nieve_negra-228454480-largeNieve negra es un drama policial anómalo para la actualidad del cine argentino. Ricardo Darín interpreta a  Salvador, un hombre solitario que se encuentra confinado al aislamiento en una extensa casa tierra dentro, como si el personaje que él mismo interpretó en El aura hubiera quedado anclado en ese espacio no urbano durante más de una década. Martin Hodara , director de Nieve negra y codirector junto al propio Darín de la interesante La señal (proyecto inconcluso de Eduardo Mignogna), se aproxima nuevamente al registro policial, y el espectro de Fabián Bielinsky pareciera sobrevolar el ambiente. No es casual que Hodara haya sido asistente de dirección en El aura, la segunda y última película de Bielinsky, obra maestra y punto de cierre, de alguna manera, del llamado Nuevo Cine Argentino. Uno siempre piensa, o imagina,  lo que podría haber(nos) deparado la carrera de Bielinsky si el destino no le hubiera jugado la trampa de la muerte allá por 2006; cuando inicia el opus 1 de Hodara, uno imagina con melancolía que uno de los posibles rumbos podría haber sido trabajar sobre un policial a la manera clásica, como en algún aspecto intenta hacerlo Nieve Negra.

Como en El aura, hay escenas que transcurren por fuera de la urbe, espacio que opera como hace casi un siglo obstruyendo cualquier posibilidad de representación de la otredad (como bien describiera Martínez Estrada en La cabeza de Goliat en la primer mitad del siglo XX), y es en ese pulso del suspenso atravesado por el melodrama familiar, espeso, narrado por fuera de la metrópolis, en el que la naturaleza cobra un protagonismo primordial, donde se pueden observar algunos de los méritos de la película.

A ese inmenso espacio en el que vive Salvador, llega su hermano Marcos, quien quiere convencerlo de vender la propiedad, ya que hay una oferta de una multinacional que pretende realizar una importante construcción sobre ese lugar. Algo a destacar del debut en solitario de Hodara es que no se pone denso con las metáforas. Como buen exponente del cine de género no hace falta el subrayado sobre la maldad de las multinacionales -aunque no subrayar no significa ignorar el accionar depredatorio del capital, y acá se observan claros ecos de otro policial modélico como lo es Tiempo de revancha-, sino que la película confía en la historia que tiene entre manos y los recursos del género para sumergirse en un drama familiar que la venta de los terrenos tan solo actualiza (tampoco se pone ñoña en la representación del mal al estilo La patota). Es allí que realzan las actuaciones de Darín, un hombre-lobo forjado por el destino o el azar, y de Sbaraglia, sumergido en el tormento del silencio, en el que pareciera hablar y comprender más allá de las palabras.

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Hodara construye el suspenso a partir de atmosferas espesas, destacándose la adecuada y funcional utilización de los flashbacks  que facilitan el ágil ir y venir en el relato, y a su vez permite complejizar ese clima tenso que casi nunca (salvo en algunos momentos donde se observan algunos trucos de guion) se empantana. Hay en Nieve negra un fluir del relato en donde lo espeso de su recorrido fluye de manera orgánica sin ponerse pesado en alegorías. Ese clima está sustentado en las actuaciones protagónicas que vertebran la historia.

También es por demás interesante el breve papel de Federico Luppi quien, cuando habla, trasmite un grado de realismo que uno como espectador agradece, porque este thriller de corte intimista necesita de actores que encarnen lo real como lo hace Luppi. Luppi es la representación de una fuerza física en general escasa en el cine argentino actual y esta presencia se materializa cuando apenas abre la boca o dice algún parlamento por mínimo que este sea.

Hay varios elementos claves en Nieve negra: está el thriller psicológico con ecos, como en El aura, de la Deliverance de John Boorman; está esa tensión reprimida y tanática (ese tiroteo lumínico de El aura pareciera rebotar una década después en el film de Hodara) que se resuelve a los tiros; y también el trabajo sobre la naturaleza como un personaje clave más de la película, cuyo tratamiento bordea lo pesadillesco. Esa pulsión sexual contenida, que se hace espesa como la sangre en la nieve y que brota de cada escena de la película, es lo que le da aire al film. Los personajes de Darín y Sbaraglia son los que trasmiten un realismo poderoso, aquellos que le dan oxigeno a un guion que por momentos lleva al encierro. A diferencia de las actuaciones masculinas, las actuaciones femeninas parecieran ser meramente funcionales al relato pero sin alcanzar la misma potencia dramática. Tal vez eso se deba a que Nieve negra es un tour de force entre esos dos hermanos que dirimen a los golpes aquellas heridas abiertas en un pasado lejano, heridas quizás imposibles de cicatrizar.

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Nieve negra también es la confirmación de que se puede producir un cine de género (popular en el mejor sentido de esa palabra, no demagógico) de calidad, saliendo de esta manera de ciertas zonas de confort que se reproducen en la producción nacional en los últimos años. Nieve negra abre la posibilidad de seguir un linaje, atendiendo a la marca de directores como Aristarain y Bielinsky; una tradición de un cine propio, expansivo,  empático y nunca displicente con el espectador.

Nieve negra (Argentina, 2016), de Martín Hodara, c/Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Laia Costa, Dolores Fonzi, Federico Luppi, 90′.

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