Fecha #1: Miércoles 19, 26 de noviembre, 3 y 10 de diciembre, de 19:30 a 21:30 hs.
Fecha #2: Sábados 22, 29 de noviembre, 6 y 13 de diciembre, de 10:30 a 12:30 hs.
Lugar: Avda. Congreso y Avda. Cabildo, Belgrano, CABA.
Valor: Curso completo: $300.- Clase: $85.-
Informes e inscripción: marcosvieytes@hotmail.com / 15-3880-9891 / 4784-1292
Clase #1: Análisis de Viaggio in Italia (1954), de Roberto Rossellini.
Clase #2: Análisis de Desde ahora y para siempre (The Dead, 1987), de John Huston.
Clase #3: Análisis de En la ciudad de Sylvia (2007), de José Luis Guerín.
Clase #4: Análisis de Copia certificada (2010), de Abbas Kiarostami.
“Templo del espíritu, ya no hay cuerpos sino puras, ascéticas imágenes, ante las cuales el pensamiento parece grave, opaco, pesado”
Para mí primero fue la película de John Huston, que aquí se llamó Desde ahora y para siempre en vez de Los muertos, como el cuento de Joyce que adapta. Tiempo después me di cuenta de que acaso sea el más formidable final de obra cinematográfico, última película de la extensa y prolífica carrera de su director. Bastante después escuché los versos pronunciados por Ingrid Bergman en Viaggio in Italia que presiden este texto, y supe que su autor no podía ser sino pariente ficticio del Michael Fury que regresa a la memoria de Angelica Huston en aquella película y se apoya sobre la conciencia de su marido como una lápida. La mujer de Copia certificada no recuerda especialmente a ningún poeta, aunque la estatura de estrella de Juliette Binoche está a la altura de la de Bergman y a nadie le sorprendería que alguien se los escribiera, pero el protagonista masculino sí, y ese es sólo uno de los ecos que ritman ese reflejo a veces invertido otras deforme, ese derivado de la película de Rossellini que es la de Kiarostami. Una película de José Luis Guerín llamada En construcción también se terminó encontrando a sí misma en la imagen seminal de aquella que para muchos críticos franceses cimentó la modernidad cinematográfica, pero como el desvío de una forma válida de llegar al mismo templo del poeta, preferí incluir no esa sino otra película del catalán: En la ciudad de Sylvia, no menos relacionada con la poesía, los viajes, las ciudades y los restos amorosos que las otras. Los siguientes textos dan cuenta de mi acercamiento a estas películas durante los últimos años y funcionan como aproximaciones a lo que veremos en este curso, variaciones sobre alrededor de un mismo objeto esquivo:
a. Viaggio en Italia ha sido más estudiada que vista, y puede que a esta altura haya más lectores de esos estudios que espectadores de sus imágenes. Copia certificada, de Abbas Kiarostami, la actualiza introduciendo una serie de variaciones que siembran el deseo de volver a mirar el original o descubrirlo. Pero esto no significa que la película no importe por sí misma. Si la filmografía del iraní no bastara para despertar nuestra curiosidad, puede sernos útil saber que aquí retoma unos modos de narrar menos estáticos y radicales que los de sus últimas películas. Además, ese manojo de nervios inestables que es Juliette Binoche no deja indiferente a nadie, y la historia de esa francesa residente en Italia que se enamora de un ensayista británico se transforma, promediando la película, en la de una pareja en crisis igualita a la de Ingrid Bergman y George Sanders, pero sin cambio de actores ni mediar otra cosa que una mirada y cierto diálogo para que las identidades de ambos cambien fabulosa y naturalmente. Jean-Claude Carriere, guionista de Buñuel y tantos otros, experto en adaptaciones, tiene un papel pequeño pero significativo. Al fin y al cabo, para Kiarostami, como para el Welles de Fake, las películas no son otra cosa que copias fieles de un original inexistente.
b. La matriz de Copia certificada es Viaggio in Italia de Rossellini, con Ingrid Bergman y George Sanders, en la que la crisis de una pareja terminó consolidando la crisis de la forma clásica de hacer cine. Pero esto pertenece al campo de la crítica, la teoría y la historia cinematográficas, del mismo modo que las referencias a la idea del teatro como emblema del mundo y la contaminación entre ambos características de Jean Renoir, y la de la película como fraude, un eslabón más en la extensa cadena de falsificaciones que constituyen la historia del arte y de la cultura, instalada definitivamente y llevada al paroxismo por Orson Welles en F for Fake antes de que la manufacturara la posmodernidad. Estas abstracciones, sin embargo, pueden concretarse más o menos felizmente según el caso, y aquí lo hacen gracias a Juliette Binoche, luminosa por demás, inquieta y expresiva. Ese rasgo suyo, de continuo y a menudo fastidioso nerviosismo, es usufructuado por Kiarostami para expresar el dilema de una madre que debe criar a su hijo sola y aprender a desligarse de él a medida que crece, tanto como el de una mujer decidida a enamorarse. El hombre en cuestión es el autor de un ensayo cuyo título es el de la película que estamos viendo, inaugurando la primera de unas cuantas series de reflejos significativos pero sutiles y nada exhibicionistas. El encuentro entre ambos transcurre en Italia, pero aquí es donde las precisiones –geográficas, temporales, lingüísticas– comienzan a develarse como puntos de partida sobre los cuales introducir alteraciones al modo de una improvisación musical. Para indicar lo que sigue es mejor plantear alguna que otra pregunta acaso indefinidamente retórica: ¿Y si ese hombre y esa mujer se conocían previamente? ¿Y si son marido y esposa? ¿Y si lo fueron? ¿Fingen ser una pareja o fingieron no haberlo sido? En el centro de la película, promediando la duración total, hay una larga secuencia conmovedora sobre la que pivotea su sentido, su estructura, su orden cronológico. Pero más allá de todas esas consideraciones, subsiste la emoción de un reconocimiento tardío, el misterio de un secreto dicho al oído y jamás develado, el contacto de una mano que se apoya en el hombro de otro.
c. Hasta donde sabemos, Michael Fury murió de complicaciones respiratorias a los 17 años en Galway, Irlanda, lugar donde nació y único sitio que conoció en vida. Trece años después de su muerte ocurrida en 1862, sus pocos escritos fueron recolectados en un volumen titulado Straight Willow’s Poems, aparentemente solventado por William Allingham, poeta asociado al prerrafaelismo que no conoció personalmente a Fury, ya que este vivió alejado de los centros culturales de la época, pero sí a su prima Julia Morecombe, que tenía consigo los cuadernos originales de aquel una vez fallecido. Edna Longley, en su Relations and Comparisons between Irish and Scottish Poetry ni siquiera lo menciona, pero desconozco si ocupa algún lugar de relevancia en la historiografía literaria irlandesa. Todo parece indicar que fue un poeta modesto y lateral y, sin embargo, apareció publicado en Alemania por Velhasing & Klagen en 1912, dentro de la colección English Authors, con introducción de un tal Dr. Albert Friedrich. De allí sale esta remake, más que traducción, del soneto que da título al libro: “No te cortes el cabello. Jamás / te lo cortes si es cierto que me amas. / Permite que caiga como las ramas / lacias de un sauce y todavía más. // Que asombre tu nuca y que un hueco / cálido y nocturno encuentre mi palma. / No comprendo aún que suerte de calma / busco en tu pelo, qué silencio seco, // qué tacto sin escamas, qué refugio / de ramas, frondas y árboles inertes, / qué juego eterno de las escondidas, / qué atajo, qué tregua, qué subterfugio, / qué noche, qué verano, qué muerte / previa, qué vientre anterior a la vida.”
d. Llevando a cabo una operación inversa a la efectuada por Alejandro Dolina en el prólogo a ese libro suyo que autodefine, no sin falsa modestia, como “un chalecito edificado con ladrillos de Nabucodonosor”, Guerín erige una catedral hecha de sombras tan precarias como el celuloide, que es la materia de la que están hechos nuestros sueños, y perecederas como las imágenes, los cuerpos y los nombres de las mujeres que persigue el protagonista. Porque la Sylvia del título pudo haber sido una en particular pero, desde el momento en que su seguidor / feligrés / devoto la confunde (o se deja confundir) con otra, esa mujer es todas las mujeres (en la secuencia del café) y la mujer (en el andén donde su rastro es beatificada en primer plano con la aureola de los vitrales eclesiásticos de fondo). Como la Beatriz de Dante o la Helena de Ronsard, la Sylvia de Guerín es prenda destinada a representar una obra (en ocasiones la Comedia) que la excede, pero sin cuya existencia no sería, y desaparecer luego. Aunque lo sepa imposible, la película también aspira a compartir esa eternidad anónima, y para ello Guerín se baña en la fuente de formas premodernas del arte como el retrato, la poesía oral y la arquitectura, a cuyo intrínseco valor debe sumársele el de la conmoción que nos causa la ausencia de autoría conocida de muchas de ellas y la conciencia de nuestra caducidad. En ese sentido, una de las decisiones más hermosas y secretas de la película es el graffiti que dice “Laura, je t’aime” y aparece pintado en las paredes de Estrasburgo a lo largo de todo el film. Al igual que el gesto de Sylvia cuando se despide sugiriéndole silencio al protagonista con el índice sobre los labios, su belleza no proviene de la originalidad, la extravagancia o la espontaneidad (los graffitis fueron pintados por la producción, Sylvia es una actriz, y su gesto es otra versión de la sonrisa de Beatriz), sino de la verdad elemental, universal que encarna. Refiriéndose a Chartres y por qué no también a esta película, Orson Welles, Sumo Pontífice del Cine, recita este sermón babilónico al final de Fake: “Quizás sea esta gloria anónima entre todas las cosas, este bosque de piedra, este canto épico, este gozo, este grandioso testimonio, lo que elijamos cuando nuestras ciudades sean polvo para que quede intacto. Todo debe caer finalmente o consumirse hasta el fin en ceniza universal. Es ley de vida. Todos tenemos que morir. ‘Sed honestos’, claman los artistas muertos desde el vivo pasado, ‘nuestros cantos cesarán, pero ¿qué importa? Seguid cantando’. Quizás el nombre de un hombre no importe tanto”. Pero el de una mujer sí, aunque más no sea la cifra de nuestro propio olvido.
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