Lincoln y Perón. A primera vista, el poster promocional de El legado estratégico de Juan Perón despierta inesperadas asociaciones con el Lincoln Memorial de Washington DC. Lo reconocemos de cientos de películas. En posición sentada, un descomunal Lincoln hecho de mármol, noble, blanco, pesado, duro, liso, vigila el horizonte. Sus seis metros por seis de envergadura empequeñecen al visitante, que necesariamente debe contemplar al prohombre norteamericano en una especie de contrapicado simbólico de su grandeza. Sin embargo, hay algo más. Como pasa con las espeluznantes figuras humanas del artista plástico australiano Ron Mueck, conjugar en una misma obra un naturalismo físico extremo con dimensiones físicas antinaturales genera inquietantes resonancias imaginarias. Inconscientemente, sentimos que algo está desequilibrado, fuera de sitio. Una segunda ojeada revelará la diferencia central entre el Lincoln faraónico que reverencian los directores de Hollywood y el Perón que da a conocer Solanas. Si prestamos atención al fondo de la imagen –la casa, las ventanas, las cortinas– notaremos que las dimensiones de Perón son las de una persona normal. En realidad, es Pino quien se ha reducido, como si voluntariamente se infantilizara ante la figura del líder: Solanas, involucionando en Pinín, Pinino, Pinito. Esta operación visual resume perfectamente el espíritu de su última película documental, que no es otra cosa que un streap-tease patológico de sus aspiraciones políticas frustradas.
Los aduladores nos hacen desconfiar no sólo porque ningún personaje histórico (y Perón menos que menos) es un gigante de mármol, sino porque habitualmente quieren algo a cambio de sus lisonjas. En este caso, la obsecuencia afiebrada de Pinín esconde un reclamo de filiación. «Yo les traigo el mensaje no adulterado de Perón, yo soy su heredero, su portavoz legítimo», parece decirnos. «Yo, yo, yo». Por supuesto, es un acto de mala fe (y de mal gusto) muy grueso y el efecto que Solanas logra al poner en boca del General las palabras de su niño interior es más bien grotesco. El verdadero tema de la película es él mismo: sus excusas, sus anécdotas, su vanidad y, sobre todo, su antikirchnerismo. Hasta cierto punto, el espectador lamenta que la carrera fílmica de Solanas haya desembocado en esta clase de cine masturbatorio, pero luego uno recuerda su alianza con Lilita Carrió y todo cierra. Los desplantes infantiles de Pinín no son más que su forma de sobrecompensación por la insignificancia política a la cual lo condenó el proceso de transformación social inaugurado el 25 de Mayo de 2003. El arte y la vida van de la mano y el ascenso del kirchnerismo se correlaciona de manera directa con la decadencia artística y política de Solanas. El éxito de masas del kirchnerismo es la herida narcisista de todos aquellos que quisieron pescar en el mismo estanque y fracasaron, de todos los que por ego, moralina o falta de timing se quedaron afuera. Esa herida que no cicatriza–ese resentimiento– acabó convirtiendo a Pino Solanas en una especie de niño o de enano. Posiblemente, en una mezcla de ambos.
El niño viejo. Muy lejos de cualquier parentesco, como no sea el uso de material de archivo, con Actualización política y doctrinaria, El legado recuerda a esas enfermedades terribles que provocan el envejecimiento prematuro de jóvenes y niños. La película es un niño viejo, la combinación entre la bronca adolescente de Pinín y sus antiguas recetas cinematográficas.
Su senilidad es, por sobre todas las cosas, una cuestión de forma. Una y otra vez Pinín aplica los mismos viejos recursos que viene usando desde La hora de los Hornos y la trilogía de la crisis. Los títulos tipo catástrofe que avanzan hacia la cámara contra un fondo negro; la banda sonora hecha de milongas suaves o bandoneoncitos melancólicos que señalizan la “agridulce tragedia nacional” (y suenan a una versión microcefálica de las composiciones de Rodolfo Mederos); la sucesión de capítulos numerados, conectados por la narración en off de Pinín, siempre tan explicativo, tan pedagógico, etc., etc. Sin embargo, El legado no sólo marca el ocaso de Solanas en materia creativa y estilística, sino que tampoco agrega nada valorable desde el punto de vista histórico. Jamás en su película Solanas logra echar luz sobre algún aspecto relevante de la vida o el pensamiento político de Juan Perón que no haya sido explorado infinitamente mejor en otras obras. Sus contenidos se limitan a la gran catarsis narcisista de Pinín, un par anécdotas bastante poco decorosas del General y una síntesis apretada y escolar de procesos y circunstancias históricas que demandarían un análisis mucho más complejo y pausado. Pero nada de esto importa porque, como ya dijimos, el eje de la película no es Perón, sino Solanas. De otro modo, no se explicaría la autoreferencialidad constante y la insistencia con que Pinín se esfuerza por demostrar a cada momento su íntimo vínculo con Perón y los elogios que este le prodigaba.
Surrealismo. Por su nivel de surrealismo, ciertas secuencias de la película ameritan ser contadas. Casi todo El legado se filmó en la quinta de San Vicente donde yacen los restos de Juan Perón. En la imaginación de Solanas, San Vicente vendría a simbolizar algo así como el Santo Sepulcro, el vergel donde habita el fantasma del General aguardando que venga a convocarlo para dar largos paseos por los jardines como solían hacer en Puerta de Hierro, otro lugar sagrado de la fe peronista. La presencia de Perón lo rodea todo el tiempo en la forma de una voz en off fantasmagórica, con la cual Pinín sostiene extrañas conversaciones (ahora que lo pienso, la película tiene un claro saborcito a sesión de espiritismo).
¿Adivinen qué es lo primero que oye nuestro querido Pinín cuando está a punto de abrirnos las puertas de la casa del General?
Su risa. Si yo fuera Peter Capusotto, me sentiría profundamente amenazado por esta imprevista incursión de Solanas en el género humorístico. La risa de Perón, que es como si dijéramos la quintaesencia de su espíritu. La risa campechana, canchera, compradora, entradora y profundamente argentina de Juan Domingo Perón. A medida que nos guía por el lindo chalecito donde supo vivir el General, y luego de mostrarnos con ternura algunas fotos colgadas en las paredes, nos cuenta que Perón lo mandó a convocar a Puerta de Hierro tras el estreno de La hora de los Hornos. Pinín resucita ante nuestros ojos toda la escena. A través de una sucesión inefable de planos y contraplanos que van de su persona a un sillón vacío que –conjeturamos– contiene la huella espectral del culo del Súperhombre Nacional, Perón comienza a hablarle a Pinín. (Este sillón será paseado más tarde por toda la quinta y ocupado por Solanas, vaya modestia).
¿Adivinen qué es lo primero que le cuenta el General a nuestro querido Pinín, que asiente con gesto orondo, satisfecho?
Perón se queja de unos dolores de espalda que no se le van y comenta que el médico lo mandó a hacerse una radiografía. Dice que no sabe “qué carajo será” y después le pide a su mucama un “café con leche para su invitado”. Básicamente, Solanas nos presenta a Perón como un viejito quejumbroso, malhablado y, francamente, un poco cretino. De esto, la película tiene mucho: Perón mangueándole un cigarrillo a sus invitados, Perón haciendo un chiste sobre el costo de la factura de luz, Perón puteando dos, tres, varias veces. No han pasado cinco minutos de película y uno se pregunta de qué sirve, a la hora de evaluar las ideas políticas de Juan Perón -su tan mentado “legado estratégico”- el hecho de que el hombre sufriera de lumbalgia. ¿Cuál es la diferencia real entre estas anécdotas chiquitas y los rumores infamantes sobre los masajes prostáticos que le hacía López Rega? La próstata de Perón, las joyas de Cristina o si Macri sufre de ataques de pánico; ensalzar, denigrar, idealizar, demonizar; da lo mismo: las mentes lúcidas se distinguen de las imbéciles por sus procedimientos enunciativos, no por sus enunciados. Solanas pretende hacernos creer que estos audios nos revelan el “costado humano” de Perón cuando sólo sirven al propósito de alabar su ego (y degradar su objeto): yo tengo este material, yo lo doy a conocer. Flaco favor le hace. No agrega nada al Perón histórico, mientras que el Perón símbolo queda convertido en un viejito achacoso y vulgar: un ídolo con pies de barro, doble especular de la decadencia de Solanas.
El peor Perón de todos. Pero si el Perón “de entrecasa” de El legado puede generar rechazo, al menos resulta creíble; su Perón público es directamente una figura de cotillón. La historia nos ha dado muchos avatares distintos del General Perón, pero Solanas parece inclinarse sin ninguna duda por el de los ‘70 y sabemos de sobra qué características tuvo este Perón, qué cosas apañó, apadrinó, patrocinó, prohijó. Sabemos con quiénes vivía, con quiénes volvió de España y qué clase de personas integraron su estado mayor, su mesa chica, su corte, su séquito. Este es el Perón que Solanas escoge, lo cual parece razonable si tenemos en cuenta que es el único con quien tuvo trato genuino y por lo tanto puede autorizarlo a presentarse como su vocero póstumo. Sin embargo, esto constituye un problema ya que, como es vox populi, el Perón de los ‘70 tuvo costados bastante hijos de puta. Por decir lo menos.
¿Adivinen qué es lo que hace nuestro querido Pinín para salir de este entuerto?
No es muy original que digamos: reflota la desacreditada “teoría del cerco”, que básicamente salva la pureza anímica de Perón al precio de convertirlo en un pusilánime. Acá viene otra escena robada de alguna novela bien extravagante de César Aira. Según Pinín, Perón estaba siendo vigilado por la CIA a través de López Rega, que operaba como una especie de agente encubierto, pero prefería no sacárselo de encima por cuestiones pragmáticas. La máxima de Don Corleone –¿o era Sun Tzu?– de “mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca”. Qué ajedrecista el Viejo, ¿no? En una de las largas caminatas que hacían juntos, se lo explicó off the record. Arranca hablando Pino:
–General, ¿por qué lo mantiene a López Rega?
–Mire, en mi condición de exilado, y conduciendo un gran movimiento como el nuestro, difícilmente podría escapar al control de los servicios. Si lo sacara, me pondrían otro igual o peor. A él le conozco sus mañas y puedo controlarlo”.
¡Bravo, General! Usted sí que siempre tuvo todo bajo control. La razón principal por la que me encantan las teorías conspirativas –hay muchas– es que sirven como sucedáneo de la inteligencia accesible a cualquiera. Son la expresión perfecta del espíritu plebeyo de la democracia y el capitalismo, todos podemos estar en el “asunto” si somos lo suficientemente crédulos. Volviendo a lo nuestro, una de las consecuencias de hacer a Perón infalible –además de la adulteración de la historia– es que alguien más tenga que pagar los platos rotos. Excluido Perón, las culpas del drama histórico se reparten entre los jugadores restantes y Pinín también propondrá villanos y chivos expiatorios. Por supuesto, López Rega e Isabelita son candidatos cantados: él, un malvado, ella, una boluda. Nada muy atrevido aquí. Pero Solanas se la agarra también con la izquierda del movimiento, con la juventud, cuyo papel decisivo en la vuelta de Perón y en la campaña para que el FREJULI ganara las elecciones omite, y a la que además responsabiliza –sin diferenciaciones, sin contexto, colectivamente– por el asesinato de José Ignacio Rucci. Pinín nos ofrece una versión demasiado lineal y sesgada de los acontecimientos, proponiendo una lógica interpretativa equivalente a la que subyace, por ejemplo, a la triste “teoría de los dos demonios”. Nada nunca es tan simple en la historia argentina y menos aun tratándose del peronismo, pero cuando en los agradecimientos, al final del documental, uno advierte que se mencionan solamente unos pocos sindicatos, casi todos vertientes de camioneros, se terminan entendiendo algunas de las afinidades o alianzas ideológicas del Solanas actual.
Antikirchnerismo y psicopatología. Cuando le cuento las canas y lo cargo con su edad, mi padre, que es un hombre mayor y jubilado, tiene dos salidas siempre preparadas: “vos tenés un viejito adentro que está creciendo” y “no hay viejos de mierda, hay jóvenes de mierda que se vuelven viejos”. Cabe preguntarse si Solanas no es una manifestación concreta del segundo axioma, el caso de un tipo con un ego desmesurado que no se bancó perderse el bondi del kirchnerismo justo cuando estaba llegando a la estación del poder y, para colmo, llevando sus banderas. ¿O alguien duda que, por trayectoria, por historia, por militancia, Pino Solanas debió haber sido mil veces más parte del proyecto político de Néstor Kirchner y Cristina Fernández que acabar convertido en opositor? Pino Solanas podría, incluso, haberse mantenido afuera, dando un apoyo crítico sin comprometerse con los aspectos oscuros del kirchnerismo, como hizo, por ejemplo, Horacio Verbitsky. No ocurrió, ni ocurrirá nunca. Que se lo graben en la cabeza los marxistas duros: las condiciones materiales de vida, la ideología, la formación, explican una parte de la historieta. Después están la psicología y los imponderables que salen a la luz en circunstancias muy muy específicas.
Hacia el final de su documental, en la parte dedicada a las “falsificaciones e imposturas” del legado, Pino hace dos fundidos en cadena que son una infamia: superpone la asunción de Carlos Menem con la de CFK y después junta a De Vido con María Julia Alsogaray. Cae una lluvia de papelitos y a continuación nos muestra a Jaime –que está condenado–, a Boudou –cuya culpabilidad debe probarse– y a Aníbal Fernández –que fue víctima de una de las operaciones mediáticas más burdas en los anales de la televisión argentina-. Solanas puede disculpar a Perón por López Rega, para eso sí alcanza su elasticidad moral, pero luego decide representar al kirchnerismo siguiendo punto por punto la “leyenda negra” construida por el Grupo Clarín. Por muy opositora o cínica que sea, cualquier persona con dos dedos de frente sabe que la equiparación menemismo/kirchnerismo no se sostiene de ningún modo, pero lo interesante es que Solanas la proponga, demostrándonos así la medida exacta de su odio. Como con Carrió o con Lanata, estamos en presencia de un cuadro border. No sorprende nada que, en los tres casos, el síntoma más destacado sea un narcisismo extravagante. Pino flipó, se perdió, ya fue, es un irrecuperable. Por mucho que reivindique a Perón, su desmesurado amor por sí mismo resulta, en última instancia, incompatible con el peronismo, ya que, como decía Perón, los hombres vienen en un lejano tercer lugar, detrás de la Patria y el movimiento. Las individualidades no son lo importante o, en la versión reactualizada de CFK, “la Patria es el otro”.
Aquí puede leerse un texto de Luis Franc sobre la misma película.
El legado estratégico de Perón (Argentina, 2016), de Fernando Solanas, 103′.
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