Atención: Se revelan detalles de la resolución del argumento.

Hacer una remake –o una versión basada en otra película- suele ser innecesario. Por lo general, no hay nada nuevo para decir, y si es así, lo mejor es callarse. Pero además, una remake implica un juego peligroso y perverso. Por un lado, se apoya en la versión original (en este caso, en Los muchachos de antes no usaban arsénico de José Martínez Suárez) como una forma de partir de un anclaje sobre un prestigio prestado. Pero, por el otro, directores y productores pretenden que no se comparen las versiones. Los exégetas de turno se amparan en la obviedad: que se trata de dos películas diferentes. Y sí, hasta la Psicosis de Gus Van Sant, con su intento de reproducir plano a plano la original de Hitchcock, era “otra” película. Pero es inevitable. Una vez que se ha estrenado la película, se remite hacia la original. No se trata de jugar el juego de las siete (o más) diferencias, sino de tratar de observar si lo que hay de distinto aporta algo que sostenga a la nueva versión.

El juego es perverso porque la adaptación como criterio, de alguna manera, libera de obligaciones. Un director adapta la obra de otro, y en razón de esa necesidad de diferencia, puede justificar cualquier cosa que se le ocurra. Los problemas empiezan en el punto en el cual el espectador tiene una evidencia (la historia que se cuenta es, a grandes rasgos, similar en ambos casos) y luego surge una constatación a medida que se desarrolla la película (el tono, la cadencia narrativa, los personajes, la adhesión genérica pertenecen a un esquema diferente al original).

La primera diferencia entre El cuento de las comadrejas y Los muchachos de antes no usaban arsénico es la división de la Laura Otamendi original en dos personajes: Francisco (Nicolás Francella) y Bárbara (Clara Lago). Esa separación va de la mano de otro cambio importante: aquí Mara Ordaz (Graciela Borges) no tiene interés en vender la casona, sino que es una “necesidad” que se le impone desde afuera (volver a estar cerca del centro, vivir a solas con su marido no parecen ser cosas que estuviera pensando hacer). Todo el incentivo proviene de los dos jóvenes que aparecen un día en la casa, lo cual implica la duplicidad de la estrategia de seducción. El hombre joven que intenta convencer a la mujer mayor, la joven mujer que convencerá al trío de hombres mayores. Sin embargo, esta estrategia, que funciona a los fines del engaño, deja al final con una endeblez indisimulable. No solo porque en 1975 –año en que se realizó Los muchachos de antes no usaban arsénico– era más sencillo hacer desaparecer un cuerpo sin dejar rastros (y esa es una lectura de época que en la película de Campanella, obviamente, queda obturada por el cambio en la ubicación temporal). También es más sencillo hacer desaparecer un cuerpo que dos. Si en el original, el juego cerraba por la ausencia de lazos familiares de Laura, cuesta creer que se pueda duplicar esa situación a dos personajes. Las huellas que dejan Francisco y Bárbara son palpables y cuesta imaginar que nadie los busque o que se los pueda esconder sin que haya pistas de su recorrido: Campanella parece olvidar que en tiempos hipertecnológicos, los celulares y hasta los autos pueden ser rastreados en sus trayectos. Eso sin hablar que la construcción del engaño sobre Mara está hecha en lugares públicos y con actores contratados. Mientras más personajes secundarios entran en la trama, más forzada se ve la desaparición de los dos personajes, haciendo que el posible verosímil de la historia desaparezca.

La segunda diferencia notable es que Mara forma parte de la confabulación final, cuando la seducción se descubre como engaño. Ese corrimiento está ligado a lo anterior: al no tener Mara intención de vender la casa, su decisión proviene de algo que se impone desde el engaño. El móvil de la película original desaparece, aunque Campanella intenta sostenerlo (artificialmente): si bien la alusión a la amistad de los tres hombres es señalada ( y de hecho, en la resolución se repite con exactitud el diálogo original en que se alude a ella), en los hechos ha dejado de importar. Al entrar Mara como parte del juego, no solo se refuerza el artificio montado -para lo cual, además, se han cambiado las profesiones de dos de los hombres: Norberto Imbert (Oscar Martínez) pasó de ser el médico de la Mara original al director de sus películas y Martín Saravia (Marcos Mundstock) pasó de ser el administrador a ser el guionista-, sino que se pone por delante el engaño compartido. Los lazos se bifurcan y pierden consistencia: Mara y Pedro (Luis Brandoni) van por un lado y Norberto y Martín por otro. La casa y la relación entre ellos pasa a un segundo plano. La comedia ácida que fue originalmente se transforma en comedia romántica y nostálgica, en tanto la relación entre Mara y Pedro asume centralidad en la segunda mitad de la película.

Un tercer cambio importante proviene del espacio en que se desarrollan los sucesos. Martínez Suárez decidió en Los muchachos… focalizarse en la casona, reforzando su carácter espectral (es notable la referencia al cine de terror en la escena en que van a recuperar el brazalete de la hermana muerta), pero también la idea de que los personajes no necesitan nada del afuera, lo cual funcionaba como elemento de desconfianza y rechazo a la invasión de Laura. Campanella, en cambio, sale de la casona. La despoja de cualquier marca del entorno (¿en dónde se encuentra ubicada?¿qué hay cerca de ella?¿cuál es el interés inmobiliario?) y pone en circulación, por contraste, la modernidad que implica el estudio inmobiliario. Saca a Mara para ponerla en contacto con el mundo que ignora (y, de paso, garantizar el descaradísimo doble chivo de una cadena de cafeterías) por su encierro en la casa. Pero ese contraste sirve solo para reafirmar características sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos y para reforzar el esquema del adentro y del afuera, del pasado y el presente. Esa lectura determina la desarticulación del eje que ubicaba en la película original a la amistad de los personajes y la vida compartida en el centro, para desviarse hacia una apuesta al enfrentamiento entre jóvenes y viejos (el cual nunca es intenso, sino como reflejo de una práctica social en la que lo viejo tiende a ser considerado como material de descarte) que se resuelve alrededor del dinero.

El dinero apenas se menciona un par de veces en la película de Martínez Suarez (cuando Laura calcula cuánto se debe de impuestos y en el final cuando admite ser la compradora y señala cuánto puede ganar con esa operación), mientras aquí está puesto en pantalla y como parte de un “negocio” (lo cual también desarma cualquier planteo de disputa generacional: en ese punto se tiene la sensación de que Francisco y Clara hubieran actuado de la misma manera si su contraparte hubieran sido jóvenes como ellos). El dinero, así, funciona como un elemento adicional para los personajes: presentado en un maletín, en fajos prolijamente organizados y en billetes de dólar, no solo ejerce una atracción –la referencia a las formas en que el cine americano ha instituído la visualización del dinero es notoria-, sino que desplaza la motivación original de los personajes. En la original, lo monetario era superfluo y formaba parte de la invasión de ese afuera que era rechazado. Aquí, al correrse la mirada sobre lo invasivo y plantearse desde otro tipo de antinomias, lo externo no es visto como problemático en sí mismo, aún cuando el esquema repite la articulación que se sostiene en todo el cine previo de Campanella (el villano, el enemigo, siempre viene de afuera, es un intruso que irrumpe en la construcción idílica y que no pertenece al núcleo original: el Alejandro de Luna de Avellaneda o el Isidoro Gómez de El secreto de sus ojos).

De allí, las diferencias radicales entre el final de una y otra película. En Los muchachos… se cerraba sobre la imagen de los viejos jugando a las bochas entre las gallinas que ahora andan sueltas por el parque –sin comadrejas que las ataquen-, como un correlato al planteo que hacía uno de los personajes: “Si ustedes desaparecen” dice refiriéndose a Mara y a Laura, “ganamos el derecho a nuestra libertad, a ser felices”. El de Campanella, en verdad, es un poco menos altruista. Ya no nos muestra a los tres hombres juntos, en tanto Pedro no está con sus amigos, sino con Mara. Y Norberto y Martín están jugando al pool y comentando entre ellos qué podrán hacer con el dinero con el cual se quedaron, el cual piensan hacer entrar en un circuito negro. “Tendríamos que entrarlo en el lavado de dinero, en el narcotráfico o en la política”, dice Martín, en una afirmación que tiende a igualar las tres actividades pero que termina diciendo más de quien pone a circular ese dinero que de quien lo recibe.

Es posible entonces arriesgar una teoría. En principio, una película como Los muchachos de antes no usaban arsénico parecía un vehículo ideal para la misoginia que despliega Campanella en sus películas (los personajes femeninos son siempre relegados en la resolución de las tramas, aún cuando ocupen puestos de cierta decisión, como la Irene Menéndez Hastings de El secreto de sus ojos: son, siempre y en primer lugar, objetos de la mirada de los personajes masculinos que resuelven todos los conflictos). Sin embargo, estos son otros tiempos, diferentes a los de 1975. Centrarse de nuevo en la amistad de los tres viejos capaces de cualquier cosa por sostenerla era correr un riesgo. Entonces, ese riesgo –y también, por cierto, la capacidad corrosiva de la película original- se diluye: la villana única se desdobla en dos jóvenes altamente competitivos; Mara es convertida en responsable (¿involuntaria?) de la muerte de su hermana y su mejor amiga y termina formando parte de la estrategia final. La pregunta es, en todo caso, si en ese intento la misoginia no se coló por otro lado: en el hecho de que los hombres aparecen como inocentes que intentan cuidar y proteger los intereses de las mujeres, por ejemplo (hay que pensar que a fin de cuentas, Bárbara se impone sobre Francisco y que es el error de la moza del restaurant lo que pone al descubierto el engaño). O incluso pensar en el final, mucho más cínico que el original, en tanto aquí no está puesto al alcance de la mano ningún antídoto porque de hecho no existe. Los cuatro viejos no solamente han conspirado contra los dos jóvenes, sino que han replicado la metodología, se los hace usar las mismas armas que sus oponentes, lo que los vuelve como ellos.

El cuento de las comadrejas es, por otro lado, la certificación, (por si aún hacía falta, especialmente después de El secreto de sus ojos), de Campanella como un cineasta de lo explícito. Como si la capacidad de sugerencia le estuviera vedada, insiste una y otra vez con explicar cada instancia, mostrando incluso lo que podría –y debería- mantenerse oculto. Lo cual revela una profunda desconfianza hacia la capacidad del espectador, o peor aún: creer que su espectador solo puede aceptar una película pre-digerida. Quizás, más que desconfianza se trate de desprecio. Campanella es como Norberto Imbert en la escena en que se presenta ante la recepcionista de la inmobiliaria: intuye que la chica no conoce quiénes son Mario Soffici o Daniel Tinayre. Como Imbert, Campanella juega con la ignorancia del espectador que posiblemente no sepa quién fue Martínez Suarez –más allá de ser el hermano de Mirtha Legrand- y cómo era la película en la que se está basando. Pensar en el espectador como ignorante le permite correrse de la construcción original y presentar su obra como “novedosa”.

Desconfiar de la capacidad del espectador lo lleva a sentir la “obligación” de explicarlo todo. Y eso incluye: mostrar a Norberto disparándole a la comadreja en el momento en que salta hacia las gallinas; mostrar al espectador la forma en que Francisco construye el engaño sobre Mara en la secuencia del restaurant; incluir sendos flashbacks que ilustran la secuencia de la muerte absurda de las mujeres de Norberto y Martín y el choque que dejó a Pedro en silla de ruedas; construir el enfrentamiento entre Mara y los tres hombres a partir de diálogos hirientes y humillantes. Campanella resuelve todo desde el artificio en el que incurre, como rizando el rizo, cuando dispone alrededor de la actriz retirada a su ex director y a su ex guionista, y cuando en la obviedad de la referencialidad le hace decir a los personajes lo que hará él visualmente (la referencia al fundido a negro, a la posibilidad de un acto más en la historia, a la actuación en el tramo final). Todo lo que es sugerencia en Martínez Suárez, en Campanella está puesto en primer plano y usado a repetición como sistema (la sucesión de chistes fáciles, la repetición del latiguillo con variantes que en la original era un recurso que solo se usaba una vez, para no arruinarlo), como una apelación a lo innecesario que no se reconoce como tal. La comodidad en la que discurre el cine de Campanella como construcción deriva en la estrategia de lo explícito como única forma posible de representación. Mostrarlo todo, ser explícito: no es más que una visión del mundo, que insiste en explicarlo todo para, en definitiva, y la mayor parte de las veces, no decir nada.

Calificación: 4/10

El cuento de las comadrejas (Argentina/España, 2019). Dirección: Juan José Campanella. Guion: Juan José Campanella, Darren Kloomok, Augusto Giustozzi, José Martínez Suárez. Fotografía: Félix Monti. Elenco: Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni, Marcos Mundstock, Clara Lago, Nicolás Francella. Duración: 129 minutos.

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