura y como la muestra del dolor de la partida.
El exilio de los músicos puede parecer un documental apoyado en lo enumerativo. En todo caso, su sistema replica el recorrido de la investigación de Glocer como musicóloga, que derivaría en su libro “Músicas del destierro”. Ese recorrido hecho de una reconstrucción de ese lado oculto de esos personajes -ese que tiene que ver con el origen judío y europeo- ilumina un costado de la música argentina del siglo XX que con los años quedó olvidado. Pero también se advierte la búsqueda de un equilibrio en la elección de los personajes por sus ámbitos de intervención. De la canción popular encarnada en Leibele Schwartz al violín de Spiller; de las orquestas de jazz de Dajos Bela a la danza moderna que traía Otto Werberg; del Victor Schlichter, transformado en famoso compositor de bandas de sonido de películas argentinas a Guillermo Graetzer y su creación del Collegium Musicum; la selección parece cuidada como para reponer no solo lo reiterativo sino lo distintivo. El efecto es más abarcativo: es la comprensión de que esos artistas que se exiliaron en Argentina pertenecían a diferentes ámbitos que se complementaron para sostener, de alguna manera, la cultura judía en la ciudad de Buenos Aires.
El exilio de los músicos (Argentina, 2025). Guion y dirección: Iván Cherjovsky. Fotografía: Gonzalo Martínez. Edición: Gonzalo Martínez Campos, Iván Cherjovsky. Duración: 70 minutos.
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