“Señora, acaba usted de proporcionarme una de las más grandes alegrías de mi vida. La he visto interpretar a Marguerite Gautier. Desde hace cincuenta años he visto interpretar a todas las artistas este papel. Desde Sarah Bernhardt y la Duse a la Falconetti, nunca había visto a nadie expresar el doble carácter de ‘La Dama’ como a usted, y creo, puedo decirlo (sin ofensa para las grandes artistas precedentes), que mi padre la hubiera preferido a usted frente a todas las demás. Hubiera sido para él una verdadera felicidad verla revivir a esa heroína tan amada por él. Permítame, señora, que aunque desconocida para usted, le testimonie mi admiración y mi reconocimiento.
Carta de Janine Dumas, hija de Alejandro Dumas (h), dirigida a Greta Garbo luego del estreno de la película.
Alejandro Dumas fue hijo natural de su homónimo padre –el célebre autor de El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros– y de una costurera; reconocido y educado pero siempre signado por la ilegitimidad, maduró un estilo pleno de intensidad y sentimientos en plena crisis del Romanticismo. La muerte trágica de su madre y la vida de aires cortesanos de París inspiró el devenir de su literatura, impregnada de reflexiones morales y una consistente ambición de temprano realismo. Con solo 23 años escribió La dama de las camelias, publicada en 1848, ya como estertor del movimiento romántico, definida por una clara intervención de un narrador personal, testigo e intérprete de los hechos, que ofrece su mirada y su evaluación sobre tiempos y personajes. Inspirada en sus vivencias y cincelada sobre la imagen de personajes que habían pasado por su vida, La dama de las camelias cobra fuerza por la intensidad de los amores, la redención de los pesares y la fuerza en la construcción de las distintas voces que forman el relato.
La novela fue convertida en obra de teatro por el propio Dumas, y en sus representaciones admirada por Verdi quien la recreó en La Traviata (1852). Narrada en primera persona por un alter ego del autor, quien al enterarse de una subasta de objetos pertenecientes a una famosa cortesana de París recorre los últimos momentos de su vida, sigue el testimonio de quienes la conocieron y da voz a quien fuera su enamorado, Armande Duval. La voz de la cortesana, Marguerite Gautier, aparece en algunas de sus cartas que han quedado, en las anotaciones en un libro (Manon Lescaut, que le obsequió el mismo Duval), y en el imaginario del propio narrador sobre su figura pública. Un poco antes de la mitad del libro, la voz que asume el relato es la de Duval, quien a modo de flashback recorre su romance con Marguerite. La novela cierra al final con el regreso al presente. El narrador, sobre todo en la primera parte, realiza constantes observaciones respecto a la moral de la época, la hipocresía de las clases acomodadas, el lugar de la prostitución en la vida parisina y la desigualdad social que padecen las mujeres. Su mirada está imbuida de las formas del Romanticismo, signada por los vericuetos del destino, la idealización del amor y las ideas de sacrificio y redención.
La dama de las camelias, pese a tener elementos del realismo en el uso de las descripciones, en la referencia a la verdad de los acontecimientos y en el retrato de las condiciones sociales, es considerada un ejemplo de melodrama decimonónico, estructurado alrededor de temas como el amor, la venganza, los celos, el sacrificio, el perdón y la salvación moral. Marguerite Gautier es la heroína melodramática por excelencia, frívola y desprejuiciada en sus comienzos, que por la vía del amor y el sufrimiento alcanza la purificación moral. El contrapunto entre la ciudad, como espacio del pecado y los placeres, y el campo, como lugar de refugio y reconciliación con lo puro de la naturaleza, queda claro en el viaje que realizan Marguerite y Armande a Bougival, en las afueras de París. El otro elemento es la distinción entre la virgen y la pecadora, como dos emblemas de los tiempos de la Restauración, signos inequívocos de la hipocresía que definía al mundo del que provenía el propio Dumas y había padecido en carne propia.
La novela fue llevada al cine en numerosas ocasiones, cuatro de ellas eran las más importantes: en 1912 en Francia protagonizada por Sarah Bernhardt; en 1917 en Hollywood interpretada por Theda Bara; en 1921 por Alla Nazimova, con Valentino como Armand Duval; y en 1926 por Norma Talmadge, dirigida por Fred Niblo. Lógicamente era un vehículo obligado para Greta Garbo, por entonces en la cima de su estrellato. Su interpretación de Marguerite Gautier se convirtió, junto con la de la reina Cristina en la película de Rouben Mamoulian, en lo mejor de su carrera, de una intensidad sublime pocas veces alcanzada. Cukor resultó el director ideal, formado en Broadway, culto y conocedor del mundo femenino, brindó una puesta adherida a las claves del Romanticismo, compuesta en ambientes barrocos en las escenas del teatro y la casa de París, y despojados en la vida en el campo.
Los cambios notables de la transposición fueron la eliminación del narrador testigo y el uso del flashback, lo cual deja la muerte de Marguerite como revelación final; la moderación del carácter de prostituta de Marguerite, convertida en una joven de vida y amores frívolos por el Código Hays; y el final otorgado al reencuentro de la pareja, que resulta mucho más amargo en el libro y que en la película se convierte en una de las escenas más notables. La idea de Irving Thalberg, productor estrella de la MGM que estuvo a cargo de la puesta aunque murió antes de ver la película estrenada, era transformar la historia en un relato moderno, no tan anclado en el universo decimonónico de Dumas sino portador de una mirada actual sobre los personajes. Entonces Cukor convirtió a Marguerite en un personaje más fresco y mundano, al que el espectador mira de manera directa, sin la mediación moral del narrador. Y Garbo ofreció una de sus actuaciones menos artificiales, dotada de increíbles matices, marcada sí por su aprendizaje en el mudo pero desprovista del sino trágico que la define en la novela y, por supuesto, en la ópera.
La novela nos presenta a Marguerite a partir de sus objetos -que son parte de la subasta-, de los recuerdos del narrador y del relato preñado de culpa de Armand Duval. Siempre es un personaje imaginado, sin profundidad psicológica sino dotado del halo trágico de un poemario romántico. En la película, Marguerite es una mujer que se sale de las normas de la época, un siglo XIX que es recreado desde su cotidianeidad y sin ampulosidades. Cukor, sin ser guionista, es uno de los mejores ejemplos, junto con Ernst Lubitsch, de los directores cuyo estilo nace de su imaginación, de esa capacidad de dotar a sus planos de notable fluidez, de evitar el corte cuando es innecesario, de insuflar vida a sus personajes trágicos para que lo sean por su desplazamiento y no por la imposición del guion. En La dama de las camelias consigue escenas notables al trastocar la novela: la del encuentro entre Marguerite y el padre de Duval (interpretado por Lionel Barrymore), concebida en el cuerpo de la Garbo y en su desgarro sobre la mesa de campo en la que asume el sacrificio y define su final; y la de la muerte final, una de las más recordadas de la historia del cine, nuevamente a contrapelo de la novela que hundía a Armand en la culpa y que aquí se concentra en Marguerite, en su espléndida despedida, como la última heroína del Hollywood verdaderamente clásico. Cukor concibió el color de los vestidos de Marguerite en función de sus estados de ánimos: colores claros cuando está enamorada e ilusionada; grises en los momentos de decisión y pensamiento; y oscuros cuando se encuentra con el Barón de Varville o cuando inicia su renunciamiento. Lo mismo ocurre con el tono de la voz, que varía de acuerdo a la compañía que tiene Marguerite, modelando su interior en términos cinematográficos, impregnando el melodrama decimonónico de una tristeza desgarradora.
La dama de las camelias fue un éxito notable para la carrera de Garbo, que consiguió el premio de la Círculo de Críticos de Nueva York y una nominación al Oscar. Fue muy fructífera su colaboración con Cukor, quien luego tendría la carga de ser el último director de la estrella en la condenada Two-Faced Woman (1941). En 1936 el arte de Garbo estaba en su apogeo, Cukor lo entendió y le dio todo lo que necesitaba. A Cukor le gustaban los ensayos; a Garbo no, prefería preservar la frescura de su actuación para la cámara. Él decidió el mejor tamaño de plano para capturar esa esencia, para evitar desgastarla. Ella no quería visitas en el set y él obedeció, y cuando Irving Thalberg llegó al set, apenas unos días antes de su muerte, Cukor evitó que el jefe de producción se molestara por la indiferencia de su estrella. Cukor tenía el hábito de estar de pie junto a la cámara y casi imitar a sus actores mientras interpretaban una escena. Garbo lo odiaba, y cuando ella estaba actuando, él se perdía de vista. Garbo siempre se negó rotundamente a ver las tomas diarias, creyendo que eso la intimidaría. Pero rompió su regla una vez: pidió ver los últimos diez minutos de La dama de las camelias.
La dama de las camelias (Camille, Estados Unidos, 1936). Dirección: George Cukor. Guion: Zoe Akins, Frances Marion y James Hilton (basado en la novela de Alejandro Dumas hijo). Fotografía: William H. Daniels, Karl Freund. Montaje: Margaret Booth. Elenco: Greta Garbo, Robert Taylor, Lionel Barrymore, Elizabeth Allan, Henry Daniell. Duración: 109 minutos.
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