Inmersa en un tiempo elástico y difuso, la existencia de Luisa (Érica Rivas) se sumerge lentamente en los espacios apenas habitados que la rodean. Su silueta, a tientas recortada sobre esos entornos, que son encierro y refugio al mismo tiempo, intenta recuperar un pálpito de vida violentamente ahogado por la pérdida y el desconsuelo. La luz incidente no es una película sobre los muertos sino sobre los que quedan cuando ellos ya no están. Ese duelo que Luisa transita en estaciones internas, registradas como paradas de su espíritu en planos fijos de composición exacta, dominadas cada una de ellas por distintos estados de ánimo, por humores inciertos e inexpresables, no supone tanto el intento de lidiar con los recuerdos y las ausencias sino un desesperado impulso de seguir adelante, un voraz deseo de aferrarse a una vida que de pronto ha quedado a la deriva. Luisa ha perdido a su marido y a su hermano en un accidente automovilístico. No es solo su pérdida la que define esta historia sino la de toda una familia que de pronto ha quedado marcada para siempre por la tragedia. Joven, viuda y con dos hijas pequeñas, junto a su desamparo afectivo se revela su indefensión social en una mundo exterior que demanda un reajuste demasiado pronto para las heridas emocionales.
Situada en los tardíos 60 pero sin los habituales recursos de fijación temporal como referencias históricas o memorabilia de la época, La luz incidente recoge como punto de partida un suceso familiar del pasado de su director, Ariel Rotter. Orson Welles creía que cualquier obra era buena en la medida que expresaba a quien era su creador y la cercanía de Rotter con el mundo allí representado se percibe en su incesante intento por comprender y abrigar el dolor de su personaje antes que en la ambición por delinear su propio estilo. Ese cuidado blanco y negro de tonos plateados y textura acerada que define cada una de sus imágenes concentra el desamparo definitivo de Luisa, su soledad irreversible, esa sensación de que el mundo ya no volverá a ser como era antes, pese a que los días pasen y la vida continúe. Lo que Rotter consigue en La luz incidente es dar expresión a un sentimiento, íntimo y solitario, que parece resistir el hacerse visible. El duelo de Luisa es algo que Rotter persigue incansablemente con su cámara, atento a cualquier atisbo real por más opaco o refractario que sea. Es que él sabe de antemano lo ardua que será su tarea, como Luisa comprende de entrada, de manera intuitiva e irracional, que ciertas heridas sangrarán para siempre.
En la primera escena de La luz incidente, la madre de Luisa (Susana Pampin) recuerda de manera cálida y afectuosa, con un dejo de nostalgia antes que de profunda tristeza, a ese hijo que –descubriremos después- ya no está. De él quedan, como flotando en el aire, los recuerdos de sus borracheras adolescentes, una culpa lábil y nunca pronunciada por ser quien conducía el auto en su recta final al accidente, y la urgencia de dar cierre definitivo a ese presente apenas extinguido del que solo sobreviven unas frenadas en el pasto seco al costado de la ruta. La pena de la madre es solo suya, contenida por cierto pudor social y por respeto al dolor de su hija que intuye todavía en carne viva. Es que la figura del marido perdido es tan inmensa para Luisa que no quedan más lágrimas para llorar, ni por su hermano ni por el dolor de los demás. Los recuerdos del pasado, las fotografías ajadas, las pertenencias guardadas en el cajón de un escritorio son todos de y para Ricardo, el amor soñado, el que dejó esos breves años felices junto al perfume que todavía se conserva en la tela limpia y planchada de sus camisas. Ambas muertes, consignadas como desapariciones, dejan con su ausencia ese nudo de sentimientos suspendidos, esas emociones que todos los muertos inspiran, esas deudas y reproches, esas palabras sin destinatario que se consagran al definitivo silencio.
Como Truffaut en La habitación verde, Luisa se resiste a una rápida despedida. Si Julien (interpretado por el mismo Truffaut en su última aparición como actor) celebraba su eterno duelo en ese santuario plagado de fotos, velas y objetos del pasado, Luisa resiste en su propia casa, vigilando el sueño inocente de sus hijas, escapando de quienes le recuerdan lo que hasta hace poco era su vida y ya no existe. Sin embargo, su entorno tiene otros tiempos: su posición económica se ve amenazada ante la falta de quien era su sustento, la crianza de sus hijas parece un desafío difícil de afrontar en soledad, y la sensación de que su vida debe reanudarse se impone en cada salida al exterior, tanto cuando va al estudio de su esposo a recoger sus pertenencias como cuando conversa con su madre sobre su futuro. En ese horizonte todavía regido por la incertidumbre y el desasosiego aparece Ernesto (Marcelo Subioto), un contador simpático y algo galante, soltero y seguro de lo que quiere en la vida, que iniciará un cortejo firme y consecuente, dispuesto a tomar las riendas de una vida que para Luisa, cree, se ha tornado inmanejable.
Ernesto es quien viene a restaurar el orden perdido. Un orden que se ha extraviado en un limbo atemporal, el mismo en el que Rotter instala a su película, anudada en sucesivas elipsis que definen ese mínimo movimiento interior que la impulsa hacia adelante. Son los pequeños gestos interpretativos de Érica Rivas, los sutiles detalles del mobiliario hogareño, y la circularidad del movimiento de los cuerpos los que hacen palpable la extranjería de ella para con una realidad que no responde a ninguna lógica ni previsión racional. Es el espacio del fuera de campo, que Rotter trabaja a partir de las aberturas y las distancias en los espacios, el que Ernesto viene a llenar. Su lugar en la foto familiar, su mirada hacia las mellizas que desvían hacia otro lado la percepción de aquello que intuyen que falta, su insistencia tras la puerta con la guitarra en la mano: la energía de Ernesto no puede ser sino reparadora –como lo es para la madre la venta de la quinta como último lugar depositario de la presencia de su hijo- en el sentido de sellar ese hueco de la ausencia y restaurar el bienestar perdido. Las palabras importantes que pronuncia Ernesto no son las del idilio amoroso sino aquellas que afirman la reanudación de una vida tal cual estaba prevista.
La imprevista angustia que despierta la figura de Ernesto para Luisa se condensa en su inexpresado temor al olvido, algo que también preocupaba obsesivamente al Julien de Truffaut frente al paso del tiempo y la sensación de que sus muertos se extinguían como las velas que adornaban su habitación fantasmal. Su memoria era su único tesoro y el ceremonial mortuorio no era más que la afirmación de ese recuerdo palpable que no quería que se evaporara con los nuevos acontecimientos que traía el presente. Luisa, aún a sabiendas del dolor que ello le causa, hace de su duelo un descubrimiento, el de su propia existencia pasada, el de su memoria, como el último tesoro de una vida que no se extingue con su desaparición física.
Aquí puede leerse un texto de José Luis Visconti sobre la misma película.
La luz incidente (Argentina, 2015), de Ariel Rotter, c/Érica Rivas, Marcelo Subioto, Susana Pampin, 95’.
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Interesante reflexión, la voy a ir a ver, esto me va a ayudar a recepcionarla mejor como espectador.
No viene a cuento, sin embargo me gustaría reclamarles que publiquen críticas de películas de Ben Wheatley, de quien no he leído nada aquí.
Salud y sigan adelante, soy lector silencioso del sitio.
Gracias por la lectura, Fernando, y tendremos en cuenta el pedido.
Un saludo!
Paula Vazquez Prieto.
Muy buena crítica de una de las películas argentinas que más me gustó en estos últmos años. Creo que el film tambien tiene rasgos de la nouvelle vague, pero sin tratar de ser una evocación manierista. Relata una época, que hoy parece muy lejana, sin subrayarla. Y la insistencia en mostrar desde la cámara los límites del departamento, me hacía pensar en el mundo interior del personaje de Luisa, mundo del que no podia o quería alejarse.