Primer plano de un hombre que toca la gaita y entona una canción tradicional polaca sobre un amor desdichado. El hombre está sumamente abrigado, parado en medio de la nieve del invierno polaco. La cámara se mueve con un paneo hacia la izquierda y toma al violinista en la misma acción, y luego lo hace un poco más allá para capturar a un niño que los observa. Este es el prólogo de Cold War (Zimna wojna, 2018), película del realizador polaco Pawel Pawlikowski, recordado por Ida (2013), que recibió el Oscar a Mejor Película Extranjera en el año 2015.
En este breve comienzo, el director ya nos brinda bastante información, que luego se irá desplegando con el avance de la trama. El blanco y negro sitúa la ficción en un tiempo pasado, específicamente en la Polonia de posguerra, donde tanto la población como las diversas artes populares debieron adaptarse a los lineamientos estrictos del régimen comunista de Stalin. La canción de amor desafortunado anticipa el género melodramático, en el cual la música no solo será el vehículo que unirá a los protagonistas, sino también un elemento empleado por el director para dar cuenta del estado anímico de los personajes. El formato de pantalla cuadrada y el plano cerrado también pueden leerse como signos de asfixia en un régimen opresivo, como de encierro en un vínculo tortuoso del cual los protagonistas no podrán salir.
En 1949, Wiktor (Tomasz Kot) es un músico polaco, que junto a su colega Irena (Agata Kulesza) viajan por las distintas aldeas de Polonia, bajo instrucciones del gerente y burócrata del régimen Kaczmarek (Borys Szyc), para encontrar jóvenes talentos aptos para ser parte de una compañía de música y danzas tradicionales que sirva como propaganda de las bondades del régimen comunista en materia de la reforma agraria y pacificación. En el periplo de los artistas, Pawlikowski va marcando la tensión social interna que caracteriza a la Polonia de posguerra entre la fuerte impronta católica que existía previamente a la guerra, cercana al nazismo, y el ateísmo del régimen comunista de la ocupación. Esta contradicción se puede apreciar en la escena en la que el burócrata toma sopa sentado a la mesa en una casa de familia, mientras en la pared (a la cual le da la espalda) se observa un cuadro de la virgen, y también en el momento en el que recorre una iglesia en ruinas donde los ojos del fresco y el plano cenital sobre Kaczmarek realzan la mirada y del juicio de Dios sobre él.
Hay una escena que me interesa mencionar porque allí se revela claramente la capacidad del director para transmitir, desde la composición visual, las intenciones o estados anímicos de los personajes. En la celebración posterior a la primera presentación de la compañía Mazurza en Varsovia, Pawlikowski toma a Wiktor e Irena apoyados contra un gran espejo en el que se reflejan los jóvenes festejando, los miembros del partido felicitándolos y la adulación de Kaczmarek, mientras sus rostros muestran fastidio y aburrimiento. Al tomarlos de esa manera, el efecto visual nos descubre que ellos quedan dándole la espalda a todo el jolgorio y los halagos que provienen de ese régimen que los usa con fines de propaganda para ensalzar la figura del proletariado y su sujeción al líder del partido.
Durante el casting en el antiguo palacio de los terratenientes donde se producirá el encuentro entre los amantes. Será la línea del coro del tema musical que cante Zula (Joanna Kulig) -que reza “En las alas encantadas del corazón está la felicidad y el hechizo”-, ante la fascinada mirada de Wiktor, la que sellará el flechazo entre ambos. Él es más maduro y virtuoso en el piano y ella es una joven desenvuelta, misteriosa y seductora con su canto de sirena. Si el goce femenino es aquel que se experimenta en el cuerpo sin una localización precisa, y sin poder ser traducido en palabras o en un saber, el canto donde el propio cuerpo es utilizado como caja vibratoria es apto para dar cuenta de él. Wiktor acompaña a Zula en el piano, permitiéndole brillar en la escena con su canto. Él siempre está en los márgenes, va dando el tono, oficiando así de relevo para que Zula alcance la experiencia orgásmica del goce femenino. Esto lo indica el director con los movimientos de cámara, como la panorámica en 360 grados que partiendo desde Zula gira a su alrededor descubriéndonos en el trayecto a Wiktor que la sostiene con su mirada amorosa desde el lateral del escenario.
Zula tiene una sentencia en suspenso por haber atacado a su padre en defensa propia cuando quiso abusar de ella. Esta será la debilidad de la que se aproveche Kaczmarek, quien también la codicia, para interponerse entre los amantes, utilizando a Zula como medio para espiar a Wiktor. Es interesante como Pawlikowski trabaja de manera sutil la rivalidad entre los dos hombres por Zula, recortando la mirada siempre vigilante de Kazmarek, quien tiene el poder del Estado, sobre Wiktor.
La regulación del Estado, que requiere la plena aceptación de los principios del régimen comunista, se opondrá al deseo de unión de los amantes. Pero no solo cuestiones políticas se interponen en la posibilidad de que los amantes consumen su amor de manera plena y libre, también hay limitaciones subjetivas. Para cuando la compañía viaje a Berlín en 1952, ciudad que marca la línea divisoria entre el comunismo y el capitalismo, Wiktor le propone a Zula fugarse juntos hacia París. Los miedos de Zula frente a un mundo totalmente desconocido y ante la posibilidad de que el vinculo fracase, harán que falte a la cita para escapar juntos. Son cuestiones de índole psicológica las que se montan sobre las cuestiones políticas, dejando separados a los amantes a uno y otro lado del muro. La posición de Zula podría pensarse como histérica, ya que sostiene su deseo insatisfecho. Por eso ante la posibilidad de consumar libremente su amor, inconscientemente hará lo posible para mantenerlo irrealizado, para que así el deseo entre ambos se siga sosteniendo con el correr de los años a partir de la imposibilidad. Otro punto que sitúa a Zula en posición histérica es el lugar de la Otra mujer. Aquí aparecen sus celos ante Juliette (Jeanne Balibar), la amante de Wiktor, y no sin razones. Juliette es poetiza, y siendo la poesía un arte que se ocupa de la musicalidad de las palabras, esto indica que algo sabe de la experiencia del goce femenino, ese que se alcanza cuando la palabra de amor toca el cuerpo. El interés y la rivalidad de Zula por la Otra es porque le atribuye un saber sobre el goce femenino y el deseo de Wiktor por ella, desconociendo el magnetismo que causa su gracia y su propia voz.
Es un elemento interesante de la puesta en escena que el bar de París en el que Wiktor toca jazz se llame “L’eclipse” (El eclipse). Zula y Wiktor son tomados simbólicamente como dos planetas, y el paso de uno sobre el otro crea efectos de oscuridad. En el período en que los amantes están distanciados, el eclipse alude a un periodo de oscuridad y deslucimiento para él, cautivo de la soledad del amor y pasando penurias económicas; mientras que, del otro lado, Zula sigue brillando y creciendo como estrella de la compañía Mazurka. Y cuando los amantes estén juntos en París, se produce la alegría de Wiktor por reencontrarla y poder grabar un disco, pero la caída de Zula en la desesperación de los celos y la ira por saberse vendida a cambio de favores. En esta misma línea, el director realiza un interjuego con la luz y la sombra en la escena en que Wiktor musicaliza una escena de cine como forma de ganarse la vida. Con clara referencia al expresionismo alemán, la irrupción de la sombra nefasta del asesino en la película se contrapone a la irrupción de la luz en la sala cuando Zula abra la puerta y se presente ante él. Zula es para Wiktor tanto la oscuridad, porque al quedar del otro lado del muro representa una mujer que lo arrastrará hacia diversos padecimientos, suerte de femme fatale (como la define uno de los espías rusos que lo detienen en su visita en Yugoslavia), y también la luminosidad que significa quedar maravillado y encandilado ante la presencia de la que es para él la mujer de su vida.
El director polaco trabaja hábilmente el contraste entre los dos mundos en la Guerra Fría. En una primera vista podrían situarse las luces de la libertad y la bohemia parisina, la vida vibrante y culta de la música jazz, en contraposición a la pulcritud, la claridad y la simpleza de la tradición y el ambiente pueblerino de la Europa ocupada por el comunismo. Pero, en una mirada detallada, puede observarse que estos mundos tienen su complejidad, sus claroscuros. Así, Pawlikowski plantea tanto una crítica al régimen comunista en el que la pureza autóctona tiene como contracara la opresión y el adoctrinamiento, como también al capitalismo en el que su aparente libertad tiene como precio la venta de la fuerza de trabajo o del cuerpo de la mujer como objetos de intercambio para intentar alcanzar los anhelos individuales.
Pawlikowski dedica este melodrama, signado por encuentros y desencuentros a lo largo de quinceaños, a sus padres; pues según ha referido se inspira, sin aspirar al realismo, en la tumultuosa historia de amor que han mantenido. El tiempo en esta película romántica aparece como un elemento central. La temporalidad de los amantes es una temporalidad que aspira a lo eterno; como lo expresan las referencias a la metáfora del poema de Juliette que cantará Zula (“El péndulo mató al tiempo”) y la canción de rock “Rock around the clock” que plantea rockear desde la noche hasta la plena luz del día. El realizador polaco en esa tensión entre la aspiración hacia lo absoluto de la pasión amorosa que expresan sus personajes y lo efímero que sostiene la realidad se muestra deudor del cine de Truffaut, quien abordó esta temática en gran parte de su filmografía. “Siempre estarécontigo, en todas partes y hasta el fin del mundo” y “Llévame lejos de aquí. Pero esta vez para siempre”, dice Zula. La idea del amor que sostiene es el Amor Pasión, ese amor que aspira a la completud, a la infinitud y por el cual se sufre porque involucra realizar terribles concesiones y sacrificios en el afán de estar juntos. Se trata de un amor trágico, que conduce inevitablemente a la muerte, como única condición en la cual puede consumarse, porque es un amor que no soporta la castración, la posibilidad del límite o del cambio. Como expresa claramente el director en una entrevista para la televisión española: “Del amor humano esperamos grandes cosas, algo absoluto. Pero nunca es absoluto, siempre es relativo y depende de cómo eres en la vida y de tu carácter. La tragedia es que esperamos mucho del amor. El amor divino puede ser absoluto, el amor humano es relativo y a veces cómicamente absurdo”.
Es de destacar la maravillosa estética fotográfica de la película, donde el director sostiene la simetría en cada composición y cuida el contraste del claroscuro mediante la iluminación, la que acompaña hábilmente por la música. Esta minuciosidad hace de cada plano un acontecimiento estético, donde se exaltan los sentidos y la emoción del espectador acercándolo a una experiencia que trasciende la belleza y se acerca a lo sublime, a ese más allá de la imagen armónica anunciándonos la tragedia. Y esa cruz que se dibuja en la encrucijada de caminos, donde dejará el ómnibus a los amantes, será el signo de su último destino.
Cold War, por la delicadeza y la sutileza de cada uno de sus detalles de puesta en escena sin pretensiones grandilocuentes, y un guion que apela a las emociones, interpretado magníficamente por la pareja protagónica sin caer en subrayados ni en golpes bajos, se constituye sin lugar a dudas en un notable melodrama, no sólo para recordar sino al cual volver más de una vez. Pawlikowski logra transcender la época en la que ha anclado su película y nos habla de hoy y del futuro, interpelándonos en la construcción de un nuevo amor, uno que no se rebaje a la fluidez del intercambio capitalista y que tampoco aspire al absoluto de la nostalgia pasada ni de la eternidad futura, sino que se viva en presente, inventándose como nuevo cada vez.
Cold War (Zimna wojna, 2018). Dirección: Pawel Pawlikowski. Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki, Piotr Borkowski. Fotografía: Lukasz Zal. Montaje: Jaroslaw Kaminski. Elenco: Joanna Kulig, Tomasz Kot, Agata Kulesza, Borys Szyc, Cédric Kahn, Jeanne Balibar. Duración: 88 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: