James Cameron tiene una obsesión recurrente en su cinematografía: a lo Marshall McLuhan, entiende que la tecnología y sus medios son una extensión de las facultades del hombre para suplir sus limitaciones biológicas y superarlas, pero, que en esa superación, se vuelven un arma de doble filo: terminan atacando al hombre. En sus tres tanques taquilleros, Terminator (1984),Titanic (1998) y Avatar (2009) lo demuestra con creces, casi sin metáforas.
James Cameron entiende que la poética de sus películas está en la coyuntura misma de esta supuesta contradicción; es decir, la de necesitar la tecnología por más que se nos vuelva en contra. En esta coyuntura, él intenta siempre ubicar un mensaje ético, moral más bien, donde, a grandes rasgos, la “tecnología controlada” estaría bien y el abuso de la misma, mal. En ese bien y mal, aparece Avatar, el camino del agua, entablando una rara dialéctica anti-pro capitalista interplanetaria ecológica que se vuelve un mejunje confuso, barroco, medio infantil pero, curiosamente, muy entretenido.
James Cameron filma películas donde la ética y la moral coquetean con la moralina; donde “lo humano” se pone en tela de juicio entro lo alienígeno y lo tecnológico: donde “lo humano”, aparentemente, tiene un deber ser que no cumple. Donde “lo humano” es disfuncional por su propia crueldad intrínseca y por eso necesita de “lo externo” para, justamente, humanizarse: en Terminator 2 (1991), con el T-800 (Arnold Schwarzenegger) paternal que se sacrifica por John Connor; en El abismo (1989), con los aliens que emergen del fondo del mar; en Avatar, con los Na’vi que si bien tienen cara de gatos-elfosazulados y gigantescos son más humanos que los propios humanos en el sentido noble del término.
James Cameron acentúa “la humanidad” noble en Avatar, el camino del agua desde unos extraterrestres a los cuales los humanos le pueden copiar la genética: les pueden imitar los cuerpos, las funcionalidades, pero, aparentemente, no el alma. Aquí es donde Avatar, el camino del agua boquea aunque con cierta resolución positiva: ¿el humano es malo porque nació malo, porque la sociedad lo volvió malo, porque las experiencias personales en la vida familiar, social, lo empujaron a eso, y/o viceversa, es bueno por los mismos motivos: esencia, familia, sociedad, tradición?
James Cameron, cual antropólogo plagado de CGI y efectos especiales impresionantes, es decir, cual sociólogo-cineasta, purga estas respuestas por el lado de la tradición: lo que contiene a toda sociedad y familia para que críe individuos “buenos” es la tradición que los une y vincula en prácticas sociales determinadas como la política, la religión, la economía, la ecología, la guerra, más allá del planeta al que pertenezcan.
James Cameron, entonces, recurre a las antiguas culturas humanas: aztecas, mayas, naciones nativas norteamericanas, maoríes, tribus africanas, todos pueblos arrasados por el colonialismo europeo -por el colonialismo del “hombre blanco”- para intentar, en su mejunje, rescatar formas de vida nobles, con filosofías nobles y acciones nobles.
James Cameron, en su mejunje, entiende que toda nobleza se relaciona, primigenia y fundacionalmente, con la “buena ecología”… Es decir, en el buen trato del medioambiente es que toda tradición puede establecer lazos de convivencia plena que valen la pena mantener, por los que vale la pena luchar y guerrear; lazos de convivencia que atentan contra el sentido de progreso (económico, tecnocrático) de la civilización, desnudándola como barbarie justamente[1]. Y aquí, en este desnudo, es donde la tecnología colapsa en su propia necesidad de ser utilizada. Curiosamente, Avatar, el camino del agua, que predica -por momentos de forma solemne y torpe- estas diatribas, ha sido construida casi en un 90% por la tecnología digital más avanzada de la historia: no hay ni un solo plano que no haya recibido el toque o retoque de alguna computadora. Los paisajes más bellos de la “naturaleza” de Pandora son todos productos del adelanto digital y las montoneras de dinero que se necesita para llevar a cabo tales proezas técnicas. Nada, casi, en Avatar, el camino del agua es natural, sino que todo es técnico y artificial; de hecho, los propios actores son un “avatar” tecnológico en sí diseñado entre paredes verdes y cables con sensores en los rostros y diferentes partes del cuerpo.
James Cameron, no obstante, entretiene. En y con sus contradicciones morales; en y con sus torpezas antropológicas, entretiene. Y Avatar, el camino del agua no aspira a mucho más que a eso: entretener. Viajar a Pandora durante casi tres horas y perderse en ese universo magistral diseñado con computadoras de avanzada entre una historia cursi y cliché que, no obstante, vale para el entretenimiento, es, justamente, eso: viajar a otro mundo para divertirse.
James Cameron, en Avatar, el camino del agua, propone a la última tecnología (cinematográfica) como un entretenimiento; como un mero medio de y para el entretenimiento masivo. Si alguno, realmente, piensa la película con una perspectiva más profunda y se decepciona, problema de ese alguno.
James Cameron, por ello, tiene planeado dos películas más de Avatar, donde lo interesante, en todo caso, más allá de lo predecible de la historia, será ver qué nuevas formas tecnológicas ofrece para entretenernos, para divertirnos, para sorprendernos, para manipularnos, para mostrarnos mejunjes que diviertan por más solemnes y “serios” que intenten ser, venderse; por más inocentes que sean al mostrarnos que el verdadero alien de la película es el humano que quiere conquistar Pandora; por más artificial y digital que sea esa Pandora donde se nos quiera moralizar con la “naturaleza” de un mundo eco-moral, primigenio, en armonía, a pesar de que el caos sea, justamente, su más sustancial de los paradigmas.
Avatar: El camino del agua (Estados Unidos, 2022). Dirección: James Cameron. Guion: James Cameron, Rick Jaffa, Amanda Silver. Fotografía: Russell Carpenter. Música: Simon Franglen. Reparto: Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Kate Winslet, Stephen Lang, Cliff Curtis, Joel David Moore, Giovanni Ribisi, Edie Falco, CCH Pounder. Duracón: 192 minutos.
[1] Lejos, muy lejos, no obstante, en estética, argumento y arte a la magistral Danza con lobos (1990) del genial Kevin Costner aunque válida en estas épocas 2.0 de avatar(es) digitales y redes sociales con “biografías” a llenar de contenido.
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