Ver una película mala puede provocar tanto (o más) placer que ver una película buena. Sí, está bien, utilizar los términos “bueno” o “malo” para referirse a una obra de arte, en este caso a una película, es sumamente simplista, pero así son los convencionalismos. Convencionalismo aceptado, una película mala es esa que pone al espectador en un lugar incómodo, no por la intención de las imágenes sino a pesar de ellas. Es una película cuyo verosímil se resquebraja a cada segundo, dejando entrever que las mentes detrás de ella no estaban muy seguras de lo que estaban haciendo, y de esta manera se desmorona esa ilusión, hipnótica e inmersiva, que es fundamental para que el cine funcione. El placer, al ver una “buena” película, recae en dejarse llevar por un mundo nuevo y pasar a formar parte de tal, dialogando de manera individual con las imágenes. Al ver una película mala, el placer se ve desplazado y consiste en, justamente, meter el dedo en las grietas, tomar distancia y disfrutar (con un poco de cinismo lúdico) de lo que en la mayoría de los casos de vuelve una comedia involuntaria. ¡Ojo! No toda película mala es digna de verse o de ser apreciada en los niveles o sentidos mencionados, pero cada tanto alguna joyita se cuela desde las entrañas del limbo cinéfilo, donde habitan las parias fílmicas. Este es el caso de Sharknado. La película, cuyo título se podría traducir literalmente al español como “Tiburnado”, es, como el nombre lo anuncia, un mash-up entre Tiburón y Twister, con espíritu aventurero y diálogos trillados, dónde un grupo de sobrevivientes se propone combatir el nuevo mal que acecha a la ciudad de Los Ángeles: tres tornados acuáticos infestados de tiburones devora-hombres. Hermoso.

Esta nueva producción del Syfy Channel (y esta vez no de Roger Corman, como si lo había sido su predecesora conceptual, Sharktopus) parece filmada por un Ed Wood moderno, haciendo uso del viejo recurso de hacer pasar imágenes de otros registros como propias, y no con mucha sutileza. En cierto momento, se ve la aleta de un tiburón que recorre las calles de la ciudad, y cuando se hace un primer plano del animal, pasa a una imagen claramente documental de un tiburón en el océano, y no sólo la película reitera el recurso un sinnúmero de veces, sino que recicla y reutiliza las mismas imágenes documentales (a veces girando la imagen, viste, para que no quede todo igual).

Para que la noción de trasherismo no abandone en ningún momento al espectador, involuntariamente, el director parece no tener noción alguna de las reglas físicas, del espacio-tiempo, y sobre todo, del tiempo cinematográfico. Como en un dibujo animado, las dimensiones y las distancias se expanden o se contraen dependiendo de lo que la trama requiera en determinado momento,  lo que tenga que durar un diálogo, lo que permita la locación o lo que los deficientes efectos CGI puedan mostrar. La película crea climas oníricos sin siquiera proponérselo, porque el verosímil es tan frágil que sólo podría explicarse dentro de un sueño. La representación del paso del tiempo es absurda y no se ve acompañada por ninguna cuestión estética. Puede estar nublado y en el siguiente encuadre brillar el sol, puede ser de noche y el día llegar al instante, puede inundarse un lugar y en la siguiente toma estar seco y reluciente. No hay coherencia alguna entre las decisiones tomadas en cada una de las escenas que se van sucediendo como si fuese una causalidad lógica que en realidad no existe.

Al comienzo, cada encuadre dura menos de tres segundos, el montaje apabulla y marea, como en aquellos primeros minutos de Los juegos del hambre, donde los montajistas parecían haberse bajado media bolsa de merca mientras editaban los primeros cinco minutos, y así, Sharknado muestra de forma vertiginosa una escena donde no está pasando nada. Luego, más de la mitad de la película ocurrirá dentro de un automóvil, con cámara fija, y los personajes discutiendo en su interior. Alguna escena de acción intercalada para “divertir”, y por último un final que resulta lo más luminoso y festivo de la película. Cada tramo con un manejo distinto y poco eficaz de los tiempos, y por lo tanto, y por mutuo contraste, pasa a volverse interesante de ver.

Sharknado trabaja todo el tiempo con un verosímil heredado de la televisión (con el que también trabajó Darabont en La niebla, pero con un tono un tanto más autoconsciente), y por eso se permite las libertades y los presuntos errores que en el sistema de representación cinematográfico puro estarían mal vistos. Actores con registro actoral pobre y fisic du rol clichéoso, efectos especiales deficientes y dirección amateur, todo el combo. Hasta Tara Reid, que se supo defender cuando rozó el mainstream con la saga de American Pie, parece consciente de que, en este caso, no hace falta ni que intente “actuar bien”, así que no se esfuerza y se limita a escupir diálogos esbozando algún dejo de expresión facial en el proceso. ¿Por qué a la televisión se le permite este verosímil resquebrajado? ¿Por qué exigimos más del cine? ¿Es el cine un arte y la televisión no lo es? ¿Si un director de cine hace televisión, se vuelve arte? ¿Si un director de televisión hace cine, este deja de serlo? ¿Cuál es el límite?

Bueno, Sharknado no responde a ninguna de estas preguntas, pero te distrae con tornados llenos de tiburones que vuelan por la pantalla. Tierno ¿no?

Sharknado (EE.UU, 2013) de Anthony C. Ferrante, c/ Ian Ziering, Tara Reid, John Heard, Cassie Scerbo, Jaason Simmons, 86’.

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