Los primeros cinco minutos de El asaltante (2007), primer largometraje de Pablo Fendrik, sirven para develar el nombre mismo de la película: un tipo de apellido “Williams”, sesentón más que cincuentón (espléndido Arturo Goetz), de buen porte, buenos modales y cierta elegancia entra en plena mañana a una escuela privada de Buenos Aires -de esas donde se juega al rugby y se practica esgrima según muestran las vitrinas del colegio- a anotar a su hijo para el próximo año escolar. Apenas se decide por pagar la cuota en la oficina de la secretaria, “Williams” saca un arma, reduce a la mujer y la obliga a que le dé la plata de la caja chica que, aparentemente, guarda el dinero de las cuotas. Tiempo después sale con el dinero, escapa, toma un colectivo, baja, deposita el dinero en un banco, entra a un bar, sufre un accidente con una moza, se quema la mano, se va, intenta robar otra escuela privada de las mismas características que la primera, falla, escapa, la moza lo ve, se obsesiona, lo sigue, se cruzan violentamente -confusión, tensión, odio- y, finalmente, “Williams” o como se llame termina volviendo pasado el mediodía a su trabajo; a ese lugar que cierra y resemantiza la película de manera brillante volviendo a El asaltante una verdadera joyita dentro del cine argentino en general más allá de los catálogos festivaleros y los vicios propios del Nuevo Cine Argentino. Y este carácter de joyita, al margen de la gran calidad técnica de la película, radica en que en ningún momento baja línea ideológica de modo frontal, lo que tranquilamente la hubiera transformado -por su final- en un terrible golpe bajo. Por el contrario, más que la causa de los robos a estas escuelas privadas, lo que más curiosidad despierta es el que los comete: saber quién es ese tipo que poco tiene que ver con el palo de la delincuencia (a primera vista) y que elige estos lugares tan particulares para asaltar. Ese “quién” es develado al final pero no por algún tipo de revelación psicológica o humana sino por el rol social que ocupa el personaje. Lo importante, al parecer, y cambiando nuevamente la perspectiva del film, es lo que hace este “quién” y no tanto quién es en realidad; de allí que la virtud enorme de El asaltante consista en mostrar que todo dilema moral o ético que la película pudiera plantear (y resolver) queda pura y exclusivamente del lado del espectador. La película apenas muestra a un “hombre” -del que no se sabe nada salvo su trabajo, y eso en los últimos cinco minutos- que asalta escuelas privadas. La justificación o no de dichos asaltos ya pasa por la subjetividad (¿ideológica?) del espectador. La película, entonces, en la hora y diez minutos que dura, sorprende y, dentro del género policial del cine nacional, deja una marca de originalidad que apenas Fabián Bielinsky y algún que otro director más han podido dejar.
Apenas unos meses después de El asaltante, Fendrik estrena nueva película: La sangre brota (2008). Aquí la apuesta se redobla y esa ambición es bien recibida. Hay más personajes e interacciones: ahora sí la película define a dichos personajes de manera psicológica y, sobre todo, familiar. Un padre (de nuevo, un espléndido Arturo Goetz) tiene 24 horas para enviarle un dinero a su hijo desesperado en los Estados Unidos. Su esposa, la madre del chico, no quiere saber nada con que se lo envíe. Su otro hijo, el hermano, quiere robar y usar ese dinero para comprar drogas, venderlas, ganar mucha más plata y con ella ir a visitar a su hermano. El guión se tensa y se dispersa por momentos en algunas vaguedades pero vuelve siempre a un mismo lugar común: la construcción de un clímax turbio que logre explotar en el final, justificando de alguna manera, una vez más, el título de la película. La idea es ver brotar esa sangre de manera progresiva, catártica. Hay sangre familiar, simbólica, y sangre real, líquida, que debe brotar; que va a brotar según la película vaya acumulando tensiones y situaciones hasta un final irremediable más que sorprendente. Un final, a diferencia de El asaltante, ligeramente esperado o, al menos, imaginado. Fendrik no sorprende con La sangre brota, pero sí consolida una película más arriesgada en términos argumentales que la primera. Muestra, en cierta medida, una transición y un rumbo a tomar en su cine. Corre riesgos y deja entrever que su cine, de alguna manera, está listo para dar un paso más comercial; un paso que, en cierta medida, lo desligue de ese cómodo nido que es el Nuevo Cine Argentino cuando uno es un consagrado dentro del mismo.
Pero, antes de este salto, en el 2010, Fendrik proyecta un corto, La hija del sol, con una extraordinaria Emme haciendo de madre embarazada huyendo a punta de arma de la policía y un siempre efectivo Germán Da Silva representando al taxista desesperado que la ayuda a escapar y a parir. En poco menos de 10 minutos, Fendrik parece hacer una suerte de brillante corolario de su propio cine: personajes perturbadores, misteriosos, clímax en ascenso, delincuencia urbana, violencia, catarsis, virulencia, marginalidad a lo Nuevo Cine Argentino, mucha sangre brotando y familia disfuncional consumándose en el final. El corto es angustiante, violento, vertiginoso y de una textura emocional intensa, por ello puede ser utilizado como un muy buen resumen de lo hecho por Fendrik en sus otras dos películas. Un resumen que, paradójicamente, también muestra a un director que parece haber agotado su caudal argumentativo (¿y estético?) y quiere buscar nuevas perspectivas para su cine. Quizás por este motivo, Fendrik deja pasar un buen tiempo y casi cuatro años después de este corto aparece su nuevo largo. Aparece El ardor (2014).
Ya en el primer párrafo del prólogo de la novela El reino de este mundo (1949), Alejo Carpentier, el cubano, luego de una visita a Haití, comienza un ataque frondoso contra el “fantástico” y el “surrealismo” europeo de la época reclamándole falta de capacidad imaginativa al apelar a cierto exotismo estético muy artificioso para representar el tema de lo “maravilloso” en la literatura y en el arte en general. Para Carpentier, la otrora vanguardia europea no es más que una mala imitación de la cruda realidad americana: la verdadera experiencia “maravillosa” está, de manera natural, en la selva americana. Esta comparación -neo barroco y el gran Juan Rulfo de por medio- dio puntapié y justificación (estética) a toda una generación de artistas, especialmente escritores, que escudaron sus textos detrás del “realismo mágico” y lo “real maravilloso” logrando con ello, entre otros logros, una consolidación de ventas formidable que se prolonga sin atenuantes hasta el día de hoy. Preguntarle, si no, a los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez por la necesidad de crear su antología de cuentos McOndo (1996) o al mismo Juan Forn llamando de forma despectiva “tropicalismo” -en su Buenos aires, Una antología de nueva ficción argentina (1993)- a estos movimientos que, en su momento, dieron origen al famoso Boom de la literatura latinoamericana y que en la actualidad casi anulan -en Estados Unidos principalmente- la capacidad comercial de cualquier escritor sudamericano que no escriba dentro de los cánones de este estilo.
En El ardor, por las dudas, quizás para que esta capacidad comercial no se vea afectada justamente, Fendrik mezcla todo al mismo tiempo consumando un híbrido desconcertante: realismo mágico, real maravilloso, naturalismo y hasta surrealismo todo estructurado bajo el formato de western (¿clásico?). El escenario es la selva misionera, paranaense. Los personajes principales son un grupo de tres cazadores sádicos y despiadados que expropian tierras para terratenientes poderosos, un jaguareté justiciero, un renegado, una hermosa muchacha y su padre, y una suerte de héroe temerario que emerge misteriosamente de las aguas de un río que atraviesa la jungla para ayudar a estos tres últimos a que los tres primeros no les roben su pequeña finca. Los malos son muy malos y los buenos, muy buenos. El problema de la película, más allá de este fácil maniqueísmo, es su verosimilitud. Realmente cuesta mucho “creer” en ese héroe con raro acento (¿mexicano?) que apenas pasa el metro sesenta de altura, pesa como mucho setenta kilos y anda desnudo a lo Rambo (vincha incluida) por la selva poniendo trampas y frustrando los planes de los cazadores a machete limpio. Cuesta mucho más aún “creer” en el jaguareté digital, en su simbolismo y en el argumento simplista (más que simple) con el que la película explica la trayectoria y el destino del héroe. Y cuesta todavía muchísimo más “creer” en este héroe andando en pata por el monte mientras cocina víboras como una suerte de chamán moderno; en los acentos con los que hablan los personajes; en los diálogos siempre solemnes; en el duelo final con el humo y las explosiones al compás de campanadas a lo Leone-Morricone; y sobre todo en el discurso político-ecologista con el que la película intenta hacer una suerte de apología a la lucha de los “sin tierra” y demás movimientos sociales que padecen la expropiación en esas selvas y que Fendrik menciona en los créditos finales a través de la publicidad de páginas webs que hablan del asunto. Cuesta creer en todo esto porque la película parece el calco de una idea más que una idea en sí; es decir, la película pone todo su énfasis en el formato (claramente comercial) que en las formas (principalmente en el guión) y por eso nada atrapa si no que, por el contrario, distancia.
En el ya citado prólogo de El reino de este mundo, Carpentier dice que “lo maravilloso” es una cuestión de fe. Fendrik, en su película, parece querer aspirar a lo mismo. Como en cualquier fe, el problema está en que no emerja como algo natural en el sujeto sino que, por el contrario, aparezca como una obligación a través del dogma, la violencia o la simple manipulación. La verosimilitud (la fe) en El ardor se fagocita y consume en este conflicto: el formato (selva/ tropicalismo/ western/ efectos especiales/ actores muy famosos) pretende “obligar” al espectador a que crea en lo que está viendo sin mayores sustentos que la creencia -en el formato- misma; a que crea en ese héroe que viaja de un lado a otro de la selva siguiendo el rumbo de la corriente del río y ayudando de paso, como un mito, a los campesinos oprimidos por terratenientes brutales, sin mayores explicaciones argumentales que la tragedia familiar que vivió y un epígrafe medio agarrado de los pelos (¿mal guiño al Fitzcarraldo de Herzog?) con el que comienza la película.
Por esta razón, El ardor se transforma casi en una caricatura de sí misma; está más cercana a la parodia de un western que a un western en sí y ahí es donde no se entiende muy bien lo que Fendrik quiso hacer o, mejor dicho, hacia donde hizo mutar su cine, pues de la escuela privada saqueada al rancho saqueado; del asaltante estilo “robin hood” al héroe de metro sesenta con acento mexicano; de la sangre familiar urbana a la sangre familiar selvática; de la local y despampanante Emme a la no menos despampanante e internacional Alice Braga, la cinematografía de Pablo Fendrik pareció dar un salto, un giro; pareció consumar una transición que, no obstante, dispara más interrogantes que certezas pues, en realidad, después de este extraño y fallido híbrido lo interesante va a ser ver la quinta película de Fendrik; ver si vuelve a la urbanidad brutal, sigue en la selva inverosímil o, por el contrario, sorprende y aparece en un lugar totalmente distinto. Por lo pronto, la corriente parece haber cambiado de curso y el tatuaje en la espalda también. Por lo pronto, todo es humo y campanadas. Por lo pronto, la transición Nuevo Cine Argentino – Cine comercial (como en el caso de Trapero) sigue siendo fallida (salvo para Cannes). Por lo pronto, el ardor de esa selva mal quemada puede ser rápidamente olvidado; el guardapolvo blanco del gran Arturo Goetz con la mano ardida, no.
Aquí puede leerse dos textos sobre El ardor.
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