Ahora sí. El Gaumont digitalizó sus salas y se pueden ver películas raras e inaccesibles como las programadas en esta Semana de cine vietnamita, o como las del festival de cine italiano de hace dos años y la muestra de películas chinas del año pasado, en condiciones inigualables, por la sencilla razón de que si bien no se proyecta en fílmico una película que fue filmada en ese soporte, la óptima calidad de proyección digital y las dimensiones de la pantalla de la sala no tienen comparación con la de ninguna pantalla doméstica, además de que nos permite la sorpresa de encontrarnos en compañía de un centenar de espectadores, número bastante llamativo y acogedor para un destemplado viernes de septiembre con su acupuntura de garúa que apuñala los párpados. A la película se la conoce en castellano como Campo desierto o Campos desolados. La segunda versión me parece más pertinente que la primera, aunque no sé si es una traducción fiel del original –Canh dong hoang– pero sí que el adjetivo ‘desierto’ no le cabe a los campos en los que transcurre, esteros o bañados habitados por la familia protagonista -hombre, mujer y bebé- y la comunidad a la que pertenecen. Son todos campesinos y, simultáneamente, guerrilleros del VietCong que defienden el lugar en el que viven de la invasión estadounidense. La película es del mismo año que Apocalypse Now y permite ver un lado de la guerra que los cinéfilos no pudimos ver nunca, por más autocrítica que fuera la puesta en escena de los cineastas del Nuevo Hollywood, no obstante deudores de los resortes morbosos afines a toda industria del espectáculo, la depurada narrativa clásica, los mitos centroeuropeos y el sistema de estrellas. Acá no tenemos nada de eso, sino la urgencia de filmar una ficción sobre lo que acababa de pasar, sin el capital financiero típico de una gran producción solventada por estudios o estados ricos, sin actores conocidos, y con un punto de vista topográficamente inédito para el espectador occidental. Ese punto de vista es el del que mira siempre desde abajo cómo los helicópteros enemigos -esos mismos a los que Coppola hacía acompañar por Wagner- no pretenden hacer otra cosa que acribillarte. Entre la diaria vida de una familia rodeada de agua que trabaja y lucha, y el asedio regular, insistente y enloquecedor de los helicópteros que les obliga a esconderse entre los juncos y los arrozales, poner a su bebé dentro de una bolsa de nylon con algo de aire para evitar que se asfixie durante los segundos que permanecen hundidos, transcurre Campos desolados, cuyo esquema de referencia más reconocible es el del cine bélico soviético de la segunda posguerra, del que hereda el invencible optimismo del protagonista, los claros roles sexuales, la ausencia completa de erotismo y la erección final de una figura femenina indestructible. La recolección de tortugas, la caza de una pitón, un bebé que no sonríe casi nunca, y la deriva de la cámara sobre los aguas al compás de unas guitarras que suenan con arreglos regionales mientras el ojo dibuja travellings flotantes son algunas de las bellezas inolvidables de una película tan efectivamente rústica, tan oxigenante como algún melodrama de José Ferreyra filmado en la década del 30 y en una jungla de artificio, pero en un contexto histórico completamente distinto, o como la ficción clandestina de Gleyzer Los traidores. La Semana de Cine de Vietnam continúa con la proyección de una película todos los días en el cine Gaumont a las 19 hs. hasta el próximo miércoles 18 de septiembre. A continuación, un reportaje de Luis Rogelio Nogueras al director Nguyen Hong Sen publicado en Bohemia (La Habana), año 76, no. 48, el 30 de noviembre de 1984, y en el libro De nube en nube, tomado de mequedariaconlapoesia.wordpress.com:
«Son las once de la mañana de un caluroso día de septiembre de 1981 en Ciudad Ho Chi Minh. Por las ventanas de la salita de reuniones de los Estudios Generales de Cine, no entra ni un soplo de brisa. En el techo giran inútilmente las aspas de un viejo ventilador. A cada instante me abanico la cara sudada con mi libreta de notas.
Estamos sentados en torno a una mesita de patas gruesas y muy cortas, sobre la que nuestros anfitriones han dispuesto tazas de té, platillos con jalea de arroz y dos paquetes de cigarrillos nacionales. A mi lado, el documentalista cubano Bernabé Hernández, mi compañero de delegación, y Perla, nuestra traductora; frente a nosotros, sonriendo, el más famoso cineasta de Vietnam, Hong Sen, director de Campos desolados.
Ya traíamos noticias sobre Campos desolados desde Hanoi, a través del entusiasmo del escritor Trang Huang Bach (autor del guión de otro largometraje vietnamita de la década: La última esperanza). Sabíamos que había sido rodado en 1979, en los arrozales del delta del río Cuu Long, en el sur, y que era un filme de amor (con la guerra como trasfondo) hecho con escasos recursos pero con impecable pericia artística.
En las primeras horas de la mañana, asándonos de calor en un minúsculo cuarto de proyecciones, vimos el filme. Era, realmente, extraordinario: un poético documento sobre la desigualdad de la guerra entre Vietnam y USA; humano, construido sin estridencias panfletarias.
Es difícil calcular la edad a Hong Sen, acaso unos 45 años. Como todos los vietnamitas, es delgado, de baja estatura y fibroso. Bebe sorbitos de té y fuma un cigarrillo tras otro. Le pido que cuente algo sobre Campos desolados. Voy anotando algunas de sus respuestas.
El filme está inspirado en un cuento del escritor Nguyen Quang Sang. Se desarrolla en la misma zona donde Hong Sen hizo la guerra y donde rodó el documental El camino que va hacia adelante, premio en el Festival de Moscú de 1969. En esa zona (Dong Bang Song Cuu Long), Sen luchó y fue herido en varias oportunidades.
Sus años como camarógrafo de guerra le han servido de mucho para hacer ficción; con voz pausada, narra algunas de sus experiencias antes del triunfo:
—Mis compañeros le apuntaban al invasor con sus fusiles; yo con el teleobjetivo. A veces, durante los bombardeos, metía los 36 kilogramos de equipos en un nailon y me sumergía hasta el cuello en el agua. Una vez permanecimos cinco días en un arrozal. Comíamos arroz crudo y junquillos… «Le habrá entrado agua al nailon?» No podía dormir. Primero pensando en mi cámara; después porque me ahogaba.
—Hay una secuencia del filme que me parece particularmente significativa. Es aquella en que entran por primera vez los helicópteros. La protagonista los mira fascinada: de pronto comienzan a disparar.
—Sí, eran animales grandiosos. Podían haber servido para la agricultura, para muchas cosas útiles. Pero los americanos los convirtieron en una pesadilla volante para nuestro pueblo… Como sabes, en el filme los helicópteros son protagonistas, encarnan al enemigo todopoderoso, al invasor; son el arma superior, que había que combatir sin derribar, porque la aviación estratégica podía usar el aparato abatido como señalización para bombardear las concentraciones guerrilleras… Muchos amigos murieron a causa de los helicópteros. También un tío mío, viudo, que siempre decía que un soldado que lleva el amor en la mochila es invencible, aunque muera. ¿Recuerdas esa frase en el filme? Es de él: no está en el relato de Quang Sang…
»A mi tío lo cazaron desde un helicóptero. Era ya un viejo, pero tenía agilidad. Estaba solo cuando lo vieron. Lo persiguieron sin dispararle, para verlo correr como un animal. Era un hombre solo, con un fusil contra una máquina de muerte. Finalmente lo acribillaron. Cuando encontramos su cuerpo descubrimos que en un bolsillo llevaba un estropeado daguerrotipo de la que había sido su esposa.»
Calla un instante. Bebe un sorbo de té.
—Cuando filmé la escena donde el helicóptero y el protagonista principal luchan, lloré. Nunca, durante la guerra, lo hice. Y esa tarde, rodando la escena, derramé viejas lágrimas por todos los caídos, por el hombre que, con un fusil y la foto de su esposa muerta en el bolsillo de su raído pantalón, combatió contra el dragón de acero, como un héroe de la mitología de mi pueblo…
Son las ocho de la noche. Desde la terraza de mi cuarto en el hotel Huu Nghi, contemplo las motos, bicicletas y ciclos (triciclos taxis) que hormiguean por la avenida Nguyen Hue, que va a desembocar en el Mar de China.
Ha refrescado un poco la temperatura. El cielo se ve despejado y sobre la ciudad parpadean las estrellas.
En el radio que está junto a mi cama, se comienza a escuchar en la delicada voz de una soprano vietnamita, una canción de melancólica música; conjeturo que la canción habla de amor. Aunque bien pudiera ser también un himno de guerra. O las dos cosas. ¿No decía el tío de Sen que es invencible el soldado que lleva el amor en la mochila?»
Campos desierto (Campos desolados, Canh dong hoang, Vietnam, 1979), de Nguyen Hong Sen, c/ Thúy An, Lam Tói, De Xuang, Chi Hong, 95′.
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