Atención: Se revelan detalles de la trama.
El vals de los inútiles narra el momento en que la tensión entre la educación privada y los privados de educación colisiona en las calles chilenas allá por el 2011. A cuatro años del hecho, conociendo los resultados de la contienda en todo este tiempo, cabe preguntarse cuál es el objetivo de narrar una historia así. En principio funciona actualizando los hechos, revitalizándolos, porque, como dice el protagonista: “Esto no se trata de jugar a ser rebeldes durante 45 días”.
La película de Cájas se compone de dicotomías tanto generacionales como de estrato social (los estudiantes coreando el himno al instituto y los estudiantes entonando canciones de protesta en las calles), que confluyen hasta aunarse y desaparecer, porque la idea no es la del triunfo de la lucha, sino la del triunfo para la lucha: la de la unidad popular y generacional y, sobre todo, la superación de la herencia pinochetista del miedo propinado por el terrorismo de Estado. Un terrorismo que encuentra su reflejo en las represiones de los carabineros ante las movilizaciones sociales, protestas populares que constituyen el derecho de cualquier democracia que se precie de serlo. “¿Cuántos años tuvieron que pasar para que volviera a haber una movilización?”, recuerda uno de los estudiantes.
Un profesor cuenta en clase el episodio de Maria Antonieta de Austria y sus pasteles como factor desencadenante de la revolución francesa, para recordar que en ese momento de convulsión social el monarca, ajeno a toda realidad popular, anotaba en su diario que el 14 de julio, día en que tomaron la Bastilla, no había pasado nada. Las marchas por la educación realizadas durante el 2011 en Chile encuentran un par en los valores del levantamiento de 1789, así como también en la sordera despótica que permanece inmutable ante todo pedido. Al principio Darío, el protagonista, recorre las calles con mirada absorta ante todos los estruendos, el humo, los reclamos y las balas. “Están bailando”, dice, denotando la armonía y la falta de violencia de los manifestantes, al tiempo que son reprimidos por los carabineros. Los jóvenes discuten sobre la idea de la educación como herramienta funcional para adaptar carne al sistema neoliberal (valdría recordar, también, que es menester de la educación reproducir las desigualdades sociales), y luego de la reflexión se pasa a la acción, se organizan para la toma del instituto. Habiendo participado del debate, Darío se suma a la toma pero le miente a la madre, quien no se muestra en toda la película, hecho nada nimio si se entiende a la madre -a los padres- como alegoría de un Estado protector, un estado de bienestar si se quiere.
Paralelamente, el veterano José Miguel mira una foto del ’70 y recuerda las amenazas y arrestos “misteriosos” sucedidos, entre el recuerdo de la lucha y el olor a miedo. Más tarde le cuenta a su hija en un aula de clases sobre las vivencias durante la dictadura, como dando cátedra, rescatando la memoria para ella, para la posteridad, pero también como parte de un viaje introspectivo, recordando para sí mismo. La hija le pregunta si fue inútil para la causa, a lo que él responde que solamente lo sabrá una vez que haya muerto, y esa meditación le da los bríos necesarios para salir a la calle con el auto y apoyar con bocinazos a los manifestantes. De a poco, y con tomas breves, se muestra la forma en que distintos sectores se van sumando a la protesta, por ejemplo en la escena en que un trabajador y una señora mayor le piden ayuda a un carabinero, habiendo sido ellos también víctimas de los ataques de “los tacos”.
Durante toda la película se muestra la corrida de postas de 1800 horas por la educación, una corrida de postas comenzada el 13 de junio, adoptando una hora por millón de dólares: 1800 para financiar la educación de 300 mil jóvenes por un año de educación tradicional en Chile.
El maratón comienza en la oscuridad de la noche donde una mujer trota sola, de a poco se van sumando algunos jóvenes, más tarde los del instituto privado. El joven protagonista finalmente corre con una bandera por le educación gratuita, corrida a la que se suma José Miguel junto con gente de todas las edades, corriendo todos de la mano, pasándose una bandera como posta. Porque la meta es la carrera como símbolo de lucha. Una ve esas imágenes y espera el triunfo del grupo de gente, luchadores en movilización, unidos, porque estamos acostumbrados que en la pantalla grande los valores justos, osados, obtengan el triunfo como recompensa, pero no es así fuera de ella, por lo que, para decirlo con ánimo de pancarta: “No hay nada que festejar. La lucha continúa”.
El vals de los inútiles (Argentina/Chile, 2013), de Edison Cájas; con Darío Díaz y José Miguel Miranda, 80’.
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