El libro de Juana Sapire y Cynthia Sabat es un objeto contundente, hermoso y emocionante. Lo primero se debe a su volumen y su peso, casi 300 páginas en papel ilustración del tamaño de un viejo disco simple. Lo segundo, a su atractivo visual y táctil. Prima la palabra, pero hay casi un centenar de fotos reproducidas en las que aparecen, sobre todo, Raymundo Gleyzer, pero también Sapire y el hijo de ambos, así como Leopoldo Torre Nilsson, Francisco Lombardi y Jorge Prelorán, entre otros. Es emocionante, porque implica un rescate, no sólo de la filmografía completa del director que acompaña a esta edición en cuatro DVD’s, en los que también se incluyen la nota especial para TV de 1966 en las Islas Malvinas, así como los documentales Raymundo y Fuego eterno y el testimonio de Juana Sapire en el juicio por secuestro y desaparición de Raymundo Gleyzer, sino también de su intimidad. Y porque detrás de ese rescate hubo una política –sostenida desde el Estado por el kirchnerismo- que lo hizo posible (el libro fue publicado por el INCAA en 2015).
A todos los crímenes del terrorismo de Estado de los 70 que sus responsables llamaron “desapariciones”, este libro le responde con las apariciones invocadas por el relato en primera persona de Sapire recogido por Sabat. De modo que aquí no está solamente Gleyzer sino también la mujer que fue su pareja durante algunos años y madre de su hijo. Gleyzer, y el Grupo Cine de la Base, aparecen entonces través de Sapire. La imagen más rotunda que tenemos después de leer este libro es la de esa mujer –amante, madre, abuela- que nos cuenta la historia con la familiaridad de la primera persona oral, carente de distancias retóricas. Es alguien que repasa junto a nosotros un álbum de fotos al que le saquearon varias, nos trae documentos de su vida y trabajos durante aquella época –guiones, contratos de distribución, notas periodísticas- y muestra, acaso por primera vez, cartas personales, poemas, tarjetas postales del compañero, en el sentido tanto sentimental como político que tiene la palabra. Al que hay que agregarle el cinematográfico, pues Sapire fue sonidista en varias de sus películas, y también trabajó con Hugo del Carril en Yo maté a Facundo y con Miguel Pereira en La deuda interna, entre otras.
Al valor dramático del libro se le suma el histórico y el político. No se trata sólo de una colección de documentos sino de una actualización de cuestiones que, transformadas, siguen en pie. Como, por ejemplo, la de la relación de la película con el espectador:
“Nuestro cine era un cine de la base y para la base. No teníamos como objetivo estrenar en salas comerciales porque por ahí no pasaba el sentido de lo que hacíamos: la clase trabajadora, la que no accedía a las salas, era el público que nos interesaba.”
La pregunta por la identidad actual de la base es fundamental para ver de qué modos hacer que las películas lleguen a más cantidad, pero sobre todo a una mayor variedad de espectadores, aunque el uso del término, ya despojado del sentido político original que tuvo, parezca una falta de respeto. Cerradas las salas en los barrios y en buena parte de las provincias, la distribución cada vez más concentrada y monopolizada, la cuestión sigue abierta. La clase trabajadora, de seguir existiendo ante la nueva implementación de las políticas económicas neoliberales, ¿puede acceder a las salas y ver otras películas además del mainstream? Y eso que ahora estamos hablando de cine-espectáculo sin ningún tipo de resquemor, al menos en mi caso, y no de cine militante. Sin embargo, aún despojados de pretensiones revolucionarias, son muchos los directores argentinos que deben acompañar a sus películas por circuitos alternativos –festivales y cineclubes- para que ellas encuentren espectadores.
El objetivo de Gleyzer era “utilitario” porque pensaba que “el arte es siempre utilitario. Las clases dominantes siempre lo utilizaron como medio para imponer sus valores morales, éticos, filosóficos”. Pero en su caso ese utilitarismo es más complejo que cualquier etiqueta, como lo demuestra Los traidores, que se vale de la ficción y el sueño para interesar “a quienes no están acostumbrados a ir al cine (y) reaccionan espontáneamente, gritan y se ríen sin inhibiciones”. Aunque no compartiera programa político, evidentemente Gleyzer pensaba como Herzog que “el cine no es un arte de escolares sino de iletrados, y la cultura fílmica no es análisis, es agitación de la mente. Las películas nacieron de las ferias del pueblo y los circos, no del arte y el academicismo».
Agitación es una palabra que anduvo muchas veces de la mano con otra como propaganda. “Raymundo no tenía problemas en filmar institucionales, porque de algo hay que vivir, pero se negaba rotundamente a trabajar en publicidad. Él decía que la publicidad deformaba la cabeza, las ideas: cuando tenías la plata para hacer el cine que querías hacer, tu cabeza ya era otra. Te aburguesaba terriblemente”. Aburguesarse es creer que esa clase de espectador descrita tanto por Sapire como por Herzog es algo ajeno a nosotros y no uno de los muchos espectadores que nos habitan, pero no uno cualquiera sino el primero, el fundador. Si le decimos adiós a esa experiencia cinematográfica en la que están implicadas la exaltación del asombro inaugural, así como unas violencias simbólicas y físicas espectaculares -atracciones y rechazos simultáneamente intensos- ejercidas sobre nuestra compartida intimidad, sobresaltándola y volviéndola menos confortable, la cosa no tiene sentido:
“Diego tenía un brillo en los ojos que era del padre. Era simpático y se amoldaba rápidamente a los cambios. No sé si lo ayudaba o no con esto, pero yo siempre le recordaba: “Sos un Gleyzer”. Y me refería a que si se caía o se lastimaba, le decía “Bueno, ya pasó, levantate, sos un Gleyzer”. O sea, siempre adelante. Raymundo siempre superó las expectativas que puse en él. Siempre iba por más, se portaba como un compañero, como un militante, tenía códigos, tenía valores. Eso eran los Gleyzer para mí. Creí que era importante criarlo en esa autoconfianza e independencia. Desde chico le enseñé a tomar el subte y a viajar solo; a volver a casa y caminar las tres cuadras de la estación hasta nuestro hogar. Se lo enseñé como algo normal y sin ningún peligro y así lo aprendió. Hay padres que llevan y traen a los hijos, y no les dan ni un poco de espacio para sentirse autosuficientes. Pienso que como mamá quizás pude hacerlo porque tuve un embarazo feliz, sin ningún problema, y un parto de lo más hermoso. Todo el proceso de tener a nuestro hijo había sido una felicidad enorme, entonces, ¿miedo de qué? Lo que vino después llegó para arruinar todo eso. Pero nunca quise inculcarle el miedo”.
Además de la de Sapire, hay muchas otras voces convocadas por ella, como la de la abogada Lafue-Véron en una carta del 4 de julio de 1976:
“Cuando digo ‘asesinado a golpes’, el término no es exagerado: toda la información recabada remarca la crueldad de la tortura (mesas completamente electrificadas en lugar de simples electrodos; gente a la que le cortan vivas sus miembros…). Como nada fue admitido ni por la Presidencia ni por el Ministerio del Interior, envié carpetas enfatizando la indignación tremenda que el secuestro de Gleyzer y Conti han despertado (…).”
O la de José Martínez Suárez en un texto escrito para un programa del Cine Club Núcleo del 26 de mayo de 1965 a propósito de La tierra quema:
“Las posibilidades de existencia de un cine latinoamericano residen en la medida de sus hombres. Que el problema dominicano o brasileño se entienda como problema vital para los argentinos o venezolanos es el primer paso que podrá hacer que advirtamos nuestro subdesarrollo y subordinación al colonialismo. Si el cine, hecho por hombres a medida de las circunstancias, da la tónica comprometida en esta lucha que recién millones comienzan a entender habrá cumplido con su tal vez más vigente función: la comunicación de ideas”.
Pero, sobre todo, la del propio Gleyzer, que entre muchas otras cosas nos informa de algunas de sus reacciones ante películas de otros, como en esta carta desde Roma con fecha 20 de noviembre de 1971:
“Luego fuimos al cine a ver una película de Damiano Damiani (Confesión de un comisario), con Franco Nero también. Me dejó hecho mierda el film, nunca me había pasado. Un arquitecto a quien detienen por equivocación debe esperar en la cárcel que la instrucción previa al proceso se cierre para saber si será procesado o no. El mundo de la mafia política mezclado con la mafia mafia. Y la cantidad de atrocidades que soporta y ve son inagotables, no te deja respirar. El espanto de una sociedad hija de puta, que te denigra en todos los niveles, utilizando las bajezas más extremas. Yo me senté en las primeras filas pues es insoportable como fuman los tanos dentro del cine.”
O la reacción, contada por Sapire, que tuvo al ver La Chinoise:
“A Raymundo no le gustó nada la película. Se paró, y le dijo a Godard lo que pensaba. Le dijo que era aburrida y le preguntó por qué los protagonistas leían hasta el hartazgo. Godard le contestó y se armó un debate intenso a nivel ideológico y cinematográfico donde cada uno mantenía su posición, que era irreconciliable con la otra.”
El libro lo distribuye el INCAA, y se accede a él solicitándolo por mail a la oficina de Unidad de monitoreo, que lo produjo. Es gratuito, y tienen prioridad las instituciones como universidades, bibliotecas, festivales, etc. Las autoras están preparando una traducción al inglés, y hay interés de traducirlo al francés. Esperan publicar una edición comercial apenas consigan editor.
Compañero Raymundo, de Juana Sapire y Cynthia Sabat. Instituto de Cine y Artes Visuales, INCAA, Ciudad de Buenos Aires, 2015.
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