El recuerdo más vívido que tengo de Titanes en el Ring proviene de una fecha imprecisa, a finales de la década del 70. Los Titanes se presentaban una tarde –creo que de invierno- en el Club Capital Chica de Los Hornos. Debía tener unos nueve o diez años y estábamos con mi hermana –un año más chica- sentados en algún lugar de las primeras filas del salón del club del que mi padrino, Tito Areán, formaba parte de la Comisión Directiva. En esa época, el ring me parecía enorme –tal vez lo fuera- como si abarcara la mayor parte del ancho del salón. Estaba lleno de chicos como nosotros.
Lo curioso es que no recuerdo las luchas ni qué personajes participaron. Recuerdo a William Boo –¿quién podría olvidarse de esa mole y del abucheo que constituía el deporte preferido de esos niños?-, y nada más que haya pasado por el ring. El otro recuerdo de esa tarde ya hecha noche es cuando nos estamos yendo. Miré en ese momento hacia la cancha de básquet del patio del club y ahí lo vi a Martín Karadagian, jugando o sacándose alguna foto con algún chico.
Karadagián, el padre de la criatura, nunca me resultó muy simpático. Supongo que algo debía tener que ver esa jefatura eterna disfrazada de “campeón del mundo”, que lo hacía no perder jamás –lo cual era una pésima enseñanza para los niños-, o que su personaje era él mismo, sin disfraces, más que la malla negra con parte del torso al descubierto. Preferí siempre al Ancho Peucelle, o a algún otro, pero a Martín no.
Con el tiempo, los personajes sobrevivían en los muñequitos Jack que todavía conservo –el coreano Sum, el Caballero Rojo, STP, Yolanka-, mientras los luchadores se fueron diezmando en la repetición de la fórmula y en los años acumulados. Karadagián mantuvo su troupe –con alguna que otra deserción- hasta su muerte, entre la tele, las giras y alguna que otra película. Con los años, vinieron Lucha fuerte y 100% lucha, más cercana a los shows americanos que a la ingenuidad infantil de esas épocas. Los años también se llevaron la ingenuidad a cuestas y aprendimos que los resultados se pactaban de antemano, determinando quién ganaba y quién no. Pero ese descubrimiento llevó a otro: a entender que lo que había era una puesta en escena, un juego que nos involucraba como espectadores y en el que la condición necesaria era la suspensión de la incredulidad. Ni más ni menos que lo que piden el cine, el teatro, el circo.
Después de años en los que solo se sabía de ellos si alguno de los más conocidos moría, los Titanes reaparecieron de la mano de un par de libros. “El gran Martín”, de Daniel Roncoli y “Martín y sus titanes” de Leandro D’Ambrosio, ambos de 2012, recuperaron la leyenda del catch argentino, uno desde lo biográfico, el otro desde un costado más pop y descontracturado. Y también, hace unos años pudimos ver al Ancho Peucelle recordando sus tiempos de fisicoculturista en el documental Mirando al cielo.
Tenía la expectativa de que El último titán fuera un intento de rescatar, a partir de la figura de Jorge Di Cicca, uno de los dos sobrevivientes de la troupe –el otro, Luis Carlos Borges, es también entrevistado en la película- y que aún se mantiene vigente, la época de oro de los Titanes y de un programa de TV tan exitoso al punto de haber estado 26 temporadas al aire.
Pero no. Cuando veo los títulos de inicio, sobre un viejo archivo televisivo en blanco y negro, presumo un cierto amateurismo en la realización, que la restante hora de duración no hace más que confirmar. Despreocupado de la idea de montaje, de fluidez, del trabajo sobre algunas ideas que se intuyen en las entrevistas, de indagar en el fenómeno Titanes, de trabajar sobre los archivos –lo poco que se muestra además es de muy pobre calidad-, El último titán se me hace como una de esas películas destinadas a convertirse, con el paso del tiempo, en uno de esos extraños objetos de culto bizarros que cada tanto aparecen.
Pienso entonces que si lo logra, será porque debajo de la capa superficial que el documental nunca se atreve a superar, los personajes tienen una historia interesante para contar. O porque sobrevive el candor de las luchas en el ring del club, en las que se revive la puesta en escena, el juego que la cámara no sabe aprovechar porque prefiere la cercanía, el registro que delata demasiado que lo que vemos requiere, nuevamente, de la ingenuidad, de entender que allí solo hay una ficción.
Me aferro al único momento en que el documental se corre de la superficie: la entrevista a Marisa Fasano, fan de Titanes. Ahí hay un indicio de por dónde podría haber pasado la película para ser interesante. Porque es ella, y no los viejos luchadores que rememoran personajes como las cuentas de un rosario, quien comprende de qué se trataba todo, y lo pone en palabras: “El gran acierto es que al ring no subían personajes, sino valores”. Los buenos y los malos, y los buenos siempre ayudando a los buenos. La generación de los que hoy andan entre los 40 y los 55 se nutrió de esos valores, más incluso que del recuerdo de los personajes. La base, para Marisa, fue esa tríada que compusieron los Titanes, La Mujer Biónica y La Mujer Maravilla, íconos de la heroicidad de la década del 70.
Es una pena. Es el único momento en que se trasciende la anécdota y los recuerdos casi desganados, demasiado correctos y cuidados sobre el pasado. Los Titanes merecen otra cosa, algo que los ponga en el sitio que se merecen. Que se investigue su historia, que se encuentren las raíces que impuso en la cultura popular de la época, que indague en la empatía que generaban en los niños. Aquí queda reducido a algo menor, al recuerdo de un sobreviviente despegado de la historia, y que mezcla la ternura con la decadencia. Pero que no se le anima a la época de oro, a las glorias y a los fracasos. Nuestros recuerdos seguirán esperando esa película que alguien, algún día, tendrá que hacer.
El último titán (Argentina, 2017). Guion y dirección: Carlos De La Fuente. Elenco: Jorge Di Cicca, Luis Carlos Borges. Duración: 61 minutos.
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