En su discurso, Bárbaro propone los temas en boga del terror estadounidense actual -tales como la violencia sistemática hacia la comunidad afroamericana, los abusos sexuales, la opresión a la mujer-, abrazando la tendencia de esta última década de un género que se aboca a la humanización de los monstruos donde, además, la tradición gótica del género está presente como un terreno seguro que será subvertido. Zach Cregger plantea todo esto sin perder de vista la función del espectador, lo que lo diferencia del mal llamado “terror elevado” que busca dignificarse en los temas importantes relegando su función como aparato no solo ideológico sino también de entretenimiento.
La cámara emerge de las profundidades de una alcantarilla para quedarse estática mirando la casa en sombras, iluminada únicamente por una pequeña lamparita que no llega a atenuar lo oscuro del lugar, cuya figura de amarillo chillón se recorta contra un fondo tormentoso y desentona con el ambiente. La incomodidad se presenta ya desde lo plástico de la imagen y desde una cámara que posiciona al espectador en el punto de vista de alguien que emerge desde una profundidad que, luego sabremos, es habitáculo de bestias. Pero en esta reversión del gótico clásico, el cuento de casas embrujadas se despega del imaginario de la literatura del siglo XIX para presentar monstruos que no nos son ajenos, sino que por el contrario son una otredad tan cercana que las identificaciones calan hondamente en el espectador. Lo que en el cine clásico se manifestaba como una monstruosidad simbólica ha devenido en imagen real de un mundo degradado. Es así que el recorrido del descenso de los protagonistas hacia ese infierno es bien terrenal, donde el abismo hacia las profundidades de la monstruosidad nos devuelve especularmente la imagen de la propia humanidad corrompida.
Esta corrupción cala en las relaciones humanas todas: en la socialización con el prójimo y en especial en las relaciones de pareja, factor ríspido que se pone de manifiesto desde la primera escena de la película en la que la protagonista, Tess (una gran Georgina Campbell), discute con su pareja por teléfono y teme adentrarse a la casa donde mora un extraño. Esta situación inicial es el primero de tres segmentos bien diferenciados –con un marcado giro hitchcockiano al comienzo de la segunda parte-,que van ahondando cada vez más en los subsuelos del suceso, de aquello que pasa en ese lugar maldito que en todo momento pone a los personajes en una situación de vulnerabilidad y se complementa con la imposibilidad de no ser atrapado en espacios cada vez más extraños y cada vez más angostos, dominados por la absoluta oscuridad. A esta situación se le suma la indefinición para determinar desde dónde viene el peligro: en la primera parte se juega especialmente con el devaneo entre el afuera y el adentro, entre lo visible y lo sugerido, entre lo real y lo probable, para luego determinar que viene desde abajo, lugar donde el Mal termina de encarnarse en formas más definidas y determinantes para completar un universo donde todo ambiente se muestra potencialmente amenazante. Esa casa tipo esconde la aberración que se ha negado a ponerse manifiesto en una superficie social que es pura apariencia. Una apariencia que comienza a develarse en su putrefacción.
Hija de su tiempo, Bárbaro no escapa al contexto del #MeToo ni del Black Lives Matter. En la tercera parte cae con todo su peso el abuso sexual como causa de ese horror que amenaza a toda la comunidad y resulta clave la escena en la que unos policías desestiman y amenazan a la protagonista asumiendo que está bajo la influencia de estupefacientes por su etnia y por el contexto geográfico de clase baja en el que se encuentra. El acierto de Clegger es no supeditar la forma al tema, a diferencia de recientes películas del género tales como Us (Jordan Peele, 2019) y la nueva Candyman (Nia DaCosta, 2021), por citar algunos ejemplos. En Bárbaro las denuncias están ahí, pero jamás se pierde de vista la intención de generar un juego con el espectador, a quien se le lleva poco a poco a adentrarse más y más en ese abismo truculento que sufren los personajes para abandonarlo, una vez allí, a la indecisión ética de ponerse del lado de la protagonista o del asesino que es, a su vez, víctima de un mal mayor: el abuso sexual y el incesto.
Se presenta entonces esta tendencia de humanización del monstruo: el asesino tiene aspectos que generan empatía con el espectador y con la protagonista, dejando como otredades absolutas a los hombres que ejercen violencia -concretamente sexual-, porque el monstruo es al fin y al cabo una madre producto de esa aberración. Una tendencia que aparece especialmente en remakes, secuelas y recuelas de clásicos del género para mostrar a sus bestias desde una posibilidad empática. Tendencia que empieza a manifestarse en estrenos tales como X (Ti West, 2022), donde se regala al asesino el tiempo necesario para poner en pantalla su historia y los motivos que le llevaron a actuar de esa manera. Esta decisión pone al espectador en el debate de cuestiones morales y es además una declaración política que establece que todos tienen sus motivos y que, como decía Norman Bates y citaba Billy Loomis, “Todos enloquecemos a veces” porque el Mal es siempre social.
Esta serie de declaraciones que propone Clegger y que parecieran a vista de pájaro pomposas, no le impiden generar una gama de situaciones que incluyen al espectador, le hacen partícipe y lo buscan como ente activo. Este juego se da en base a la desconfianza y a la dubitación que corresponde a quien no está seguro de qué conoce de los personajes, dónde se intenta anclar en un cuerpo las concepciones del Bien y el Mal que se tornan indiscernibles porque todo parece ser un juego de apariencias. Es así que la película parte desde lo que el espectador tiene preconcebido sobre los actores para realizar inversiones del star system: Skarsgård, ex payaso asesino con sonrisa sádica en It (Andrés Muschietti, 2017) es un hombre que se presenta por demás amable, mientras que Justin Long, ex víctima de Jeepers Creepers (Victor Salva, 2001), se aleja del papel de cordero degollado. Esto es así porque el guionista y director tiene siempre presente la mirada del espectador para planificar sus giros, para plantearle lugares comunes y desestimarlos en su rostro.
Esto también le permite ir jugando con cuestiones genéricas que ya no se encuentran fijadas, sino que se presentan como estructuras móviles dispuestas al cambio: thriller, slasher y gore se presentan en sustituciones complementarias para dar el acabado formal dinámico que mantiene la atención y el desconcierto del espectador.
Calificación: 10/10
Bárbaro (EUA, 2022). Guion y dirección: Zach Cregger. Fotografía: Zach Kuperstein. Edición: Joe Murphy. Elenco: Georgina Campbell, Bill Skarsgård, Justin Long. Duración: 102 minutos.
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