“Mirar una película es compararla con otra”, dijo Godard por ahí. Y por acá creemos que tiene razón. Sobre todo hoy, que el cine nos lleva más de un siglo de ventaja y que ya sabemos que no vamos a contar con el tiempo suficiente para ver todas las películas que quisiéramos ni para leer todos los libros que nos interesan. Llegamos tarde. Y si hubiésemos llegado temprano, si hubiésemos estado ahí, cuando los hermanos Lumière presentaron el cinematógrafo al mundo allá por 1895 en un café de París, luego hubiésemos tenido que convivir aceptando la certeza de la muerte y el hecho de que las películas seguirían haciéndose cuando nosotros ya no estemos, algo que de todos modos va a ocurrir, más temprano o más tarde.

Entonces no nos queda otra que aceptar ese destino trágico y elegir. Pero ocurre que muchas veces esa comparación de la que habla Godard es meramente superficial. Ocurre que se escribe mucho -la tecnología ha permitido una gran proliferación de sitios especializados, así como la posibilidad de que cada vez se hagan más películas, lo que en principio es una buena noticia-, pero la mayoría de las veces los textos dialogan consigo mismos o giran alrededor de la película en cuestión. Rara vez se establece una confrontación, rara vez se va más allá del antecedente inmediato que las propias películas reconocen. Rara vez se construye un puente para luego quemarlo. Solemos elogiar o denostar las películas por lo que son en sí, nunca por la posibilidad que pueden llegar a representar como contrapropuesta a un paradigma determinado. Y de ese modo caemos apenas en el señalamiento de lo bueno y lo malo según nuestro parecer. Una evaluación moral que no aporta nada. La sentencia de Godard, aunque hoy parezca obvia, apunta a establecer un diálogo. Pero para que ese diálogo suceda es necesario armarse y tomar a las películas que nos importan como estandartes, como banderas que deben ser defendidas. Hay que tomar partido, hay que elegir de qué lado estar. Basta de tibieza o de hacerse los boludos, basta del “son lo mismo” o el “yo no soy de izquierda ni de derecha”. Ok, sos de derecha. Decilo y ya. Nada de caballerosidad, nada de buenos términos o cordialidad. El diálogo será a punta de lanza o pistola o no será.

El año que termina, como siempre, tuvo sus momentos de buen cine y tuvo otros donde no había demasiado que ver, pero uno de los pasajes más interesantes fue aquel donde la cartelera estuvo ocupada por películas tan distantes en sus postulados formales y estéticos que no hubo mejor ocasión para establecer un panorama y decidir dónde pararse. Entre los meses de julio y septiembre se estrenaron Esa mujer, de Jia Zhang-Ke, Había una vez… en Hollywood, de Tarantino, It 2, de Andrés Muschietti y Yesterday, de Danny Boyle, entre otras, por supuesto. Antes, entre enero y junio, tuvimos maravillas como La mula, de Eastwood, Dolor y gloria, de Almodóvar y la pavada hermosa de John Wick 3, de Stahelski, meta tiro, patada y piña, que se vuelve más hermosa aun cuando recordamos -o la película lo hace por nosotros- que el origen de la historia tiene que ver con la muerte del perro del protagonista y que la referencia explícita desde el comienzo es Buster Keaton, cine físico si los hay, cine hecho con el cuerpo, que irrumpe en la ciudad, en medio de pantallas led y luces de neón para que luego veamos cómo Keanu Reeves recupera el sentido lúdico de ese mundo perdido encontrándole a cada elemento de la puesta en escena una utilidad extra que difiere en todo de su función original. Eso hacía Keaton en sus películas: utilizaba tortillas para tapar agujeros en la pared, raquetas de tenis para freír pescados. De hecho, la leyenda que precede al personaje de Reeves es la de haber matado a tres hombres en un bar utilizando un lápiz como única arma. Pero Stahelski, además, hace algo que tampoco se corresponde con el común denominador de las películas de acción, al menos de los últimos años: ya sabemos que en cada lugar donde Wick aparezca se va a pudrir todo, pero lo que no esperamos es que cada una de esas escenas se prolongue lo suficiente como para que la situación opere por su sentido del absurdo y no por la lógica de la tensión. Es decir, unas escenas de acción que terminan derivando hacia la comedia, una serie de masacres que se vuelven un chiste, una incorrección, donde el cine funciona como sistema defectuoso gracias a la repetición y a la extensión del tiempo.

Pero si John Wick 3 es la pavada hermosa del año, It 2 y Yesterday son pavadas de las otras, de las peligrosas. Porque detrás de esa aparente simpatía, ambas películas esconden un mensaje atroz, reaccionario como pocos, signo de los tiempos que perfectamente pueden ser aplicados a la coyuntura local. Muschietti empieza su película con el asesinato de un chico gay, es decir, empieza planteando un mundo hostil para ese personaje, pero luego, cuando pensamos que de algún modo va a corregir esa injusticia o que decidió empezar la historia así para finalmente pararse en la vereda opuesta, termina alineándose con la idea inicial, que no es otra que la del odio y el desprecio por lo distinto, por lo heterogéneo: los protagonistas encuentran la forma de derrotar al payaso utilizando esa condición de modo denigrante y peyorativo: ¡Payaso!, le gritan para empequeñecerlo. Antes de ese final, y para que no queden dudas del mensaje, hay un rezo colectivo que propone olvidar el pasado. A los protagonistas se les borran las marcas mágica… perdón, digitalmente. Muschietti elimina todo rasgo distintivo, toda señal que pueda decirnos algo de esas personas en pos de las chucherías tecnológicas. Cada escena la resuelve así, con un artilugio digital que le ahorra tener que pensar las imágenes y poner el cuerpo. Su Pennywise es plano, chato, finito. Si en algún momento mete miedo, es porque el director lo induce, lo impone haciéndolo grande, nos lo mete en los ojos a la fuerza. El terror en It 2 no es un tono, es una conducta obligada. La referencia a Pesadilla 5 sirve apenas para ubicar a la película en un tiempo determinado, nunca como modelo de un terror artesanal a seguir. Pero Muschietti se da todos los gustos. Además de hacerse presente en un par de planos para decir acá estoy yo, esta es mi película, nos pone a Stephen King en pantalla tomando un mate que tiene tallado el escudo de Independiente. Ahí ocurren dos cosas. La primera es obvia: el director es argentino y es hincha del Rojo; la segunda confirma el capricho, porque es muy probable que King no tenga idea de lo que significa el club de Avellaneda y porque, sobre todo, es muy probable que le importe un carajo el mate y el fútbol. Distinto, si queremos pensar un contraejemplo, es lo que ocurre con Viggo Mortensen y su amor por San Lorenzo, porque el tipo le metió los colores del Ciclón a Matt Ross en Capitán Fantástico y a Peter Farrelly en Green Book, pero también se los metió a Brian De Palma en Carlito’s Way y a Lisandro Alonso en Jauja, y habría que revisar si no se los enchufó a Cronenberg, también. Como sea, en ese caso estamos más cerca de hablar de un «actor autor» y no de un tipo que se quiere dar un gusto personal.

Y no nos olvidemos de Doctor sueño, que no es el mal en un sentido ideológico pero que aun así está cerca de la de Muschietti en cuanto al uso de los recursos digitales. Una escena nos basta como ejemplo: en su retorno al Overlook, el niño traumado de El resplandor, que ahora es grande, utiliza las trampas psicológicas que guarda el hotel para engañar a la mujer que los persigue y los quiere eliminar, una tal Rose the Hat. Una de esas trampas es la del ascensor lleno de sangre que se nos viene encima. Cuando la mujer entra y se ve metida en esa situación, enseguida gira la cabeza a un lado y al otro, como diciendo no, conmigo no, acá no hay nada. Y claro que no hay nada. No hay ascensor ni sangre, las paredes ya están manchadas de antemano, ya están hechas, digamos. Es una escena prefabricada, cero riesgo, cero peso. Apenas una pantalla verde, camuflada de escenario tenebroso y desechada rápidamente por la propia naturaleza de la película, que va en consonancia con la mayoría del cine mainstream que produce Hollywood hoy en día. Un cine perezoso, anémico, descartable. Todo lo contrario a lo que hizo Kubrick en su momento con la misma escena, donde no solo llenó el ascensor de ese líquido espeso que simulaba la sangre, porque ni siquiera era rojo, sino que abandonó el set después de encuadrar la imagen por temor a que la cosa salga mal y que todo terminara en un desastre. El detalle está en las paredes, que se manchan aleatoriamente en la escena de El resplandor, dando cuenta de la imposibilidad de controlar lo incontrolable, y que ya aparecen marcadas en Doctor sueño. El panorama parece estar claro: Hollywood recupera los clásicos pero al mismo tiempo los vacía de todo lo que los hizo clásicos. Les quita lo icónico, lo que los hizo imperecederos, y nos deja la cáscara de la nostalgia como recuerdo efímero.

2019 debe ser el primer año en que el cine maltrata a Stephen King por partida doble.

Yesterday, como decíamos, es la otra pavada peligrosa. La película de Danny Boyle también es aplicable a nuestro contexto. La cosa es así: un apagón gigante hace que el mundo, entre otras cosas, olvide a los Beatles. Por qué ocurre, nunca lo sabemos. No importa, aceptemos que es así y listo. Hasta ahí todo bien, todo simpático, una idea novedosa. El peligro viene después, porque Yesterday trata de un pibe que hace pasar por nuevo algo que ya estaba hecho hace mucho y bien, inmejorable, casi, pero que cuando se da cuenta de que la situación se le puede escapar de las manos, termina por reconocer que se equivocó, que las canciones no son de él, que no sabe por qué lo hizo y bla, bla, bla. Finalmente pide perdón y listo. Todos contentos. Mientras tanto, hay un montón de gente que ya pagó la entrada y compró sus discos. O sea, Yesterday trata de un tipo que se hace el vivo y el copado pero que en el fondo es un garca que le afana la guita a la gente. Conclusión inesperada: Quién hubiera dicho que la película representativa del macrismo iba a llegar este año desde Inglaterra.

Hay que prestarle atención a estas cosas, que parecen pavadas pero no lo son. Porque en su aparente simpatía, en su aparente condición de mero entretenimiento el mensaje se cuela y después, cuando lo descubrimos, ya es tarde. Endgame se llama la del guantelete que mata a Iron Man, y se estrenó en 700 de las 900 salas que hay en el país. ¡Endgame! Ahí sí que no hay mensaje encriptado que valga. Nos lo están gritando en la cara directamente.

Entonces, ante este paisaje muchas veces desolador, ante este cine careta y garca, se hace necesario aferrarse a las películas que aún resisten, que aún asumen riesgos, que siguen haciendo del cine una tierra fecunda e inexplorada y que intentan, al menos, generar un tipo de espectador distinto, un tipo de mirada que no se contente con la belleza cómoda. Ahí está, por ejemplo, el Guasón de Todd Phillips, que por supuesto no está a la altura de El rey de la comedia ni de Taxi Driver, sus referencias más notables, pero que tiene al menos dos gestos valorables: el primero de ellos es la confirmación de lo que podríamos denominar el plano Phoenix, que es aquel donde el actor, sea el personaje que sea, contempla desde un tren, un colectivo o un auto el mundo a su alrededor: la cámara se posa sobre su cara; el límite, o el caos, nos son mostrados antes. En Los amantes, de James Gray, Phoenix contemplaba desde una limusina el ambiente social al que jamás accedería. El móvil, en ese caso, era su límite; la ciudad, su imposiblidad de ser otro. En Guasón, en cambio, su personaje actúa como creador, su mirada es la del artista gozando con su propia obra: “¿No es hermoso?”, le dice a los policías que se lo llevan en un patrullero mientras le señalan el desastre que ha provocado en las calles. La escena recuerda a otra que sucede en Crash, de Cronenberg, y que es aquella donde el personaje interpretado por Elias Koteas se queda extasiado cuando se encuentra con el accidente en la ruta, llena de autos destrozados y cuerpos ensangrentados: “Es una obra de arte, es absolutamente una obra de arte”, le dice a James Spader, a quien momentos antes le había dejado en claro que para él una colisión entre autos es un evento más bien fecundo antes que destructivo, una liberación de energía sexual. Que eso es el futuro y que Spader ya es parte de él, le dice. Lo notable de la película de Cronenberg es que, aun reconociéndose futurista, y aun sin tener que precisar un tiempo histórico, encuentra en el acto fundante de la colisión la construcción de un futuro que no tiene más que antecedentes reales: los accidentes de James Dean y de Jayne Mansfield son recreados en la película para confirmar que el pasado no solo es lo único que nos queda sino que es lo único que nos invita al movimiento y a la aventura. La escena concluye con Koteas llegando al sumun de la excitación cuando encuentra a su amigo muerto, travestido como Mansfield, peluca y perrito -también muerto- incluidos: “No me esperaste”, susurra casi para sí mismo.

Y es ahí cuando entendemos que ese tipo miradas son las que debemos rescatar desde la cinefilia. Una mirada alejada de toda previsibilidad, de toda complacencia. Una mirada alejada del lugar seguro, de la puesta a salvo. Una mirada que resista el parpadeo aun cuando sienta la navaja cerca.

El otro gran gesto del Guasón de Phillips es el de corregir el nihilismo del Joker de Nolan, de quien se decía que solo quería ver el mundo arder como única argumentación de su accionar. Otra forma de la pereza, otro facilismo, otra careteada, como la voz gastada del Batman interpretado por Bale, que recién comprendemos en la siguiente película de la saga, El caballero de la noche asciende, cuando lo vemos tirarse contra el pueblo, poniéndose a reprimir codo a codo junto a la policía. El Guasón de Phillips podrá ser ingenuo por momentos o solemne en otros, pero al menos intenta politizar su estética y su mirada sobre el mundo. Y eso lo acerca, aunque no lo parezca, al Guasón interpretado por Jack Nicholson en la película de Burton. La escena es conocida pero aun así contiene un detalle fundamental: el villano irrumpe en el museo de arte de Gotham al ritmo de la música de Prince, los miembros de su banda empiezan a arrojarle pintura y a tajear los cuadros de Degas y de Vermeer, pero hay uno que queda intacto: “Este me gusta así como está”, dice Nicholson. El cuadro que salva es del pintor irlandés Francis Bacon y se llama ni más ni menos que «Figura con carne», donde un hombre de aspecto horrible es secundado por dos medias reses que cuelgan detrás suyo como si fueran alas. El gesto es total, además de que debe ser uno de los pocos momentos donde Burton abandona la nostalgia darkie de su cine para otorgarle un sentido político a uno de sus personajes. Ahí tenemos, otra vez, una mirada fascinada con el espanto, que es al mismo tiempo una mirada fascinada con lo palpable del cuerpo, con la carne.

Sigamos con los ejemplos de la resistencia: Tarantino y Había una vez… en Hollywood, Llinás y La flor, Eastwood y La mula, Jia y Esa mujer. Son todas películas donde el viaje y el riesgo de perderlo todo es proporcional al de la aventura y el milagro: “La clave está en no establecerse, en no necesitar a nadie ni nada. Hay que saber cuándo irse. Cuando ellos parpadean, vos ya te fuiste. La clave, muñeca, es estar siempre listo para perderlo todo de un golpe. Nunca te olvides de eso, porque eso es lo que te va a pasar”, le decía el Viejo a Lola Gallo en una de las tantas «historias extraordinarias» que Llinás filmó en 2008. Son, todas estas, películas que hacen del equívoco y la incorrección una oportunidad para la reescritura.

Entonces ahí está Pitt, que va y viene en el auto, que es un desocupado, que no hace nada y que a su vez hace de todo. Un supuesto femicida que termina salvando, con la ayuda de su perra, a la chica importante de la historia, aunque ésta nunca se entere. Entonces ahí está Rescue by Rover (Cecil Hepworth, 1905), que aparece como referencia oculta de la película de Tarantino. Porque allí también un perro es el héroe de la historia, y porque allí también se muestra el ir y venir de ese perro. Lo genial es que Tarantino rescata un cine que todavía no era cine, que no había aprendido a narrar (nadie filmaría hoy esas idas y vueltas), según los cánones que se han encargado de legitimarlo como tal, y lo incorpora a su historia para invertir de ese modo la lógica moderna del tiempo como interrupción: pareciera que no pasa nada, pero en realidad pasa de todo. Y pasa tanto que, cuando nos damos cuenta, ya es tarde, ya estamos adentro y bailamos y vamos al cine con Sharon, con las patas sucias, con la felicidad de sabernos aquí y ahora. Ahí tenemos otra inversión, que Tarantino seguramente desconoce pero que resulta conveniente señalar, porque mientras los Babasónicos mandan a Sharon Tate al infierno, en esa canción notable de un disco notable (Babasónica, 1997, donde Mariano Domínguez canta que «Lucifer la espera», que Sharon «viaja intoxicada»), Quentin la eleva al cielo de entrada y luego le concede el paraíso. La Sharon Tate de Margot Robbie es el personaje lúcido de la película, es el único que vive el presente sin preocuparse por el futuro. Canta, baila, compra libros y va al cine. A diferencia de la canción, que toma el mito de la actriz y lo reproduce al modo sensacionalista, la película desarma ese mito para crear uno nuevo. Entonces acá es cuando nos preguntamos qué vio la cronista que increpó a Tarantino en Cannes por el tratamiento que éste le dio al personaje de Robbie. ¿No vio la de Boyle y lo pavote que es el personaje femenino en Yesterday? Las preguntas, en todo caso, había que hacerlas ahí, no acá.

Pero ya que estamos con las idas y vueltas, con el ir y venir de animales y humanos, ahí tenemos a la mula de Eastwood, película y personaje, que va y viene llevando falopa de un lado a otro, pero que en el medio se hace tiempo para bailar, para coger y hasta para darle una mano al tipo que quedó varado en la ruta. Un cine humano, hecho de desaciertos. Un cine compañero. La clave es esa, justamente: lo que se hace con el tiempo. La extensión de estas películas (Había una vez… dura dos horas cuarenta; La flor, catorce; John Wick 3, dos horas diez; Esa mujer, dos horas quince; La mula, casi dos horas) está lejos está de la provocación efímera o el capricho adolescente y pavo, tal como ocurre con las de Muschietti, Boyle o Flanagan. Más bien sucede todo lo contrario: con La flor, la película más cercana a la de Tarantino, Llinás reivindica el derecho a perderse (capítulo 4) y a no tener que justificar sí o sí la ficción (capítulos 1 y 2). Con La mula, Eastwood nos recuerda que el cine se sigue haciendo con personas y no con hologramas o espectros. Con personas que se equivocan, claro, que cometen errores -nunca se intenta justificar lo ausente que el protagonista estuvo como padre-, pero que están vivas. Con Esa mujer, Jia Zhang-Ke parece decirnos que si la China comunista que el ama ya no es -ni será- lo que solía ser, él, y sus personajes, van a hacer el duelo tomándose el tiempo que haga falta para despedirse.

No son muchas las películas donde podemos encontrar estos gestos anacrónicos y sentirnos convocados por la inmanencia que desprenden sus imágenes. No son muchas las películas que nos invitan a vivir en ellas, y es por esta misma razón que resulta necesario defenderlas contra todos los males de este mundo. Urge defenderlas. Urge defender este cine que opera en el sentido contrario a las formas canónicas que le han dado prestigio. Urge defender este cine que desnarra, no en un sentido rupturista y moderno sino en su carácter amateur y callejero. Urge defender este cine que atenta contra el “arte”, que prefiere lo deshecho y los desechos por sobre las obras depuradas. Hay que defender este cine a contramano de la velocidad del tiempo, que hace de la lentitud y la prolongación un acto revolucionario. Un cine a la Byung-Chul Han, digamos, que en vez de olvidar el pasado para que todos podamos vivir en armonía y en paz con el universo, elija aferrarse a él con la torpeza propia de los que aman.

Volvamos allí, entonces, de una vez y para siempre.

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