En las fotografías vemos apenas un destello. Un segundo de tiempo congelado en una pose, en un movimiento, en un cuerpo o en un espacio. La composición interna del cuadro puede proveer una cantidad de elementos para su análisis, desde lo que hay y lo que falta. Pero esa característica lleva a la fotografía a un territorio que en sí mismo se vuelve puramente estético: las fotos en sí mismas no son más que un registro, que necesita de una puesta en contexto para que revele algo más de lo que aparece ante nuestros ojos. Necesitan de un relato externo, de una referencialidad que las ponga en relación con el momento y el lugar en que fueron tomadas, para adquirir otra dimensión.

Cuando Martín Weber sacó hace algunos años una serie de fotos en diversos países latinoamericanos, quizás no pensaba en el futuro. Las fotos eran un presente puro en el que la condición de los personajes retratados se unía a la urgencia de sus necesidades. Con el tiempo, esas fotos se vuelven pasado. La desaparición del relato que les dio origen –o la conservación de ese relato en la memoria del fotógrafo, que es casi lo mismo- las remite a un estado de individualización, de dispersión histórica y espacial. Que cuando se trata de una fotografía ligada a lo social, es como quitarle el alma al cuerpo de esa imagen impresa.

Mapa de sueños latinoamericanos viene a practicar una reposición doble. Por un lado, rescata ese cuerpo fotográfico, para situarlo, si no en un momento específico –aunque en el final se menciona el lapso de tiempo en que la serie fue tomada-, en un espacio determinado. Incluso despojada de la historia original de los personajes, cada fotografía se recupera como si fuera una parte minúscula de un relevamiento cartográfico. La indeterminación relativa del momento histórico revela algo mucho más potente que el señalamiento preciso: instala la idea de un tiempo cíclico, de una permanencia de la historia de las clases populares de Latinoamérica que se despega de su año de registro.

Pero, por otro lado, el documental intenta reponer esa historia de los personajes, tratando de retomarlas varios años después. Lo que hace es descongelar el tiempo de la fotografía, tanto en el intento de narrar el momento del pasado en el que fue producida, como el presente en el que esa historia es remontada y recuperada. La fotografía deja de ser un hecho estético, un objeto cuya historia solo puede reconstruir el fotógrafo, para integrarse en una narración que la justifica y que la convierte en parte de un recorrido histórico, social y político.

Como un juego cortazariano, esas fotos del pasado hablan de un futuro que hoy ya ha vuelto a ser pasado.  Y es que ese registro en el que el deseo expresado en una frase juega entre lo que se quiere como algo personal, individual, y lo que se plantea hacia el futuro representado en los hijos, se balancea entre dos frases que aparecen en la primera parte de la película. La primera es la cita de Rodin con que se abre el documental: “En la realidad, el tiempo no se detiene”. La segunda es una mención de una Abuela de Plaza de Mayo: “Ese pasado sigue siendo presente”.

La contradicción entre las dos frases es aparente. Las dos señalan el tiempo como un continuo andar. Pero mientras la primera señala el tiempo cronológico, la segunda instala una dimensión social e histórica. Allí, el tiempo se convierte en cíclico, en la persistencia de ese pasado y en la constatación de que los deseos siguen existiendo como tales, en los mismos personajes que los formularon o en otros que forman parte del entorno en que fueron planteados.

El Mapa de sueños latinoamericanos es, en todo caso, el que construyen las fotos en el pasado. Los deseos de esos personajes retratados arañan en su propia formulación la imposibilidad –“Tener la memoria de cómo mi viejo desaparecido vivía sus sueños”-, la idea instalada de que el tiempo se volverá inevitablemente cíclico –“Mi deseo es ver preparados a mis hijos para afrontar los problemas de desempleo”- lo esperablemente prosaico y de salvación individual –“Tener mucho dinero”; “Quiero casarme con un yuma”-y los que pueden verse casi como un ruego desesperado –“Que no haya tanta sangre derramada”; ”Quiero que mis papás vuelvan a sonreir”-. Y son tal vez los dos que se presentan con mayor laconismo –y desencanto- aquellos que revelan que el sueño no existe y que a lo que nos asomamos es más a la pesadilla –eso que el actor cubano revela en una frase que quizás defina todo el recorrido del documental: “la necesidad no es un sueño, es una pesadilla”- recurrente de nuestro continente.

Esos dos deseos coinciden con los únicos personajes a los que puede volver a encontrar el director. En uno, vemos la foto de un adolescente que exhibe una cicatriz debajo del pecho y el cartel que dice, con su letra, “Mi sueño es morirme”. Estamos en Colombia, y en el presente, el rastro de ese joven se ha perdido. La cámara sigue la búsqueda que sus amigos hacen por las calles de una Medellín al borde de lo sobrenatural en lo amenazante. Pero Cristian no está en ningún lado. Aparece al final, en una especie de centro psiquiátrico. La cámara lo registra: sigue teniendo la misma cicatriz, el mismo cuerpo flaco, la acumulación de golpes de la vida en la cara. Y sobre todo, en su caso, la imposibilidad de cumplir su “sueño”, la condena a seguir viviendo. En el otro, en la foto vemos en una vieja camioneta a una joven y el cartel dice, aún más sintético y desgarrador: “Cariño”. El deseo más básico, la necesidad más primaria insatisfecha. Esa joven sobrevivió y consiguió cumplir su deseo de “cariño” al lado de un hombre que era su vecino y que la rescató del maltrato de su familia. Ella puede recordar el momento de la foto entre lágrimas, porque su pesadilla, a diferencia de casi todos los demás, está en el pasado.

El recorrido de las fotos y el documental de Weber revelan el paisaje de una Latinoamérica marcada por heridas que no cierran. De mujeres que sostienen la memoria de sus hijos o maridos o padres asesinados por cuestiones políticas en Argentina o Brasil. De los que creyeron en una revolución que iba a cambiarlo todo y que se quedó en el camino en Nicaragua. Del que en Cuba quiso ser poeta pero rompía todo lo que escribía y del que fundó su “Prohibido prohibir” en marcharse a Miami. De los desplazados de sus hogares por la guerrilla o los paramilitares en Colombia. De los que intentan cruzar las fronteras y sus muros desde la ilegalidad para llegar a la tierra prometida de los Estados Unidos que los devolverán en cuanto puedan a sus orígenes en Guatemala o México. Los sueños de esas personas están escritos con una tiza sobre una pizarra que sostienen en las fotos del pasado. Cada vez que veo algo escrito con tiza, recuerdo el título de un disco de Joni Mitchell, “Chalkmark in a rain storm” (“Marcas de tiza en un temporal”). Allí está cifrada la postal de lo efímero. Los sueños de los personajes escritos en tiza han sido llevados por la lluvia de los tiempos. Las fotos del pasado los rescatan. El documental es la comprobación dela devastación que dejó el temporal.

Calificación: 6.5/10

Mapa de sueños latinoamericanos (Argentina, México, Noruega, EEUU, 2020). Dirección: Martín Weber. Producción: Martín Weber, Paula Zyngierman (Argentina), Yadhira Mata, Julián Baños (México). Coproducción: Arne Dahr & Finn McAlinden (Noruega), Jack Zagha & Yossy Zagha (México), Owen Smith (Estados Unidos). Fotografía: Emiliano Villanueva AMC , Alejandro Arballo, Rodrigo Sandoval, Ivan Gierasinchuk ADF, Owen Smith, Martín Weber. Montaje: Valeria Racioppi SAE & Martín Weber. Música: Gustavo Santaolalla: Testimonios: Delia Giovanola, Casimira Quispe, Danilo Rodríguez, Ivanilda da Silva Veloso, Hilda Rodríguez Aguilar, Cristian Castro Sosa, Lidia Cruz, Adriana Romu. Duración: 91 minutos. Estreno en Malba.

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