Ozu nace en Tokio en 1903. A los veinte años ingresa en los estudios Sochiku como transportador de cámaras. Luego trabaja como asistente de dirección y en 1928 dirige La espada de la penitencia, su primera película. Realizó 54 largometrajes, de los cuales sólo se conservan 34. En sus primeros años como director filmó comedias, dramas románticos y policiales, pero luego sus películas terminaron centrándose en las relaciones familiares.
El cine de Ozu pareciera tomarse su tiempo, pareciera no tener ningún tipo de prisa por decir o mostrar algo, incluso por adaptarse a nuevos formatos. Su primera película sonora es de 1936 (Hijo único), y su primera en color aparece recién en 1958 (Flor de equinoccio). Con el correr de las películas, Ozu deja de mover la cámara, elimina los fundidos encadenados y las panorámicas. Jamás va a utilizar flashbacks ni montaje alternado. Va a ubicar su cámara de manera frontal y a veces desde muy abajo con una pequeña inclinación hacia arriba, como si se tratara de un leve contrapicado. También los temas de sus películas van a ir reduciéndose a mínimas variantes: la muerte de los padres, el casamiento de las hijas, el choque entre dos generaciones distintas, etc. Y, sobre todo en su último período, va a trabajar casi siempre con los mismos actores, a los cuales les va a quitar todo tipo de expresión exagerada en sus registros. Ozu se despoja paulatinamente de todo aquello que considera innecesario o inútil, y elige trabajar con una economía de recursos que, lejos de la austeridad, el vacío o la frialdad de la forma, va a convertir a sus películas en piezas únicas, emotivas y llenas de gran profundidad.
Ozu se mostró, desde siempre, como un confeso admirador del cine clásico de Hollywood. Sin embargo, sus películas se alejan de aquel sistema de representación en más de un aspecto. Recurrentemente en sus películas se ponen en crisis algunas convenciones formales que dentro de aquel esquema parecían inalterables. Una de ellas, y quizás la más notoria, es la ruptura del eje: en el modelo clásico, cuando dos personas mantienen un diálogo, la cámara los enfoca siempre del mismo lado, haciendo que uno mire hacia la izquierda y el otro hacia la derecha, generando así la referencia que permita enfrentarlos. Ozu, en cambio, trabaja con el círculo completo. Pone la cámara de un lado y del otro y esto hace que los personajes parezcan estar mirando siempre hacia el mismo lado, o hablando a cámara cuando esta los toma de frente. Ozu lo hace tan frecuentemente en sus películas, que el desconcierto inicial que puede llegar a generar este uso del aparato, termina por volverse natural sin que el hilo de la historia se resienta o pierda veracidad. Y si esto es así, es justamente porque Ozu no pone el foco en este juego de tensiones formales sino en el rigor con el que arma la puesta en escena, y, principalmente, en el ritmo de la narración que es la que hace que lo que en principio puede advertirse como un error, se convierta luego en una manera diferente de construir una historia, tan transparente acaso como las del cine clásico. En Ozu la consistencia de las historias no está dada por el seguimiento que la cámara hace de los personajes sino por el ritmo narrativo que las construye. De hecho, no hay en las películas de Ozu momentos de mayor tensión que otros. No hay planos o escenas que se destaquen por su dramatismo del resto. En Flor de equinoccio la causa del conflicto entre el padre y la hija es el casamiento de ésta; sin embargo, nunca se nos muestra la boda y sí la aceptación del padre hacia el final, cuando lo vemos en un tren yendo a visitar a su hija ya casada. En Ozu, todos los planos tienen el mismo valor, todos los planos importan. Las imágenes respiran siempre igual, siempre a un mismo ritmo, y esa concordancia les permite existir sin anularse unas a otras.
Buenos días, película filmada en 1959, da cuenta de todas las características mencionadas anteriormente. La historia transcurre en un barrio japonés de casas iguales donde las mujeres no salen más que para cruzarse a la casa de la vecina y chusmear, y donde los hombres trabajan todo el día y se juntan a la noche en los bares a beber sake y a contar sus penas. También están los niños, que se aburren en sus casas porque no tienen televisión para ver las peleas de sumo, y hay una pareja joven que se la pasa todo el día en pijamas, tarareando melodías de canciones americanas. De aquí se desprenden varias de las preocupaciones del director, porque las películas de Ozu son absolutamente japonesas: casas japonesas, bares japoneses, personajes japoneses, pero a pesar de esta cualidad distintiva, el director nunca deja de señalar la incorporación paulatina de ciertas costumbres occidentales a la vida cotidiana del Japón moderno y la inquietud que esto despierta en los adultos. En los primeros minutos del film, una de las vecinas le comenta a otra que “la televisión lo vuelve loco”, después de enterarse que su hijo faltó a la clase de inglés para ir a ver la pelea a la casa de la pareja joven. El transcurrir del tiempo y la consecuente modernización no sólo se manifiesta en esos planos de edificios y trenes que el director incluye entre escena y escena (los famosos pillow shots), sino que se hace presente también en esos personajes mayores que viven con dolor y total desconcierto la pérdida irremediable de sus valores y tradiciones, asistiendo al fin de una época que avanza velozmente hacia la rutina obligada del trabajo, dejando de lado a aquellos que considera improductivos. En un tramo del film, el señor Hayashi encuentra en el bar al señor Tomizawa completamente ebrio y apagado, lamentándose por la situación en la que se encuentra ahora que lo han jubilado: “…durante 30 años, lloviera o hiciera sol…todo fue inútil”, dice y agacha su cabeza.
Sin embargo, Ozu jamás se propone juzgar o emitir opinión alguna sobre determinada situación. Simplemente se dedica a mostrar el inexorable devenir del tiempo y el deseo de aquellos que alguna vez pretendieron vivir mejor, en el caso de los adultos, y aquellos que pretenden vivir por lo menos diferente, en el caso de los niños. Y aquí entramos en otro punto clave de la filmografía del director, que es el de la niñez. Para Ozu la niñez es el momento de la rebeldía, el momento en que los niños y los jóvenes les hacen sentir a los mayores sus inquietudes y reclamos al tiempo que también le señalan sus propios defectos. En este aspecto, Buenos días es un gran ejemplo: “me aburro”, grita Minoru (uno de los niños de la familia Hayashi) junto a su hermano menor Izamu, y acusa de tacaña a su madre por no querer comprarles un televisor. “Se lo diré a tu padre”, responde la madre, a lo que Minoru dice “no importa, no tengo miedo”. Inmediatamente después llega el padre y la madre lo pone al tanto. Minoru insiste: “cómpranos una”, “cállate”, dice su padre, “hablas demasiado para ser un niño”, “estás hablando demasiado”; Minoru lo enfrenta: “hola, buenos días, buenas tardes, un día precioso, ¿adónde va?, vamos tirando, ¡no me diga!”; “los adultos también hablan mucho”, dice Minoru. Luego de este diálogo, el chico y su hermano deciden callar durante días y no dirigirle la palabra a nadie, ni siquiera en el colegio. Con esta escena, Ozu no sólo muestra la rebeldía infantil sino que también pone en cuestión el choque generacional y los distintos puntos de vista que suelen darse en sus películas. El padre de Minoru se opone a comprarle la televisión a su hijo porque alguien dijo que la tele produciría cien millones de idiotas, “Acabaremos todos atontados”, dice. Pero previamente a esta frase, vemos a la tía de los niños conversando con el profesor de inglés sobre los dichos de Minoru. El profesor dice que “es algo necesario, sería un mundo muy aburrido si no lo hiciéramos”, cuando en realidad son los niños los que ven ese mundo lleno de palabras intrascendentes y vacías como algo aburrido. De hecho, en una escena posterior, la tía y el profesor se encuentran en la estación de tren y, al no saber bien qué decir, comienzan a hablar sobre el estado del tiempo, pronunciando las mismas palabras que Minoru le dijo a su padre en la discusión.
El choque generacional y la incomunicación entre las mismas es otro de los temas que Ozu aborda en la última etapa de su carrera. En Cuentos de Tokio (1953) vemos a una pareja de ancianos yendo a visitar a sus hijos, pero estos no tienen tiempo para atenderlos y mucho menos para escucharlos. Algo de esto sucede también en Las hermanas Munakata (1950), y por supuesto en Buenos días, con la diferencia de que aquí son los mayores los que parecen no escuchar los reclamos de los niños.
Finalmente, y al igual que lo que sucede en Flor de equinoccio con el casamiento de la hija, el señor Hayashi termina comprándoles el televisor a Minoru e Isamu, en lo que puede entenderse tanto un acceso/resignación al pedido de sus hijos, como la aceptación de un mundo que se evidencia muy distinto del que él conoció. La frase final de Minoru lo dice todo: “¡Qué suerte, ahora también podremos ver béisbol!”.
El cine de Ozu es uno de los menos previsibles que hay. Y esto tiene que ver con el juego constante que hace el director con los recursos que el cine le permite. Nunca podemos saber qué es lo que viene, nunca podemos decir que va a pasar esto o lo otro. Sus películas, lejos de apartarse u oponerse a las reglas de un sistema narrativo férreo, aparentemente inalterable, abrieron las posibilidades del cine, aportaron un método y un camino para la experimentación. En Ozu conviven tanto el clasicismo como la modernidad, y es esta característica lo que hace que cada minuto de sus películas valga la pena. En ninguna de ellas hay escenas extraordinarias que se distingan del resto, cada plano, cada imagen, es igual de importante que las otras, y la emoción que uno siente al verlas, el sentimiento de familiaridad que se genera, tiene que ver con esta equivalencia y con esta forma de mostrar las cosas del modo más simple posible. Ya lo decía Howard Hawks, entrevistado por Peter Bogdanovich para Who the devil made it: “Lo mejor que uno puede hacer es contar la historia como si la estuviera viendo en ese momento. Contarla desde los propios ojos”. Wim Wenders es otro de los directores que se mostró fascinado por los procedimientos de Ozu: “Si solamente uno pudiera filmar así, como quien abre los ojos. Solamente mirar, sin querer demostrar nada…”.
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Es muy interesante lo que mencionas sobre la igualdad de valores en los planos. pasa algo similar en las novelas de Dostoievski, quien no se destaca por párrafos formidables, sino que como Ozu, crean la diferencia que los define dentro de la totalidad, y no por fuera de ella. Así mismo algo en esto me recuerda a la definición del Tao, que dice que el tao no puede ser definido, que deja de ser una vez que es definido. Saludos!