Monsieur Lazhartermina con el relato en off de una fábula, además de trabajar con otra en una escena previa, mientras las imágenes nos muestran una situación afectuosa significativa justo antes de los títulos. Las menciones no son casuales. Como ellas, esta película propone un relato de apariencia simple y hasta ingenua, pero es un complejo trabajo de condensación que lleva a cabo un desplazamiento no idéntico aunque similar al de aquellas ficciones, exponiendo aspectos psíquicos, políticos y sociales con chicos en lugar de animales. Esta vez somos los adultos quienes nos vemos beneficiados por unas operaciones discursivas que vuelven accesibles realidades arduas de nuestra naturaleza y cultura como las del suicidio, el colonialismo, el erotismo infantil, la represión de impulsos agresivos, las virtudes y limitaciones institucionales, la burocracia, la corrección política, el exilio y el daño más o menos voluntario de padres a hijos. Presentadas en el contexto de una ficción con chicos a los que deben explicárselas, los grandes debemos elaborarlas en su pura desnudez y sin muchos de los reflejos culturales a los que estamos acostumbrados. La película, aunque canadiense, podría pasar por francesa, no debido al idioma sino al tratamiento de la escolaridad, subgénero que los franceses, de Cero en conducta (Jean Vigo) a Ser y tener (Nicolas Philibert), pasando por L’argent de poche (Truffaut), han cultivado con tacto. Monsieur Lazharlo despliega con cariño y eficacia, combinación que no excluye el reconocimiento ético y social de la resistencia como elemento constitutivo de lo humano. Si bien la relación de un maestro circunstancial con sus alumnos de uno de los grados inferiores ocupa el primer plano dramático, como en Stella (magnífica película de Sylvie Verheyde) aquí hay un segundo nivel en el que aparecen la persecución política, la tortura y el asesinato en países no centrales como Chile y Argelia (donde los militares franceses sentaron las bases de una escolaridad siniestra que exportaron a EE.UU. y América Latina), y en el que se valora el rechazo a la imposición de una ‘reconciliación nacional’ que implique la impunidad de aquellos actos y de aquellos actores sociales que ejecutaron o apoyaron activamente el abuso.
El humanismo de Monsieur Lazhar no es ingenuo. La película de Philippe Falardeau no hace de su protagonista un ente extraordinario al modo de Benigni y su clown de La vida es bella, pero se parecen en que ambos deben tratar con chicos enfrentados a lo terrible del acontecimiento, y comparten también cierto grado de singularidad, dado en este caso por su condición de extranjero. El tono general, sin embargo, es naturalista en vez de fantástico, razón por la cual se objetiva a la fábula como género literario y herramienta tanto dramática como pedagógica, del mismo modo que a Balzac (figura tutelar del Doinel de Los 400 golpes), El enfermo imaginario de Moliere y Colmillo blanco de Jack London. La moraleja nunca es declamada pues ni siquiera está claro que la película se arrogue una moral, como no sea la del afecto cuidadoso desde y hacia el refugiado, condición compartida legal o psicológicamente por los personajes más relevantes.
La cuestión del tacto no se limita a la práctica civil de la cortesía, ni se la entiende como extrema discreción, repliegue del ser en sí mismo, o de la puesta en escena en la comodidad aséptica de no tratar nada que corra el riesgo de resultar desagradable. Poco después que el señor Lazhar ocupa su cargo se le avisa o reprende –el malentendido es fruto de la extrema precaución legal con que todas las partes se mueven en este contexto– contra el -o debido al- contacto físico con los alumnos, terminantemente prohibido por las normas de la institución. La puesta en escena no remarca ni reacciona, pero toma posición frente al asunto sin sensacionalismos. La falta de estridencias no es tibieza, sino comprensión de todo lo que hay en juego. Tampoco da por sentado, sino que asume y desarrolla cuidadosamente la dimensión sexual de las relaciones entre niños y adultos, sugiriendo el erotismo como discurso subyacente a todo vínculo, latente pero no manifiesto incluso para los propios personajes.
Otra de las facetas notables es la presencia concreta de la muerte afectando a una comunidad estrecha y la decisión de lidiar con ella, hablar de ella, desarmarla como fantasma para, de ese modo, no empañar la vida ni oscurecerla sobredimensionando ese vacío que se llena de monstruos en tanto y en cuanto se lo evita. En eso se parece a los cuentos de hadas o a otras narraciones pensadas para que los niños conozcan la parte dolorosa de la existencia, aunque a la hora de enfrentarla todos seamos nenes de pecho. Películas como Cuenta conmigo, El mundo mágico de Terabithia o Mi primer beso, por citar algunas de la industria estadounidense, cumplen esa función. Debo haberme acordado de esta última porque la nena de Monsieur Lazhar (Sophie Nélisse) se parece mucho a la de aquella en la que moría abruptamente Macaulay Culkin, que es como irrumpe lo siniestro en esta clase de relatos. Y junto con la muerte está la sexualidad, en tanto afecto, atracción, compañía, deseo, necesidad, ternura, impulsos vitales opuestos, aunque complementarios, de la inexistencia física, que la película no niega, pero tampoco idealiza por la vía morbosa del romanticismo gótico. Viéndola reconquistamos la dimensión exacta de esa época en la que no había mejor palabra que ‘lindo’ o ‘linda’ para decir lo que a uno le gustaba mucho, o el sólido reconocimiento de ser ayudado a crecer por alguien ocupado en cerciorarse de que la dirección elegida no nos fuera impuesta por la fuerza.

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