“Somos peronistas, pero no como ellos.
Si yo fuera peronista como ellos,
el peronismo se podría ir
a la puta madre que lo parió.”
“Sólo se les pidió un plan de lucha y agitación
que deteriore al gobierno. La opinión pública está
pidiendo un cambio, y es un deber patriótico
que ustedes tiene la obligación de asumir.”
El 27 de mayo tuvimos la oportunidad de asistir a la avant premiere de la nueva copia de Los traidores, de Raymundo Gleyzer, proyectada después de un arduo proceso de restauración. Esa fecha es el día del documentalista porque ese fue el día en que las fuerzas de seguridad de la última dictadura militar lo secuestraron. Este año se cumplen 40 años de su desaparición y en el evento se presentó el libro Compañero Raymundo, de Juana Sapire (viuda del realizador) y Cynthia Sabat. En la misma semana conmemoramos el 25 de mayo más triste que se recuerde en muchos años, con una Plaza de Mayo vallada y custodiada por policías, y festejos patrios sólo para invitados selectos en la quinta de Olivos (vaya Dios a saber cuál será el vínculo que une a la residencia presidencial con la Revolución de Mayo). También habían pasado apenas 24 horas de la (otra) agachada histórica de la CGT, que en lugar de convocar a un paro general por el veto presidencial a la ley antidespidos, propone como medida una olla popular. Parece que Hugo Moyano ha optado por expresar simbólicamente los reclamos de los trabajadores que se manifestaron de forma contundente en la marcha del 29 de abril. Más de un millón de nuevos pobres en apenas cinco meses, despidos de a miles en la administración pública y en empresas privadas, tarifazos que ponen en jaque a las PyMES, la construcción paralizada, la bicicleta financiera reactivada, la inflación desbocada, supermercados, bancos y exportadores desregulados y ganando fortunas, y los representantes de los trabajadores (que, parece, están gestionando unos 2700 millones de pesos para sus obras sociales a cambio de una tibieza nada combativa) van a organizar una “jornada de protesta” (casi da risa) con ollas populares en las plazas “para la gente que pasa hambre”. “Nadie nos dice qué debemos hacer. No es momento de hablar de ganancias cuando hay gente a la que no le alcanza la plata” (Moyano). “No hay medida de fuerza. Sean respetuosos, chicos, que me tengo que ir, tengo problemas personales” (Caló).
Era imposible encontrar un marco más adecuado para ver esta película.
“¿Así que nosotros éramos traidores? ¡Guacho hijo de puta, tomá!” Son los primeros diálogos de la película, con la visión subjetiva de la víctima que recibe golpes y cadenazos y va perdiendo la visión. La imagen se nubla y se siguen escuchando, amplificados, los golpes. Pura fisicidad. Ubicarse como espectador en el lugar del apaleado, sentir en carne propia el dolor, identificarse con el mártir es la idea que se nos propone. Mirar el mundo desde el punto de vista del explotado. La injusticia sólo se comprende si se ocupa el lugar del otro.
En el bar, los muchachos discuten sobre las elecciones en el sindicato. Roberto Barrera es el líder que se eterniza en el cargo, y hay dudas. En el gremio se desconfía, la lista opositora (“zurda”) está teniendo mucho apoyo y se presenta como peligrosa. Para colmo hay una toma en la fábrica por “infiltrados”, como los define Barrera, un grupo de “comunachos y troskos disfrazados de peronistas”. Un cartel que despliegan los obreros en huelga dice: “A los patriotas de Trelew no se los llora, se los reemplaza”. No hay lugar para la metáfora. El sindicato es la UOM, los delegados íntegros son los “zurdos”, y los “zurdos” son los únicos que se pueden oponer a la burocracia sindical. La ficción es apenas un pretexto para expresar la realidad. Cine que quema, como lo definió Fernando Peña.
Barrera no es ningún gil y arma muy bien la cosa. Un par de días antes de las elecciones organiza un autosecuestro mientras se esconde en un bulín con su amante, y manda a botonear a la cana los nombres de los cabecillas de la revuelta. La escena del picaneo del delegado en el sótano, con el sonido de fondo de Post crucifixión de Pescado rabioso (“Abrázame madre del dolor/ Nunca estuve tan lejos de mi cuerpo/ Abrázame que de la vida/ Yo ya estoy repuesto”), hiela la sangre. Son profesionales de la muerte. Comen huevos revueltos como si tal cosa, se divierten con la picana, el médico supervisa y atiende al reo para que puedan seguir amasijándolo. La violencia es una constante a lo largo de la obra y explicita un estado de cosas. Se veja a las mujeres desnudándolas innecesariamente en el examen preocupacional, y de a dos, mientras el médico habla por teléfono y las observa. Barrera obliga a su mujer a un aborto sin la mínima contención, dejándola desamparada. Se maltrata al obrero que se accidenta y quiere obligárselo a seguir con su trabajo. Se agrede al manco que cuida los baños con el apriete, cuando intentan forzarlo a delatar a sus compañeros.
Violencia explícita, simbólica o institucional de un medio viciado. Un entorno que no puede hacer más que oprimir y castigar a los trabajadores, y que pervierte incluso a los dirigentes, como Barrera y sus secuaces, que son quienes deberían protegerlos.
Sólo hay una manera de oponerse a un medio feroz, y es con más violencia. Eso es lo que propone la película: “Hasta tanto nosotros no organicemos la violencia de los desposeídos, la violencia de los explotados, en contra de la violencia reaccionaria, el sistema seguirá ejerciendo la violencia impunemente, como en el caso de Trelew, como en el caso de Vallese.”
Hay una constante aspiración a que la puesta en escena hierva de significados: la canción citada de Spinetta en el momento de la tortura, los puentes de fondo en la escena en que Barrera le cuenta a su novia que ha sido elegido delegado por primera vez (“Ahora voy a ser un puente entre Perón y mis compañeros”). El mismo nombre de Barrera no está puesto por azar: es quien va a terminar convirtiéndose en un freno a los derechos de los trabajadores, es quien va a obstaculizar el puente que proponía en sus inicios. Uno de los atractivos del personaje de Barrera es que no es descripto como intrínsecamente malo, sino todo lo contrario. Su padre fue un luchador de las clases populares en los 30, se hace peronista en los 40, y es quien lo inicia en el sindicalismo (“¿Por qué no trabajás en la fábrica con la gente en vez de tirarle bombas a los gorilas?”). Cuando Barrera se convierte en delegado lo hace de manera limpia, oponiéndose a la transa habitual con la patronal. Pero la única manera de ascender en el gremio es corrompiéndose, dejando en el camino los ideales y a la gente íntegra: al padre, que seguirá en su lucha, a su mujer (que es la primera en recriminarle cuando afloja y levanta el trabajo a reglamento) por otra frívola y materialista, y a sus compañeros, para hundirse de lleno en la burocracia sindical (“Por dos millones de dólares, ¿te bajás los pantalones?”). El cambio de su conducta se expresa en el aspecto exterior: la cara lavada y el cabello despreocupado se transmuta en un bigotito “a lo Rucci” y peinado engominado, y la informalidad del hombre honesto, en saco y corbata.
El montaje es seco, expeditivo y dialéctico. A los obreros de acción de la fábrica -los delegados poniendo el cuerpo en la huelga y en el enfrentamiento con la policía- le sigue la vieja cantinela en el bar de Barrera a sus malandrinos, palabras vacías que proponen buenos modales en los pedidos a los patrones. El enfrentamiento entre la praxis y la pasividad frente a los hechos se expresa en el corte filoso de montaje. El mismo recurso se utiliza en la escena del sindicalista torturado en la parrilla (los elásticos de hierro de una cama) y el corte a Barrera acostado con su amante. Uno soportando el suplicio, y el otro entregado al placer.
Los personajes no actúan sino que existen. Los rostros son comunes, el porte informal, algunos ni siquiera tienen buena dicción. Es la realidad captada por el ojo de la cámara. Las imágenes de archivo se insertan en el relato de manera fluida, como la evocación de la fusiladora del 55 o las revueltas del Cordobazo: un feedback total entre ficción y documental. Incluso en la escena de los sindicalistas con los milicos (“Nosotros, de casa al trabajo y del trabajo a casa”) se yuxtaponen los sonidos en off de las movilizaciones (“Viva el Che Guevara”, “Si Evita viviera, sería montonera”, “Acá están, éstos son, los fusiles de Perón”) antes de que aparezcan en imagen en una amalgama perfecta entre el relato y lo real.
La narración va y viene en el tiempo, se construye con saltos temporales que van armando el rompecabezas-Barrera explicando, de a poco, el cambio del sindicalista desde un estado inicial de honestidad hasta la corrupción más abyecta. Las vueltas al pasado a veces son recuerdos, otras son ilustraciones de las conversaciones, a veces son enmarcadas en fechas precisas, y algunas aparecen sin aviso. Hay escenas muy jugadas desde lo formal. Una es la inclusión de un auténtico videoclip con imágenes del Cordobazo y la Marcha de la bronca de Pedro y Pablo. Otra, muy llamativa y sumamente compleja en su concepción, es la escena onírica del entierro. En ella están presentes Barrera muerto en el ataúd, Barrera joven que pasea entre los asistentes, el Presidente (militar) de la Nación que lee malamente un discurso laudatorio para con el muerto, el asesinado Rosales, un tipo que aplaude mecánicamente, otro que juega al yoyó, la viuda que coquetea con un milico, el padre que juega al truco, el ridículo secretario de la CGT que come un sanguchazo, el empresario coimero que trae a la yegua “de regalo”, el gerente de la fábrica que se ríe sin parar (el más lúcido de los personajes, el único consciente del ridículo de la situación) y la banda desafinada que desentona, a modo de marcha fúnebre: “Ay Barrera, Barrera, te nos fuiste volando para el cielo, Barrera, pobre mártir de los trabajadores, ¡Víctima, víctima!”. La farsa y el grotesco guían la escena, que es un salto sin red, y del que Gleyzer sale airoso. El realismo general de la obra se rompe abruptamente, pero la organicidad permanece.
Las complejidades de la puesta ponen en evidencia el manejo perfecto por parte de Gleyzer de los recursos del cine. El cine político es un cine urgente que tiene como primer mandato denunciar la realidad, pero jamás debe descuidar el aspecto formal si quiere ser algo más que una protesta pasajera. Si conocemos, además, las condiciones en que fue realizada la película (en la clandestinidad, en plena dictadura, con actores que abandonaban el rodaje, filmada de a saltos), sus logros se multiplican. Y si sumamos a eso que su realizador fue secuestrado y asesinado por obras como esta, es imposible no sentirse conmovido. El cine de Raymundo Gleyzer es visceral, es denuncia, es premura, pero también es inteligencia, refinamiento narrativo, elegancia en el lenguaje. También es compromiso colectivo donde todos los que intervienen ponen su trabajo y también se juegan el pellejo en la obra. Que un actor consagrado como Lautaro Murúa acepte filmar en condiciones tan adversas demuestra su comunión ideológica con el proyecto.
“No debemos hacer caso a los divisionistas y los agitadores del caos. Lo que pasa es que estos agazapados están contra Perón y el movimiento. Y lo que no vamos a permitir en este sindicato es cambiar la bandera azul y blanca por el trapo rojo.” Es lo que dice Barrera durante la discusión en el sindicato antes de mandar a matar al revoltoso. Las palabras del gremialista, a estas alturas, no se distinguen del discurso de los milicos. Piensan lo mismo, hacen lo mismo, se valen de idénticos medios. Como los hombres y los cerdos al final de Rebelión en la granja, de George Orwell, ya no puede distinguirse cuál es cuál.
Moyano, en su discurso durante la marcha de los gremios del 29 de abril, expuso: “Como dijo Caló, esto no es en contra de nadie, sino a favor de los trabajadores.” Ajá. Movilizás cientos de miles de trabajadores sólo para decirles que estás a favor de ellos. Y también les decís, con tu servilismo ante el Poder, que no estás en contra de una devaluación que arrasó con los salarios, ni en contra de los aumentos de precios y tarifas inéditos que aniquilaron el poder adquisitivo. Les escupís en el rostro que no estás en contra de las industrias paralizadas, ni de la desocupación aleccionadora y niveladora de salarios, e imparable en este contexto. “No es en contra de nadie”, sigue resonando como un eco. ¿Cómo que no es en contra de nadie?
Los gordos siguen igual, hoy como ayer.
Y Los traidores, más actual que nunca.
Los traidores (Argentina, 1972), de Raymundo Gleyzer, c/Víctor proncet, Raúl Fraire, Susana Lanteri, Lautaro Murúa, 113′.
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