La crítica progre tiene dos blancos predilectos: Alejandro González Iñárritu y Christopher Nolan. Al primero, y con gran razón, por considerar que sus películas son una suerte de simulacro-bodrio de las llamadas “películas de autor”; especialmente después de separarse de Guillermo Arriaga y sus guiones. Al segundo, por considerarlo el máximo cabecilla y representante del mote crítico-cinéfilo favorito después del de “abyección”: el de “pretencioso”. La crítica progre odia a Nolan por pretencioso. Por grandilocuente. Por exagerado. Lo odia, en realidad, porque estima que sus películas (el resultado final de las mismas) no están a la altura de sus propias ambiciones estéticas, y este desfasaje, lejos de ridiculizarlo, lo centra, encima, en un lugar de privilegio dentro de la industria cinematográfica y comercial hollywoodense. Lo mismo se supo hacer con Spielberg durante décadas. Ahora, Spielberg, es de culto para esta crítica. Nolan no. No aún. Y por eso Oppenheimer será una película molesta para toda esta inquisición.

Oppenheimer es un peliculón. Porque se la puede amar y odiar con la misma intensidad, es un peliculón. Abrumadora, extensa, vertiginosa, poética, con detalles tan innecesarios como necesarios al mismo tiempo, es un peliculón.

Oppenheimer es una suerte de película total; de literatura grandilocuente de la biografía por demás rica e interesante del “padre de la bomba atómica”.

Oppenheimer muestra, o intenta mostrar en realidad, las huellas por las que pasaron -desde la adolescencia hasta la vejez- las sensaciones, experiencias, razones, formaciones, carencias, privilegios, delirios, sentimientos, ideologías, políticas del tipo que coordinaría el montaje del invento más decisivo del siglo XX y de la historia de la Humanidad (por su potencial entre otros etcéteras) hasta el día de hoy: la fisión del átomo y la bomba atómica.

Desde Memento (2000), Nolan juega con la noción de lo cuántico, de las teorías cuánticas. Especialmente en el montaje y la percepción del tiempo. Tenet (2020) termina convirtiéndose en un extraño bodoque precisamente porque sus nociones sobre estas teorías chocan con sus propias limitaciones estéticas: no se podía mostrar cinematográficamente las relaciones espacio-temporales de la física cuántica desde la perspectiva ficcional de Nolan.

No obstante, en Oppenheimer sí se puede. Pues la bomba atómica se construyó y se lanzó tres veces: la primera como prueba en Nuevo México, las otras dos como poder militar y político sobre Hiroshima y Nagasaki.

Julius Robert Oppenheimer era brillante. Un genio.

Julius Robert Oppenheimer era judío, neoyorkino, adinerado, formado en las mejores universidades del mundo.

Julius Robert Oppenheimer estudiaba la muerte de las estrellas, los agujeros negros, la mecánica cuántica de forma teórica. Enseñaba lo que descubría.

Julius Robert Oppenheimer coqueteaba con el partido comunista estadounidense, financiaba a la resistencia republicana en la Guerra Civil Española, detestaba a los nazis por la masacre de judíos y la persecución a científicos (judíos) durante la guerra.

Julius Robert Oppenheimer era amigo y competencia de Einstein; era discípulo y admirador de Bohr.

Julius Robert Oppenheimer andaba a caballo, tomaba mucho, fumaba aún más, vivía en reuniones y fiestas, seducía mujeres, las fornicaba, desafiaba las leyes de las universidades, se les reía, jugaba con ellas.

Julius Robert Oppenheimer era un genio que no sabía, mayormente, qué hacer con su genialidad. Eso, por lo menos, en el Robert Oppenheimer (sin Julius) de Nolan, el que interpreta de forma fabulosa Cillian Murphy.

Nolan entiende que su Oppenheimer es un tipo que no sabe mayormente cómo canalizar la inmensa genialidad que tiene y que la construcción de la bomba atómica, por contexto, dinero y empresa, le brinda esa oportunidad. Por eso deja de ser un científico para transformarse en un burócrata. En un político.

El Oppenheimer de Nolan es un líder brillante, que no flaquea, que sabe tranzar, mentir, manipular para lograr lo que quiere. Para lograr ver “materializada” todas sus ideas y teorías: su bomba atómica.

Los alemanes habían logrado la fisión del átomo antes que los yanquis. La liberación de energía que producía esa fisión, en pleno contexto de la Segunda Guerra Mundial, iba a ser usada, sin dudas, para la construcción de una bomba. Había que ganarles de mano y se les ganó. Sin embargo, el nazismo ya se había acabado antes de la finalización de la bomba. Hitler se había suicidado, Stalin estaba tomando Alemania, sólo quedaba Japón y sus invasiones efímeras en las islas del Pacifico. Dos mil millones de dólares invertidos en la construcción de la bomba, exigía -para el gobierno de Estados Unidos, al menos- que debiera ser probada. Que la bomba debiera ser usada.

Julius Robert Oppenheimer, en la Oppenheimer de Nolan, accede a esta prueba, a este uso. Aquí es donde Nolan clava sus montajes temporales, idas confusas entre pasado, presente, futuro y pasado otra vez, tramas y meta tramas, planos en blanco y negro y caracterizaciones varias de los personajes que envejecen o se rejuvenecen vertiginosamente de un plano secuencia a otro: Oppenheimer quería ver su genialidad materializada, por lo tanto, quería ver su bomba funcionar. Y funcionó. Vaya si lo hizo.

Juicio y castigo a Oppenheimer. Juicio y castigo político, legal, psicológico, moral, militar, ético, chauvinista, humano, científico, religioso, careta, familiar.

La película de Christopher Nolan es un gran teatro dostoievskiano en el que Oppenheimer es juzgado por todos -desde su país hasta su esposa- acerca de si lo que hizo con la concreción de la bomba estuvo bien o mal, por más que en el medio de los dos conceptos hubiera millones de estados intermedios.

Héroe o villano, o quizás “algo más” que supere -para bien y para mal- dicha dicotomía.

En este escenario de culpabilidades, Nolan termina de desenrollar la poética fuerte de su película. Especialmente, porque se la juega y da un veredicto al propósito. Después de tres horas clavadas, da uno y ese que da, por más pomposo que sea su film, parece ser más que genuino.

Julius Robert Oppenheimer diagramó la bomba. La articuló. La administró. La construyó. La probó. La tiró.

Julius Robert Oppenheimer y el Gobierno de los Estados Unidos lo hicieron. Desde entonces el mundo cambió. Especialmente cuando Rusia también logró construir su propia bomba atómica. Todo equilibrio humano entre la vida y la muerte por radiación parece centrarse, hasta el día de hoy, en la “racionalidad” de quienes tienen acceso a los botones que disparan dicha bomba.

Entonces el Prometeo de los griegos, con el que guiña la película y el libro en el que se inspiró, lejos de ser un héroe para la humanidad termina siendo, simbólica y metafóricamente, su propia condena. Lejos de ser una divinidad, termina siendo una de las partes más oscuras de la ambición humana. Por ello no son los dioses los que lo debieran encadenar y torturar durante el resto de la eternidad, sino los propios hombres.

Somos, al menos, los que deberíamos hacerlo después de aquel nefasto 6 de agosto de 1945.

Oppenheimer (Estados Unidos, 2023). Dirección: Christopher Nolan. Guion: Christopher Nolan, Kai Bird, Martin Sherwin. Fotografía: Hoyte Van Hoytema. Montaje: Jennifer Lame. Elenco: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Florence Pugh, Jason Clarke, Kenneth Brannagh. Duración: 180 minutos.

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