Se avecina un nuevo recital en Puerto Rico y, en conferencia de prensa, Rubén Blades sentencia: “El que tiene más pasado que futuro, reorganiza su tiempo”. La frase, que aquí surge en respuesta a especulaciones sobre su posible despedida, será repetida por el artista en otros momentos de Yo no me llamo Rubén Blades, el documental dirigido por el panameño Abner Benaim (Empleadas y patrones; Invasión), e incluso titula múltiples entrevistas recientes. Como comprobaremos a lo largo del film, el tic-tac del reloj es el metrónomo que marca el tempo de los pasos de Blades. Un tempo allegro en esmerado apremio por hacer, decir, ordenar todo aquello que se deba antes de que “papá dios sople y apague la vela”, como dirá otra eminencia de la salsa, Andy Montañez.

¿Cuál es el motivo de esta prematura preocupación por la muerte? Después de todo, “el intelectual de la salsa” luce vital, e incluso el documental se encarga de mostrarlo realizando ejercicios físicos y procurando llevar una vida ordenada. Quizás los responsables sean los aniversarios, esos números redondos que le indican que arribó, en 2018, a los 70 años de vida y los 50 de escenarios. A decir verdad, estamos frente a un artista que le echó un ojo al tiempo y su acelerado tranco a lo largo de toda su carrera. Allí está esa canción de 1999 titulada, justamente, Tiempos, donde dice: Hay un tiempo pa’ vivir, y otro para terminar. Hay un tiempo pa’ morir, y otro para comenzar”.

Cuenta Blades que la muerte se le presentó cuando tenía tan solo cuatro años. Caminaba un día junto a su abuela, cuando un cortejo fúnebre pasó frente a ellos. Luego de indagar sobre el motivo de aquella ceremonia, el pequeño Rubén preguntó “¿Tú te vas a morir, abuela?”. “Sí. Y tú también”, responderá ella, haciendo gala de una sinceridad pedagógica que causaría envidia en un taller de crianza positiva. Esa temprana revelación, devenida ahora en desvelo, es el motivo oficial de este documental.

Cuando Benaim le pregunta “¿Por qué hacer este documental, Rubén?”, Blades cuenta la angustia que le produjo ver que Prince se moría a los 57 sin haber dejado testamento. “Yo tengo mi testamento hecho. Esto (la película) es una parte de ese testamento”. Si la afabilidad y total entrega del personaje ante la cámara y el acceso a lugares intimísimos del cantautor, plantaban tempranas sospechas de estar frente a una biopic autorizada, aquellas palabras del protagonista terminan por confirmarlo. Si es, o no, un documental por encargo, no lo sabremos. Lo que es un hecho es que su figura como productor asociado del film lo transforma en juez y parte. Es por eso que las falencias de la película no se alojan en aspectos laterales, sino en su adn de historia oficial, sometida a un discurso ordenado y lineal que omite contradicciones y tensiones.

La remera que Blades luce en varias escenas, con la frase “El mundo sólo será del que camine sin miedo”, advierte que este no será uno de esos retratos en los que el protagonista desnuda sus titubeos y pasos en falso. El problema radica en que Benaim no haya plantado aquí y allá algunos elementos discordantes que permitan vislumbrar una duda, una disyuntiva, que le inoculen profundidad e imprevisibilidad a la película. No quiso, no pudo. ¿Qui lo sa? Sea por admiración, por amistad, o por contrato, la cosa es que Benaim permanece por los seguros rieles del homenaje, dejando pasar estaciones en las que hubiera sido interesante detenerse. Por ejemplo, su contradicción de ser un latinoamericano viviendo holgadamente en Manhattan gracias al dinero que le reportaron esas bellísimas y lúcidas canciones que narran las injusticias sufridas por seres postergados. O el cimbronazo que debió haber sido la repentina aparición de un hijo de 37 años y su nieta, de seguro una situación mucho más difícil de asimilar que lo que reflejan esos breves minutos de pantalla dedicados al tema. Otro de los puntos menos explorados tiene que ver con su participación política. Alcanzamos a escuchar que una persona le pide que interceda entre la oposición y el gobierno venezolanos, pero no sabremos cuál es su opinión sobre ese conflicto y qué balance saca Blades de su participación política entre 2004 y 2009.

En su recorrida por Panamá junto a Benaim, Blades reconoce el lugar donde cantó por primera vez: el interior de un edificio de departamentos en cuyos pasillos buscaba el eco que le permitiera sonar como un disco. El documental puede pensarse de esa manera: la voz de Blades y su eco, compuesto en este caso de valiosos testimonios de familiares, compañeros y referentes musicales que despliegan un rosario de elogios sobre el homenajeado, pero sin constituirse en voz alterna. 

Con todo esto, sin embargo, Yo no me llamo Rubén Blades tiene virtudes que la redimen. En primer lugar, el espacio de intimidad que logra Benaim con esta mega estrella, que le permite no solo absorber el enorme carisma del artista, sino además poder desplazar el corte más allá de donde Blades parece imaginarlo, dando la posibilidad de vislumbrar pequeños instantes de reflexión en un personaje que parece tener todo pensado. Otro aspecto a destacar es el poder transmitir el vertiginoso día a día de una celebridad. Un vértigo que puede sintetizarse en ese plano en el que Blades, luego de rezar en ronda junto a su banda, aguarda silencioso en cuclillas sobre una tarima levadiza, mientras por el hueco del escenario alcanzamos a ver un estadio inmenso y colmado. Por fin el ok de los técnicos llega y Blades se pone de pie, la tarima comienza a ascender, los reflectores lo iluminan y la masa ruge. El que diga que esa escena no le despertó ganas de ser Blades por un minuto, miente.

Los testimonios presentes en el documental son otro punto a favor. No tanto los de Sting y Paul Simon, que ofician de San Pedro del paraíso musical, sino de colegas referentes de la salsa y la música latina, que explican de forma clara y apasionada por qué se habla de un antes y un después de Rubén Blades en la salsa, el giro que representó para un género que sólo buscaba entretener, el surgimiento de este trovador que sobre las alegres bases de la salsa narra lo que pasa en las calles y denuncia la intromisión imperialista en Latinoamérica.

Comenta Blades, durante una recorrida invernal por New York, que Gabriel García Márquez le dijo en una ocasión “Tu eres el desconocido más popular que yo conozco”. Le pareció atinado, pues es consiente de que son muchas las personas que conocen algo vinculado a él, pero pocas las que conocen todas sus facetas: eximio cantante, autor de letras maravillosas como la de Pedro Navaja, abogado recibido en Harvard, empleado de correo en la vieja productora Fania, ex Ministro de Turismo y ex Candidato Presidencial de Panamá, etc. Otro mérito del documental es presentar todos los fascículos de la vida de Rubén Blades en tan solo hora y veinte.

Durante la presentación del documental en el Festival de Cine Latino HBO de New York, Blades reconoció no haberlo visto, aún. Dijo que planea hacerlo recién en 2025. Quizás el arista, que dice hoy estar “doblando la curva hacia una meta inevitable”, aguarde, al mirarse en este semblante, lograr que, como dice la citada Tiempos, “cuando llegue la hora del fin de mi camino, que mi sonrisa diga, que acepto lo que fui.”

Calificación: 6/10

Yo no me llamo Rubén Blades (Argentina-Panamá, 2018). Dirección: Abner Benaim. Producción: Gema Juárez Allen, Abner Benaim. Producción ejecutiva: Gema Juárez Allen. Coproducción: Cristina Gallego. Dirección de fotografía: Gaston Girod, Mauro Colombo. Montaje: Felipe Guerrero. Diseño de sonido: Lena Esquenazi. Música: Rubén Blades. Elenco: Paul Simon, Sting, Residente, Gilberto Santa Rosa. Duración: 85 minutos.

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