799Las voces sin rostro, las luces y las sombras, un bullicio lejano, conforman, todos, el murmullo caótico e indiferenciado que experimenta el pequeño Nicanor cada vez que su mamá, aconsejada por el pediatra, lo lleva a visitar el parque. Es el mareo dulce y estremecedor de lo desconocido, similar al que produce un subibaja cada vez que nos abandonamos a su vaivén, el mismo junto al que conversan Rosa y Liz mientras los niños se pliegan al cadencioso movimiento, allí donde cielo y tierra cambian de posición y todo parece transformarse y mutar de naturaleza.

Mi amiga del parque no aborda el tema de la maternidad, como podría pensarse en un primer momento, sino que instalándose en esta problemática se propone incursionar en otra mucho más profunda y perturbadora -tan elusiva como ese murmullo del parque- que es la del encuentro con lo extraño. Como a ese niño a quien apenas conoce, Liz se enfrenta a las desconocidas Rosa y Renata; madre primeriza e inexperta, la zozobra que la invade parece adoptar la forma de estas hermanas, que son, en cierto sentido, la encarnación de sus ideas preconcebidas acerca de la maternidad, un deber ser que, como un subibaja, oscila entre dos polos en apariencia irreconciliables, de allí la incomprensión de Liz y de allí su desconcierto. Porque como una de las hermanas es madre pero no parece ceñirse a esa definición, y la otra, que no lo es, sí responde a ella cabalmente, la maternidad pasa a convertirse en la película en un concepto discutido y socavado, redefinido (sobre todo superado) y a cada paso puesto en cuestión. Cuán elástica puede ser esta idea y cuál es su verdadera esencia en un riguroso tándem de requerimientos (ocuparse del niño, alimentarlo, estimularlo, jugar con él, entregarse a él sin miramientos) es una respuesta que va construyendo, o deconstruyendo, Liz a partir de su relación con Rosa y Renata, en las que encuentra ese inquietante espejo de múltiples imágenes en el cual mirarse.

Rosa y Renata, las dos caras de esta curiosa moneda encontrada en el parque al azar, son, en su confusa ofrenda, las opciones que le ofrece a la protagonista un destino doméstico, cotidiano. Esa ineludible ambigüedad -porque las dos caras son inseparables- representa para su buena conciencia una verdadera amenaza, una amenaza que adoptará la forma del avasallamiento cuando Rosa, contra todo pudor, le solicite favores a poco de conocerla, cuando abandone un bar sin pagar la cuenta, cuando se apropie de su ropa, cuando de manera inapelable se desenvuelva como madre de Clarisa, y otros sucesos minúsculos que pondrán de manifiesto que la amiga del parque se ciñe a un curioso protocolo, al igual que su hermana Renata, que irrumpe en la casa de Liz monopolizando los espacios. Las extrañas, como los crueles psicópatas de Funny Games de Haneke, como el recién llegado Nicanor, invaden la intimidad de Liz de manera inexorable, y esa presencia difusa e inasible, ostensible en la película en la persistente incomodidad de sus imágenes, resulta difícil de conceptualizar.

mi-amiga-del-parque-600x300Mi amiga del parque parece ser entonces, por momentos, una película de terror pero además, y sobre todo, una película política. Es que si bien resulta notorio que Rosa y Liz pertenecen a distintas clases sociales, Ana Katz capitaliza esta diferencia para que ese vínculo entre ambas, esa incipiente amistad, se revele también como una fuente de peligro. Sobre todo porque, en esa espiral de sospecha paranoica en la que se va enredando la protagonista, el avasallamiento inicial se intensifica hasta transformarse en una sensación invariable de despojo (Liz siente que quieren apropiarse de todo lo que le pertenece, de su dinero, de su auto, de su ropa, y hasta de su propio hijo). Aunque tal vez sea sólo su modo principista y racional (de clase media bienpensante) de relacionarse con el mundo, de entender los vínculos con sus semejantes (de entender la amistad y también la maternidad) el que le impide abandonarse a lo diferente, el que la conduce necesariamente a esa interpretación errada del comportamiento estrábico de Rosa, quien en verdad cultiva otras racionalidades y observa otras ceremonias (las del deseo no mediado por el pensamiento), quien obedece además a esas pulsiones que la declaran la incondicional madre de Clarisa, la incondicional, también, hermana de Renata (aun al punto de que su necesidad se vuelva suplicante, avasallante e imperiosa), de la misma manera irrevocable en que espera que Liz sea su amiga a pesar de las distancias (“de esas sensibilidades de clase”) que las separan.

Una vez más, Ana Katz logra crear una atmósfera enrarecida a base de espacios abiertos y luminosos (el puro exterior de la verde extensión de los campos de golf en Los Marziano, el de los parajes al costado del camino que puntúan la incertidumbre por el novio ausente en Una novia errante), y lo hace gracias a una narración a la deriva y a la cuidadosa construcción de los personajes. De este modo, Mi amiga del parque entabla un filoso diálogo entre lo habitual, lo esperable (las ideas preconcebidas de Liz acerca de la maternidad, acerca de la amistad) y lo extraño, lo nuevo y azaroso (ese hijo que es una incógnita, las enigmáticas hermanas del parque, el parque y su murmullo inasible, el bullir de la existencia con toda su carga de incertidumbres y amenazas). Porque ese parque inmenso, frondoso y centenario, con esa mezcla de impresiones difusas, es -con reminiscencias del Renoir de Una partida de campo– un símbolo de la vida, de su incierto e inaprensible fluir. Ese parque es también, como destaca el médico en un principio, una metáfora de la experiencia, de la posibilidad de adentrarse en lo desconocido que se oculta en los pliegues, a veces aterradores, a menudo políticos, de lo cotidiano.

Aquí puede leerse un texto de Juan Rearte sobre la misma película.

Mi amiga del parque (Argentina, 2015), de Ana Katz, c/Julieta Zylberberg, Ana Katz, Mirella Pascual, Maricel Álvarez, Daniel Hendler, 84′.

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