Putas y fiolos. Carne y sangre, materia de uso y disfrute. Goce primario, cuchillo que corta, boca que mastica, chupa y desgarra. Carne sobre carne, claro, o carne contra carne. Materia enfrentada a sí misma. Todo es materia, no hay fantasmas, ni en la ruta del tráfico de carne humana esclavizada en la prostitución, ni en el suburbio en donde se cuece a fuego lento o a veces arrebatado otro país, el mismo que habitamos, las mismas leyes, el mismo origen, pero otro. Entonces ¿dónde están los fantasmas que nos promete Campusano si todo es materia, si la abyección y la hipocresía se muestran con la obscenidad de la carne cruda, si no necesitan máscaras para manifestarse? Los espectros, las imágenes impresas en nuestra fantasía son aquellas que la película nos devuelve en nuestra propia cara, lo que el cine nos da como alivio o retaliación de nuestra culpa originaria, la de querer ser lo que no somos, la de negar nuestra realidad de carne y sangre. Los fantasmas somos nosotros; los que, en signo inverso a la mitología del cine, miramos desde éste lado de la pantalla el devenir de los penitentes que habitan el otro lado.
El cine de José Celestino Campusano es, para usar un feliz lugar común, un cross a la mandíbula, una operación cultural no planificada capaz de mostrarnos el sustrato de lo que somos, esa grandilocuente cuestión del ser, ni nacional ni otra cosa, el ser puro y duro desde algún lugar que está más allá de eventuales esencias. Primitivo como Bo, culto y sensible como Favio, proletario a diferencia de Martel, Campusano es un narrador. Ser tal cosa en su oficio supone una innata capacidad para componer los planos, para mezclarlos con una delicada y abrumadora capacidad de manejar la banda de sonido, arte del montaje que hace ingrávidas las más de tres horas de metraje, sensibilidad e intuición que le permiten descubrir prototipos inéditos en nuestro cine, el Vikingo desde ya, que alguna vez se llamó Rubén Beltrán, y toda la galería fordiana de caracteres argentinos.
Para el feliz desfile de este carrusel de fantasmas reales de la ruta y el suburbio es imprescindible que, más allá de su apostura, los protagonistas “actúen mal”, que reciten muchas veces sin gracia ni ímpetu parlamentos en apariencia forzados. Esta inversión de valores estéticos es equivalente a la subversión de valores culturales que el cine de Campusano representa, su astucia creativa lo lleva a zambullirse en el ridículo bien pensante para encontrar la verdad primaria de los personajes y el mundo al que pertenece. Imaginemos la alternativa: buenos actores repitiendo párrafos de correcta audición media, un ridículo atroz, propio de buena parte del cine argentino de al menos los últimos cuarenta años
Historia de putas y de caminos, de pobres, de libertad, sumisión, lealtad y traiciones, de viejos códigos que van y vienen al compás de nuestra historia, la sintonía de Fantasmas de la ruta con el conjunto de las realidades políticas y culturales de la época puede ser materia de otra discusión. El advenimiento de este cine bruto, triste y cordial como un legítimo argentino, según el maestro Raúl González Tuñón, es un signo múltiple que habremos de interpretar según el bárbaro José Celestino Campusano disponga seguir su camino.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes acerca de Fango, penúltima película de Campusano aún no estrenada en salas comerciales.
Fantasmas de la ruta (Argentina, 2013), de José Campusano, 210’.
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