Haciendo ejercicio del título de moderno Balzac, cronista agudo de las vidas desgarradas, Georges Simenon sitúa la acción de su novela La viuda Couderc, publicada en 1942, en la olvidada Bourbonnais, una provincia histórica del centro de Francia, en una aldea que une a St. Amande con Montluçon. Es muy específico en la geografía provincial y en la forma en que el ambiente afecta el carácter de sus personajes. Sobre todo el de Tati, una viuda convertida en sirvienta en su temprana juventud que se apega a la casa como si fuera aquello que se le debe por los años de sacrificio. Es uno de los personajes femeninos más interesantes de la obra de Simenon, una campesina que se aferra a Jean, un hombre recién llegado, como una forma de salvación y de extraña condena. Simenon describe el encuentro como un «reconocimiento» mutuo, una extraña forma de fatal dependencia. El comienzo del affaire entre Jean y Tati se enraíza con la casa, la necesidad de él de cierto refugio -que sustituya al del hogar perdido y que borre el recuerdo de la cárcel-, y de ella de alguien que trabaje la tierra y le brinde el placer y la compañía que los hombres de su vida nunca le supieron conseguir.

En permanente disputa con su familia política, Tati sostiene un frágil dominio sobre su suegro a partir del sexo, y al mismo tiempo sabe que es ese elemento -el sexo- el que puede desbaratar su relación con Jean: su sobrina Félice, joven y atractiva, ronda como una carnada alrededor de la casa, alimentando el temor de Tati de perderlo todo. Simenon retrata el pasado de Jean de a retazos: es hijo de un rico destilador de la zona, fue repudiado por su familia debido a su tiempo en prisión, comete un asesinato como fruto de un impulso irracional -acá Simenon se adentra en las pulsiones malsanas, una herencia de Émile Zola, esas que recorren a algunos hombres de manera subterránea-. La sospecha que despierta en la región es por su condición de extraño y fugitivo, una anomalía en ese orden cerrado que condensaba el clima de ascenso del fascismo en Europa.

He aquí uno de los elementos que resultan claves en la adaptación de Pierre Granier-Deferre y su guionista Pascal Jardin: ambientada en el período de entreguerras -durante la crisis económica y política que siguió al escándalo Stavisky, que minó la estabilidad de la Tercera República y desencadenó una serie de revueltas de extrema derecha-, el tiempo del ascenso del fascismo y el creciente antisemitismo que condenó el intento democrático del Frente Popular Francés, El evadido (1971) es un retrato de ese momento histórico puntual, elemento que Simenon no acentúa por ser contemporáneo, y que Granier-Deferre construye como tema central de su película. A diferencia de lo que ocurre en la novela, el crimen de Jean (Alain Delon) recién se revela en los créditos finales: la muerte de dos altos funcionarios. Además, lleva consigo un revólver que guarda en el granero de Tati (Simone Signoret) y su condición de fugitivo le brinda a su estancia en la casa el mal augurio de la fuga. El Jean literario es un hombre definido por una conciencia de época que se teje en su interior de manera irracional, de ahí el paralelo que siempre se ha establecido con el señor Meursault, el protagonista de El extranjero -publicada también en 1942- de Albert Camus. Cierto desencanto, cierta percepción del sinsentido del futuro. El Jean cinematográfico es un personaje más racional, que construye un vínculo con Tati basado en las necesidades mutuas y la consistente honestidad. El deseo que experimenta por Félice (Ottavia Piccolo) nunca se encubre bajo el halo del amor y la lealtad a Tati se sostiene hasta el final.

Acá emerge el otro cambio radical que realiza la trasposición: en el final de la novela, el crimen que sobrevolaba el relato como un pulso fatal se consagra de la manera más brutal; en la película, la muerte proviene de una sociedad signada por la sospecha y la delación en manos de las fuerzas del orden que masacran a Jean como representante de esa otra Francia que debe ser combatida. Simenon elige un final lírico en su tragedia, con su protagonista descendiendo en las tinieblas de esas fuerzas oscuras que lo habitaban desde el principio, mientras que la «reinvención» que ensayan Granier-Deferre y Jardin opera un giro épico, al ver a Jean corriendo por la campiña francesa, acribillado por las balas de la legalidad, convertido en un mártir de ese mundo oscuro que se avecina con el fascismo. Por ello los personajes claves son los integrantes de la familia de Tati, la familia de Françoise (Monique Chaumette), Desiré (Bobby Lapointe) y Félice, quienes por diversos motivos denuncian a Jean a la policía y originan la tragedia. Félice está definida por ese aire aniñado, por el eterno desamparo y la fragilidad que la hace susceptible de actos indignos y nunca reflexivos; para Françoise y Desiré es la ambición de quedarse con la casa, el repudio a Tati por su condición de clase y a Jean por su lugar de extranjero.

Granier-Deferre usa dos elementos de la puesta en escena con insistencia: la música que desde el comienzo acentúa la fatalidad que persigue a Jean y la imposibilidad de revertir su destino aunque luche contra ello -elementos que son las claves de la mirada de Simenon-; y la importancia del paisaje, al que recorre una y otra vez en sucesivos planos, evocando las precisas descripciones de Simenon en los encuadres sobre el río y las embarcaciones que lo cruzan, la subida del puente, la pequeña esclusa, los lugares de labores y las modestas habitaciones de la casa. La apertura y cierre en iris en varias escenas afianza la perspectiva clásica del relato y se combina con el uso moderno del zoom en varios acercamientos a los personajes. Esa alternancia, casi como un juego con las formas, permite al director hacer los cambios de tono entre lo íntimo, que afecta al interior de los personajes, y el ambiente externo que modela ese halo asfixiante en el que deben sobrevivir.

La idea de la libertad como algo elusivo también es un elemento que Granier-Deferre trabaja a partir del material literario: en la novela la obsesión de Tati es más apremiante, está dada por sus constantes interrogatorios y se acentúa cuando cae enferma y se ve recluida a la habitación. En la película, la vigilancia sobre Jean proviene de la casa de enfrente, del uso de la ventana como punto de mirada de Félice. La vigilancia que ejercen las vecinas sobre Tati se hace evidente en el viaje al pueblo, en la escena del lavado y en el control que Françoise tiene sobre el puente levadizo.

Por último, la incubadora de pollos se convierte en el elemento que como futuro posible para Tati y Jean termina destruida en la escena final. La idea de una posible salida (para Jean y Tati y para Francia) queda trunca en esa represión final, una represión que se expresa en las armas del Estado pero que contiene un sentimiento que la sociedad civil encarna en su comportamiento. Que en el medio de la llegada de la policía aparezca un grupo de fascistas (al igual que habíamos visto una leyenda antisemita en las paredes de la iglesia) da cuenta de un tiempo oscuro que la aguda mirada de Simenon había percibido pero sin hacerlo explícito. Granier-Deferre (quien adaptó a Simenon también en El gato y El tren) consigue una mirada propia sobre un universo plagado de conspicuas ambigüedades.

El evadido (La veuve Couderc, Francia/Italia, 1971). Dirección: Pierre Granier-Deferre. Guion: Pierre Granier-Deferre, Pascal Jardin, Georges Simenon. Fotografía: Walter Wottitz. Montaje: Jean Ravel. Elenco: Alain Delon, Simone Signoret, Ottavia Piccolo, Monique Chaumette, Bobby Lapointe. Duración: 92 minutos.

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