No sé por qué sigo pensando en la segunda muerte de Troxler. Calculo que serán las altas cotas de borgismo –de circularidad, de paralelismos inesperados– de esta biografía menor lo que me subyuga y termina por descolocarme. Julio Troxler, militante peronista de toda la vida, egresado de la Bonaerense con el cargo de “oficial inspector”, abandona la institución con el golpe del 55 y se suma a las filas de la resistencia. Julio Troxler, que luego asciende meteóricamente en el aparato y se reincorpora a la policía, esta vez en calidad de subjefe provincial, mientras dura la primavera camporista. Troxler, a quién los matones de uniforme de Aramburu, en cierto modo sus antiguos camaradas de armas, fusilan en 1956 durante las redadas que siguieron a la rebelión de los generales Valle y Tanco, y que milagrosamente sobrevive sólo para caer ultimado por una ráfaga de ametralladora en 1974. Como si tras habérsele escapado de sus garras, la muerte le hubiera seguido los pasos durante casi dos décadas, fiel a una estructura, a una idea. Aunque no fue la muerte, que sólo existe como efecto y no como agente de la historia, sino la derecha argentina, específicamente la peronista, la Triple A, creciendo y prosperando bajo la mirada displicente de Perón, la responsable de urdir el remate de este chiste macabro: conducirlo hasta una callecita desconocida del barrio de Barracas, llamada todavía hoy José León Suárez, y acribillarlo por la espalda. Cuando lo matan hacía más o menos un año que se había estrenado Operación Masacre, la película del “Tigre” Cedrón basada en la novela homónima de Walsh, en la cual Troxler jugaba el doble rol de protagonista y narrador principal contándonos su primera muerte.
Rodolfo Jorge Walsh y Jorge Enrique Cedrón, otros dos asesinados. El primero en circunstancias conocidas (la carta, el grupo de tareas, el tiroteo, la desaparición del cuerpo, la casa reventada, su última novela perdida para siempre); el segundo, en París, en junio de 1980, en un aeropuerto, en una zona liberada por los servicios franceses, a los 38 años, sin responsables a la vista.
Habría que señalar tantas cosas de Operación Masacre, versión Cedrón. Digamos que, como en cualquier buena adaptación, los puntos de divergencia con el libro original son igual de relevantes que los de contacto. Si la novela de Walsh era un texto de denuncia, una investigación periodística que se le salió de las manos y acabó por fundar un nuevo género (el non-fiction), primereando a In Cold Blood de Truman Capote, la película del Tigre se acerca más a un ensayo documental sobre los años de la resistencia, el estatuto del peronismo y en última instancia, las condiciones sociales que hicieron posible la emergencia de las agrupaciones guerrilleras. Por estilo, por potencia, por construcción, el libro de Walsh podría haber sido la nouvelle que a Borges le hubiera gustado escribir de haber tenido algún tipo de sensibilidad social. La película, en cambio, se parece más al Facundo, es una recopilación de historias de vida, es un tratado sociológico, es un panfleto, un policial y en cierto modo, una profecía. En El cine quema, el libro insoslayable que Fernando Martín Peña le dedica a Jorge Cedrón, es Cedrón quien lo explica con sus propias palabras:
“El propósito de hacer Operación Masacre fue, primero, entender yo mismo qué era el peronismo y luego entender en profundidad el significado del movimiento y de la lucha de clases… Lo que había sucedido era, fundamentalmente, una lucha entre pobres y ricos. No es casual que los fusilados hayan sido obreros ni es casual que los hayan fusilado en un basural. Ahí lo que se planteó fue una zona muy álgida de la lucha de clases. A partir de ahí fuimos encontrando el hilo político de la película”.
Como los policiales, Operación Masacre empieza por el final, por la “masacre” antes que por la “operación”. (Breve comentario que debería estar al pie, pero no lo está, está acá, intercalado. En ninguno de los trabajos que he leído sobre el libro se le presta debida atención al increíble poder de condensación del título. Concretamente, a la medida en que fomenta, por parte del lector, una recepción que coquetea con el catastrofismo al mejor estilo diario popular tipo Crónica, al tiempo que logra, citando una frase muy conocida de Walsh, “decir instantáneamente lo que quería decir en su forma óptima”. Continuemos). En un largo travelling, la cámara nos muestra los cuerpos de las víctimas tirados en un descampado entre montañas de mugre y desechos humeantes. Amanece y Troxler camina entre los muertos como un espectro más. Desde allí, la trama se irá desenroscando en un gran flashback, recuperando una de las convenciones esenciales del género: hay un hecho sangriento que debemos esclarecer. ¿Cómo llegaron esos cuerpos allí? ¿Cómo se explica la desprolijidad de los sobrevivientes? La tierra arrasada, desde la cual unos pocos desafortunados se levantan y luego huyen, sugiere algo así como el día después del apocalipsis argentino, que es tan torpe y brutal, tan hecho a las apuradas, que ni siquiera se detiene en el conteo de las víctimas. Como un Aleph de la historia, en cuya pupila se reflejara y anticipara toda la violencia pasada y por venir, el resentimiento eterno de las fuerzas antipopulares, de Uriburu a Galtieri, desde los Martínez de Hoz –ministro y familia– hasta Domingo Cavallo y Alfonso Prat-Gay, el mismo ojo que contempla hoy a Milagro Sala encarcelada sin juicio previo y a todos los presos políticos del siglo XX, que abarca tanto a los muertos del “terrorismo de Estado” como a las masivas bajas colaterales del “terrorismo económico” de la deuda externa y las megadevaluaciones, ese apocalipsis y ese Aleph, decía, tiene nombre y apellido, más o menos la mitad de muertos que Malvinas y ningún feriado que lo recuerde. Son los bombardeos de Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955. Nuestro Guernica.
Con suma lucidez, Cedrón hace algo que Walsh no intentó, metido como estaba en el esclarecimiento de los hechos más inmediatos. Operación Masacre, la película, extiende la cadena de causación y la reconstrucción del crimen puntual se fusiona, gracias a las imágenes de archivo, con la necesidad de establecer las fuentes contextuales y coyunturales, sustanciales y accesorias, profundas, de la violencia política. Los asesinatos marcan un vector que nos transporta de sus autores materiales a los artífices históricos de una violencia de clase que asesina de muchas maneras, a corta, media y larga distancia. Los fusilamientos son colocados en la serie que inauguran los vuelos rasantes de los aviones de la Marina que masacraron a más de 300 personas en pocos minutos, casi todos trabajadores, peronistas y no peronistas, extranjeros y nativos, mujeres, hombres y niños por igual.
Pero la película no se queda ahí. Al anonimato de los grandes procesos, de la Historia con mayúsculas, Cedrón contrapone el meticuloso trabajo de reconstrucción de la memoria de las víctimas, de la misma manera en la que Walsh dedicaba la primera parte de su libro a “Las personas”. Entonces, en una mano, la Historia oficial, abstracta, general e indiferente, tal y como la concibe la burguesía. En la otra, que quizás sea la izquierda, la memoria popular, concreta, singular, carnal. Porque a nosotros los nombres sí nos interesan. Si las familias patricias exhiben un linaje, el resto de nosotros levantamos la bandera de la identidad, que supone participar en la Historia sin confundirse con ella. Cedrón traduce visualmente esta premisa a través de su fijación con los rostros de los actores. En Operación Masacre, la película, abundan los primeros planos como en Operación Masacre, el libro, se le otorgaba una importancia capital a las historias de vida. El hecho de que el narrador fuera una de los protagonistas reales de los hechos narrados potencia su carácter “indicial”, en el sentido peirceano del término: Troxler es Troxler y su primera acción en la pantalla es acercarse a un muerto y restituirle su identidad. Sale de su muerte para dirigirse hacia la de los demás y nombra, “este era Carlos Lizazo, tenía 21 años, trabajaba en una casa de remates con su padre”, y nos muestra un cuerpo, y luego, “aquí estaba Vicente Rodríguez, trabajaba de estibador en el puerto”, y nos muestra otro. Etcétera.
En El otro oficio, un corto desaparecido y recuperado del Tigre de finales de los sesentas, donde Héctor Alterio interpreta un albañil desempleado que busca angustiosamente la manera de parar la olla, un personaje secundario cuenta cómo los rajan sin preaviso, de un día para el otro. “Nos echan como mierda al río”, dice. El anonimato total. No hay nada más genérico que la mierda ni más opaco que las aguas del Río de la Plata, que como se sabe sirvió como la fosa común predilecta de los genocidas procesistas. En retrospectiva, la obra fílmica de Cedrón se asemeja a un extraño llamado de Casandra que nadie escuchó. Operación Masacre anticipa de modo cifrado la muerte de Troxler, de Walsh y de su director, consagrándose como uno de los filmes más importantes sobre el terror en nuestro país. Se trata de un texto excepcional que rebasa las fronteras de los géneros y si algún día se le hace justicia se instalará como un fuertísimo centro de canon, desmarcado de otras películas con las que comparte afinidades de estilo, contenido o anécdotas de realización. Será un hito insoslayable para leer tres o cuatro décadas. Cerca de La hora de los Hornos de Getino y Solanas; prima hermana de La Patagonia rebelde de Héctor Olivera; a años luz de El secreto de sus ojos o cualquiera de los bodrios de inspiración vagamente histórica para los cuales Campanella consiga financiación.
Según la leyenda, para solventar los costos de producción de Operación Masacre, Cedrón redireccionó parte de los fondos que le había concedido el gobierno de Lanusse con el propósito de rodar Por los senderos del Libertador, una película sobre la vida del General San Martín. También sabemos que para salvar buena parte de su cine de la hoguera, dispersó latas y rollos de celuloide en las casas de amigos en varias ciudades del mundo y que sólo hace muy poco tiempo, su hija, Lucía Cedrón, los pudo volver a reunir y restaurar. Apelando a Michel de Certeau, podríamos hablar en términos de “tácticas del débil”, o recurriendo al aparato teórico de Antonio Gramsci, usar los conceptos de “contrahegemonía y “guerra de posiciones”. O si nos pinta la jerga mediática kirchnerista, referirnos a la “batalla cultural”, da igual. La teoría –el ego de los teóricos– no nos interesa, sólo nos sirve como plan de operaciones, como guía de acción práctica. Aquí, Operación Masacre, el periplo de su supervivencia y el movimiento que empuja la obra del Tigre desde la periferia al centro del campo cinematográfico nacional, desde la clandestinidad a la luz, puesto lado a lado con la fragilidad de su vida particular, de la historia de su exilio y su asesinato casi de novela de espionaje, guardan una enseñanza. Constituye una lección compleja sobre el pasaje de la derrota a la victoria, sobre la transición de la historia a la memoria, acerca del futuro. En uno de los mejores pasajes de Operación Masacre Nicolás Carranza, uno de los asesinados, vuelve a poner en palabras el vaivén que va de la historia a la identidad: “Yo no importo, Garibotti. Yo estoy libre, hay compañeros que están presos y otros muertos”.
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Que bien hace leer a Valesi pordió. Excelente.