1. Santa Evita se propone desde un doble abordaje temporal que se desarrolla en paralelo. En el primero, se condensa la acción centralizada en el año 1955, a partir de la decisión del gobierno militar de sacar el cadáver embalsamado de Eva Perón del edificio de la CGT. En el segundo, el foco está puesto en la investigación que lleva adelante el periodista Mariano Vázquez (Diego Velázquez), en 1971, para determinar qué pasó con el cadáver de Eva. El punto de partida del relato es el rumor de que los militares han ofrecido la restitución del cuerpo. Esa decisión impone la coexistencia de dos puntos de vista que se alternan, dominando cada uno su tiempo. En 1955, la perspectiva es la de Moori Koenig (Ernesto Alterio), el militar que fue una suerte de edecán de Eva (Natalia Oreiro) –a la vez que espía para Perón (Darío Grandinetti) como sugiere una escena-, al que le encargan disponer del cuerpo. En 1971, la perspectiva corresponde a Vázquez, lo que le permite registrar el pasado como un ocultamiento que debe revelarse. El desdoblamiento de las miradas –que se propone, implícitamente, como antitéticas- presupone una progresión que tiende a polarizar entre una fuerza que oculta y otra que pretende develar. El encuentro entre ambas miradas solo se establece en el penúltimo capítulo y la única posibilidad de ese cruce es la revelación, como una fuerza que de una manera lateral termina llegando hasta Moori Koenig.

2. La perspectiva de Moori Koenig implica un par de cuestiones. La primera es el desplazamiento que produce a lo largo de toda la serie, a partir del planteo implícito de que el mito de Eva Perón fue forjado por los militares, ya sea por su obsesión vengadora como por su torpeza de procedimientos (cuesta creer que, por ejemplo, un oficial que ha trabajado en inteligencia y que prepara de manera tan sofisticada el entierro del cuerpo y las copias, no tuviera una alternativa ante una posible falla como la que ocurre con el edificio de Obras Sanitarias). Es el conjunto de la misión inicial que se le comunica a Moori Koenig y de las acciones que éste lleva adelante, el que conduce a Eva Perón a una estatura mítica. Esa adoración –malsana y perversa, pero que no tiene un equivalente del mismo peso respecto del pueblo-, alrededor de un cuerpo muerto, es lo que la coloca en otro lugar para Moori Koenig y también para Arancibia (Diego Cremonesi). Eva está viva, su cuerpo es palpable, deseable –y humillable-, una especie de Bella Durmiente a la espera de su príncipe –verde, no azul- que la rescate del sueño eterno. Son los militares los que le hablan, le lloran, le leen, los que creen defenderla (y, en ese sentido, la postura de la serie no es muy diferente de lo que sostiene el personaje de Aramburu en Secuestro y muerte de Rafael Filipelli). El recuerdo de Moori Koenig ante el periodista en la entrevista es una contribución más al mito en el que la adoración se traslada al cuerpo entonces vivo, una tensión sexual que no se puede resolver más que en la posesión final. La segunda es la utilización y la disponibilidad del cadáver por parte de la dictadura militar. Para Santa Evita lo que ocurre es producto de la locura obsesiva de un grupo de militares. Centrado en la perspectiva de Moori Koenig, el cadáver se vuelve un objeto de culto personal, un cuerpo que evoca y convoca la imagen de Eva como fantasma, una persecución que se invierte cuando la imagen fantasmal escapa del dominio de aquel que cree verla (y controlarla).

3. La perspectiva de Vázquez utiliza el recurso narrativo de la investigación periodística para desentrañar lo oculto en el pasado. En ese sentido, el personaje no forma parte más que de esa fauna de la redacción del apócrifo Crítica del Plata en el que trabaja y de la que apenas se diferencia por matices que lo colocan en el centro del relato. Su antecedente de la entrevista con Perón en Madrid parece ser la puerta que se le abre para la investigación sobre el destino del cuerpo de Eva. Pero si algo queda claro en Vázquez no es solo la negación de todo atisbo de filiación política –como si estuviera sosteniendo desde el pasado la misma cantinela del periodismo independiente que enarbolan las corporaciones mediáticas del presente-, sino el rechazo a que ello pueda contaminar la práctica del periodismo. Vázquez esconde las cintas de la entrevista a Perón no porque las atesore como documento histórico, sino por su incalculable valor periodístico (hay que pensar, si no, en cómo las cintas reales de la entrevista de Tomás Eloy Martinez dieron lugar décadas después a un documental –Entre Perón y mi padre realizado por Blas Eloy Martinez- y una serie televisiva –La Argentina de Perón-). La resolución del misterio no tiene, entonces, valor político, sino puramente periodístico, lo que se refleja en la escena en la que Vázquez le pregunta a los compañeros de su mujer si conocen a Moori Koenig pero se niega a revelar cualquier detalle que sabe sobre el cadáver. Se agota en sí mismo, desentendiéndose de las implicancias de la revelación, como si todo se tratara de una enorme excusa. El cuerpo y Eva se vuelven una excusa, sí. Porque, por cierto, la serie no cierra siquiera con la publicación del texto, sino sobre la constatación de que, como se rumorea al comienzo, el cadáver es restituido a Perón en España.

4. Una perspectiva adicional, aunque entremezclada con las otras, es la que algunos personajes secundarios (Alcaraz, Correa, Cifuentes, el boletero del cine y su hija) van ofreciendo sobre la vida de Eva Perón. Como lo trascendente para el relato es el cadáver, esos aspectos aparecen como salpicaduras que completan la estructura en forma de flashbacks. La niñez bastarda, la muerte del padre biológico, la llegada a Buenos Aires con Magaldi, el estrellato en la radio, el encuentro y la vida con Perón reaparecen como marcas, como hitos de su historia. Pero esa decisión de mezclar la vida con la muerte hace que las referencias se vuelvan calculadas y limitadas, más ilustrativas que significativas al momento de comprender el lugar que ocupó el personaje. Al contrario, Eva no duerme resolvía el tema concentrándose en el devenir del cadáver, poniéndolo siempre fuera del campo visual, en lugar del regodeo morboso que la cámara comparte con la mirada de Moori Koenig y Arancibia. Por ello, en el conjunto, la aportación que hace la serie sobre la vida de Eva Perón se acerca notoriamente al cero. Parece limitarse –y contentarse, lo cual es peor- con el rejunte de situaciones que otras películas desarrollaron antes y, en muchos casos, mejor (pienso en Eva Perón sobre todo, pero también en la mencionada película de Pablo Agüero y en otras como Juan y Eva y Evita, quien quiera oir que oiga), limitándose en los peores casos a la copia.

5. Las decisiones que asume la serie construyen un escenario en el cual los elementos políticos son despojados de toda centralidad. La elusión del contexto histórico en que se desarrollan los dos lapsos temporales coloca a los hechos en una suerte de aislamiento que no permite comprender en su totalidad la dimensión del hecho narrado. Lo que falta en los tiempos de Moori Koenig es la proscripción del peronismo como fuerza política y la prohibición de nombrarlo en el espacio público, lo que vuelve a las acciones que se producen alrededor de los militares como productos de un capricho lindante con el fanatismo absurdo. De allí que la decisión de deshacerse del cuerpo de Eva no sea una totalidad, sino una parte, un símbolo cuyo poder en la serie queda diluido por la carencia. Lo que falta en los tiempos de Vázquez es la ebullición de los movimientos de guerrilla urbana durante la dictadura Onganía/Lanusse, pero también las razones de la continuidad del exilio de Perón en España y la constante presión popular por su retorno -que se produciría apenas dos años después. Las consecuencias de esa visión se vuelven lógicas. Por un lado, la ausencia del pueblo como sujeto político del que la serie solo parece acordarse en un par de momentos dispersos y asépticos -las mujeres que rezan ante la residencia en los últimos días de Eva y los que marchan por la noche, los que hacen la fila para entrar a la Fundación Eva Perón-. Por otro, y como consecuencia de ello, la visión sobre el peronismo queda reducida a una serie de características superficiales y limitadas -la Fundación, el 17 de Octubre, el bombardeo a Plaza de Mayo, el Renunciamiento, la muerte de Eva, el exilio de Perón-, una cáscara que en ningún momento se pretende completar y del que la imagen cristalizada de Eva deviene construcción ajena. Son los militares con la sustracción antes que el pueblo con su adoración -la escena del desfile del pueblo en el funeral es brevísima y licúa el dolor popular en la carencia de emotividad- los que construyen el mito que supuestamente querían destruir. Pero incluso en ese gesto que ensaya la investigación periodística -y la serie en su correlación- lo que se desplaza es que la apropiación y deriva del cuerpo de Eva ya no se presenta como parte de un plan sistemático para eliminar toda huella del peronismo, sino como una desviación -la orden que le dan a Moori Koenig es tan vaga que asienta esa tesis- o una mala interpretación de una terminología. Lo cual entraña el peligro de pasar del presunto paralelo que se pretende establecer -de manera algo forzada- entre la desaparición del cadáver de Eva y la de los secuestrados y asesinados por la última dictadura, a la certeza de la justificación metodológica: no hubo plan, sino excesos; no fue institucional sino el producto de la locura individual (a lo que podría agregarse que las únicas muertes violentas son provocadas sobre militares y sus familias como una posibilidad de relacionarlo con la reformulación de la teoría de los dos demonios).

6. Más que la intención de volver sobre Eva como una suerte de santa popular -lo que queda definitivamente inexplicado, al girar sobre el vacío político-, lo que desarrolla la serie es una estampita for export, que para peor persiste en la formulación del peronismo desde su simplificación como fenómeno recortado del contexto social e histórico en el que se desarrolló. La Eva de la serie es una serie de imágenes dispersas que nunca logran conjugarse en una mínima unidad. Es una mirada que sigue siendo ajena y que no intenta comprenderla como personaje y mucho menos como objeto/sujeto de culto. Si la Eva Perón de Desanzo/Feinmann sostenía la apuesta no solamente en la identificación de la actriz con el personaje (y aquí se nota que Natalia Oreiro por momentos parece entrar en el mismo registro que Ester Goris, lo que termina generando cierto desfasaje) sino en su constitución en un registro en el que lo cotidiano y lo político se cruzaban continuamente, la serie parece estar más cerca de la lateralidad del fenómeno y la licuación de lo político que proponía, por ejemplo, Ay Juancito. En un punto, toda la serie parece ser una excusa formidable para decir otra cosa. Para reformular la visión sobre la institución militar y reafirmar la pulsión antiperonista que lo reduce a un capital simbólico muerto y anclado en el pasado. Pero sobre todo, para desembocar en ese momento del último capítulo en el que se le hace decir a Eva que «la política es una mierda». Una frase que resume el espíritu de la serie y que puesta en boca de su protagonista adquiere otra dimensión hacia el pasado y parece estar clamando por las adscripciones del presente.

Santa Evita (Argentina, 2022). Directores: Rodrigo García, Alejandro Maci. Guion: Marcela Guerty y Pamela Rementería sobre la novela de Tomás Eloy Martínez. Elenco: Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, Diego Velázquez, Francesc Orella, Darío Grandinetti, Diego Cremonesi. Disponible en Star+.

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