Qué fácil hace todo Matías Piñeiro. Qué manera simple y eficaz de inventar imágenes. Con qué virtuosismo su cámara resuelve lo que los diálogos de la película plantean como una contradicción con la que los personajes no sólo tienen que convivir sino que además dicen disfrutar: Agustina Muñoz afirma que no quiere ir a Estados Unidos y que no va estar con el chico que allá la espera, pero inmediatamente después dice que tal vez vaya y que tal vez termine estando con el chico, sólo porque le gusta contradecirse. Esta expresión de deseo, que es puro parlamento, que es puro guion, Piñeiro la vuelve imagen nueva fundiendo dos planos en contrapicado que a la vez son dos travellings que avanzan en direcciones opuestas: nos alejamos del cielo de Buenos Aires al tiempo que nos acercamos al cielo de Nueva York a través del puente de San Francisco.
Los capítulos de Hermia & Helena no están divididos por las leyendas que se imprimen sobre la pantalla y que informan, entre otras cosas, el paso del tiempo, sino por este tipo de fundidos encadenados que exponen la naturaleza del sistema formal adoptado por la película y encierran la complejidad de un modo de decir único, novedoso, singular. El plano final, también en contrapicado, con ese cielo cargado de nubes y relámpagos, no es otra cosa que la confirmación de la puesta en escena: celebración de la noche y de la tormenta que se viene, celebración de los cielos que se funden para descomponer el mundo.
A medida que la película avanza el juego se hace evidente; el alejamiento, que no es distancia ni frialdad de la forma sino puro ensayo y desorientación, es paulatino pero constante: sobre las imágenes se lee “un mes antes”, “dos meses antes”, “tres meses antes”, pero el personaje de María Villar parece no bajarse nunca del camión de mudanzas que maneja, como si se tratase siempre de un mismo viaje. Los personajes de Piñeiro son piezas de ese juego con el tiempo y el espacio que el director viene haciendo desde sus primeras películas.
La funcionalidad de los objetos en su cine está asociada al movimiento y al traslado de los mismos antes que al simbolismo que estos puedan encerrar; por sus películas deambulan libros, cartas, postales, besos y nombres célebres, todo teñido de un aire de falsedad que no hace otra cosa que obedecer al artificio del engaño y la distracción: ningún libro es original, ninguna carta parece decir la verdad, ninguna postal devuelve la fisicidad del paisaje, ningún beso parece sentido. Es que en esa movilidad lo que prima no es la orientación y el ofrecimiento de pistas para llegar a un desenlace posible sino la idea del robo y la captura: primero fue Sarmiento; ahora, y desde Rosalinda, pasando por Viola y La princesa de Francia, es Shakespeare. Estos nombres célebres orbitan alrededor de los personajes, siempre de manera lateral, siempre como una presencia tácita antes que física. Las propias Hermia y Helena, de hecho, apenas tienen participación. Están ahí, como una línea que corre en paralelo a la historia principal pero que nunca se impone. Son personajes de un futuro sugerido e inminente pero jamás resuelto.
Piñeiro captura a Shakespeare para luego correrlo a un costado. Lo que vemos no es la adaptación de su obra, en este caso Sueño de una noche de verano, sino su apropiación y su consecuente descomposición.
El pasado literario y transnacional es el punto firme del que parte su cine para desordenar el presente. La solemnidad convertida en canon a través de los siglos se vuelve, película tras película, actualización del juego y el engaño a fuerza de repetición y desorden.
Hermia & Helena (Argentina, 2016), de Matías Piñeyro, 87′.
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