Rachel Gladstein es una de esas niñas que parece que nacieron viejas. A sus 8 años de edad vive estresada, duerme con la mochila de la escuela puesta, lo primero que hace cuando se levanta es cerciorarse de que su abuelita con quien comparte su cuarto siga respirando, y nunca le falta alguna pregunta incómoda para hacerle a sus padres. Inteligentísima, recuerda un poco a Mafalda y a la Matilda de Danny Devito y Roald Dahl, aunque sin los componentes sobrenaturales.
Ocurre que el mundo de Rachel es un mundo de adultos y eso puede llegar a ser bastante aburrido. Particularmente cuando, encima, se es hija única y hay que apechugar con toda la atención de una yidisshe mamele sobreprotectora e hiperkinética como Colette (magistralmente interpretada por Agnès Jaoui), un padre tierno pero que no deja de recordarle todas las cosas que ella tiene y que él no tuvo cuando era chico, y con los extraños, aunque a menudo precisos, consejos de la terapeuta para niños Madame Trebla (Isabella Rossellini).
No llama la atención, entonces, que Rachel sea también una niña algo solitaria y retraída. Sin embargo, las cosas empezarán a cambiar el día en que pase de grado y se haga amiga de Valérie, que es su revés exacto: extrovertida, intrépida y desobediente, pero siempre querible.
El viento en mis pantorrillas, o Pequeñas diferenciaspor su título en castellano, es una comedia agridulce acerca de las pequeñas tristezas y alegrías cotidianas y las relaciones que son centrales en nuestra vida −la familia, los amigos, las parejas− observadas principal, pero no únicamente, desde el punto de vista de dos niñas. Sin perder jamás la gracia ni caer en lugares comunes, la película habla del tedio y los pequeños sinsabores de la vida conyugal, de las dificultades de criar a los hijos, de la larga decadencia de la vejez, de la inocencia y la picardía de los niños, de lo que significa ser una madre soltera, entre muchos otros temas. Pequeñas diferencias se ocupa de lo que significa ir dejando atrás las ilusiones de la infancia y comenzar a lidiar con las extrañas y a veces trágicas “realidades” de los adultos.
Carine Tardieu, directora y guionista de la película, hace gala de un talento notable para mostrarnos unos personajes increíblemente auténticos, cada uno con sus pequeños defectos y torpezas, cada uno encantador a su manera. Dada la naturalidad y frescura de muchas de las escenas es imposible no preguntarse cuánto hay de relato autobiográfico en la película, cuánto de su propia vida puso la directora en el guión. La inquietud también es pertinente porque la historia transcurre a principios de la década del 80 y Tardieu nació en el 73 y eso se nota en la elección de la música y la “atmósfera” general.
Hay muchos factores que pueden alterar la paz o la armonía de una niña de casi nueve años: que su maestra se equivoque siempre con su nombre, que la gloriosa libertad, independencia y soledad de su cuarto empiece a compartirse con una abuela que en apariencia no está del todo en sus cabales y un padre que alterna frases crueles, agresivas o impropias. Pero hay un factor que se torna imbatible en cuanto a sufrir la infancia: Colette, una madre absolutamente insoportable. Eso no tiene comparación. La violencia con que abren las cortinas de su cuarto por la mañana, un desayuno espantoso pero «sano», ser nombrada con un apodo infamante, y un besuqueo oprobioso en la puerta de su escuela son sólo algunas de las cosas que tiene que soportar la pequeña Rachel de su madre.
Pero la anodina escolaridad le va a permitir tener su revancha: ahí va a conocer y entablar amistad con Valerie, que directamente irrumpe en la vida de Rachel: vital, zafada, verborrágica e intrépida. “Me llamo Valerie por la emperatriz Valeria Messalina, a la que mataron a los 23 años por ser un poquito puta”, se presenta. Raquel va a vivir con ella una serie de peripecias impensadas y esos momentos de complicidad entre ambas van a ser los tramos más disfrutables de la película. Valerie no está sola en el mundo, tiene un hermano preadolescente que usa remeras estampadas de bandas de rock y una madre hermosa y divorciada. Esta ampliación de los vínculos entre las dos familias va a permitir algunos cruces y situaciones bastante obvias: Michel, el padre de Rachel, se va a sentir atraído por la bella Catherine y Colette se va a sentir desplazada y relegada. Pero cuando todo lo que se ve en la pantalla parece destinado a que Michel y Catherine concreten algo, ese “algo” se diluye en una charla entre ambas mujeres que a criterio de quien esto escribe está muy tirada de los pelos.
Un viraje extraño es el que toma la película a partir de ese momento. Michel y Colette van a volver a tener sexo en una escena donde las alegorías sexuales son de lo peor que vi en muchos años, aunque debo aclarar que hace bastante que no veo películas con alegorías sexuales.
Sigue el cambio de tono y de registro: los recatados padres de Rachel se manosean en la mesa familiar y después van a hablar de sexo con su hija.
Durante una de esas charlas, donde padres e hija (y abuela de fondo) discuten y debaten amable y hasta jocosamente sobre la edad conveniente para que Rachel sea mamá, llegará el desenlace de la película: cruel, gratuito y arbitrario.
Y esto que la directora y guionista utiliza para que la adorable Rachel tenga su primer contacto “real” con una muerte cercana y pueda hacerse muchísimas preguntas, en quien esto escribe sólo originan una, a los gritos y en forma insistente, ¿cómo se puede ser tan pero tan pero tan cretina?
Pequeñas diferencias (Du vent dans mes mollets, Francia, 2012), de Carine Tardieu, c/ Agnès Jaoui, Denis Podalydès, Isabelle Carré, Isabella Rossellini, Juliette Gombert, 89′.
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