El amor, el viaje y los sueños. Esas tres palabras definen el tono de la película: el romanticismo entendido en términos de amaneramiento.
Nada tiene más importancia que las palabras en la película, relegando todo hecho de acción al diálogo reflexivo compuesto mayormente por citas de autoridad anunciadas por los personajes en un tono tan pedagógico como pedante. Incesantemente se recurre al libro de Natalia Guinsburg, Las pequeñas virtudes, para dar forma a las decisiones de su vida. El pensamiento discurre hasta llegar a la autorreferencialidad didáctica cuando un personaje cuestiona qué pasaría si eso vivido fuera una película. Explica el test de Bechdel sobre la brecha de género para luego analizar ella misma el plano donde el montaje las separa de los hombres: “ellos, por un lado, nosotras por otro. Sería triste.” Es decir, toda la libertad que los protagonistas viven en el viaje revelador se le niega al espectador a través de la dictadura del sentido impuesta por la excesiva oralidad. El romanticismo se expresa, entonces, en tonos de la lírica. El amor es indefectiblemente expresado por las palabras.
Ese romanticismo se nutre de los paisajes agrestes que contrastan con los bares, de luces escandalosamente saturadas, que frecuentan los protagonistas. La naturalidad de los paisajes y la ausencia de frases moralizadoras colisiona contra el artificio de las escenas musicales en que las letras son constantes adoctrinadoras de sentimientos, con el leitmotiv de una canción que habla de las heridas sin cicatrizar. Los bloques de colores en las escenas urbanas de encierro se pintan de videoclip, las imágenes se encuentran subordinadas a la música -por la fluidez de sus palabras para expresar efectos-, que constantemente se apersona en forma de una cantante a la que siguen y por la que luego son perseguidos. Esa relación se establece para plasmar sentido, subordinando la música a las palabras y quitándole la cualidad de abstracción, el sentido se da sólo en el lenguaje.
La importancia del lenguaje se expone en la cantidad de idiomas involucrados en la película (español, italiano, francés, inglés, alemán) poniendo de manifiesto la importancia de hablar en el lenguaje del otro como condicionamiento para la comunicación. Expresarse es sentirse vivo porque la expresión mayor es la expresión del amor. Un amor que entre los protagonistas no se muestra pasional, sino frío, displicente, porque no es algo vivido (ni vívido), sino meramente evocado. El amor es un sueño, y se sueña en francés (la primer palabra del protagonista es réve, soñar).
Hacia el final, los créditos se sobreimprimen en la imagen de los personajes ya completos y en paz consigo mismos, porque el viaje y la expresión se transforman en fin y no en medios. En ese momento, los nombres de los tres protagonistas masculinos aparecen formando con sus colores la bandera francesa. Francia aparece constantemente. De principio a fin, y lo hace por sobre todas las cosas, en su impronta cinematográfica: la del mal cine francés.
Los exiliados románticos (España. 2015), de Jonás Trueba, c/Vito Sanz, Francesco Carril, Luis E. Parés y Renata Antonante. 70’.
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