Todo cine propone una percepción, y en ocasiones la percepción se constituye en tema mismo de las películas. La contemporánea Angela Schanelec, integrante de la Escuela de Berlín, forma parte de quienes ofrecen mundos que sobre todo se dan a percibir, donde la organización de las imágenes es responsabilidad de los espectadores, invitados a completar una estructura tan elíptica como consistente. Las dialécticas se producen en diversos órdenes: entre imágenes y espectadores, entre espacios en apariencia inconexos, entre los aquí y ahora de la vida y el arte.

Espacios. Los encuentros entre espacios que en apariencia no tienen relación, se estructuran desde el montaje, que en la directora alemana es anexión de percepciones. Y si su último trabajo, Estaba en casa, pero…, abre y cierra con una incursión del mundo animal, más allá de que su relato central está casi exento de ellos, ella decide que apertura y cierre organicen el esqueleto. Sutil, casi inadvertido ante una primera mirada, pero evidente organizador del conjunto en el cierre. El contexto inicial de una llanura y una casa abandonada, escenarios para el protagonismo de un conejo, un perro que lo persigue y un burro testigo, es pensado por la cámara desde una cadencia bressoniana. De ahí surge inmediatamente el regreso a casa de un adolescente que, pasados unos pocos minutos, caemos en la cuenta de que había desaparecido. El personaje pasa de un espacio a otro: desde su aparición en un exterior hasta el reencuentro con su madre en un departamento de clase media acomodada, con amplias dimensiones; de un exterior nocturno a la espera en la puerta del colegio al que asiste, en el interior del establecimiento; finalmente, su casa. Los espacios se presentan independientes, porque más allá de que su anexión los une en el trayecto, los momentos de cada uno proponen un microclima autónomo; el tiempo en el plano como una temperatura. La imagen afección bressoniana fue solo la plataforma para la consolidación de una imagen-tiempo. La madre corre por la calle hasta encontrarse con él, en montaje paralelo con los espacios del chico en el interior burgués y gélido de la casa. Ella sube apurada la escalera, llega y se arroja a sus pies. Aquel espacio se ve ahora, producto del encuentro, unido mucho menos por la acción concreta que por la agitación de la mujer, que continúa hasta el plano de ella abrazada a los pies del hijo. La sonoridad de esa respiración estructura el montaje. La naturaleza del comienzo se integra con los espacios ulteriores. Una plataforma sensorial ya instaurada; de eso se trata la confianza en la propia organización si se resigna la búsqueda de una narración sostenida que no aparecerá.

Cuerpos y texto. Recién en este momento, a ocho minutos de película, resuena la palabra a través de un texto capital de la literatura universal: Hamlet. El mismo se emite a lo largo del material en momentos puntuales pero de apariencia azarosa. El mundo infantil de la película lo ensaya para una puesta de la escuela. Ensayos que trasladan la tragedia isabelina a variados espacios, desde el aula hasta un bosque.

Tanto como bosque, como llanura, como la orilla de un lago, la naturaleza no cesa de regresar. De hecho Astrid, la madre protagonista, dimensiona la idea de naturaleza pensando al bosque como: “… un lugar donde no hay camas, sino tierra a la que debemos volver algún día. Por eso ya buscas la tierra y rechazas el suave y cálido lecho para olvidar que un día, el cuerpo, sin duda alguna se reunirá con él.”. La muerte latente, como microclima con el que la humanidad convive, no puede excluirse de la recreación de la masacre final de la famosa tragedia, cerca del cierre de la película. Solo que en este caso queda a cargo de la inorganicidad de los cuerpos infantiles. Los pasajes de la obra son escogidos mucho más para que resuenen secamente que para su tradicional dimensión metafórica. El texto no grafica el mundo: la palabra se presenta en el mundo al modo de las formas de la actuación antigua, como en el cine de los Straub/Huillet. Pero con un plus de letanía, una ajenidad que abre a posibilidades múltiples de esos cuerpos pequeños.

Tesis. Pero en Estaba en casa, pero… confluyen otros modos de actuación. Astrid, quien se reencuentra con su hijo, alberga un conflicto del cuál conocemos lo mínimo para organizar dramáticamente a casi el único personaje que lucha desde cierta organicidad, aunque en la desolación que le brinda un mundo inorgánico; casas, calles, zonas de transito que parecen reconocibles, pero que son un después de mundo. Un hombre con una traqueotomía le vende su bicicleta usada, y la dificultad del vínculo se convierte en recurso de comedia, no solo por la química entre la discapacidad de él y la ansiedad de ella por resolver la situación, sino por el absurdo dado por el tiempo otorgado al tema. Schanelec integra diferentes registros expresivos en una misma estructura. Y si de resonancias entre registros y situaciones se trata, es la misma Astrid quien asiste a la proyección de una película, con el director en la sala. Y es quien luego lo increpa durante un encuentro casual en la calle. La conversación se puede pensar como la tesis misma de la película. Ella le expresa su indignación sobre la decisión de él de integrar en una escena a una persona enferma de gravedad con un actor que encarna a un personaje. Actitud que organiza al conjunto de las diferentes líneas narrativas de Estaba en casa, pero…, con respecto a las intervenciones sobre los cuerpos: su marido estaba enfermo y murió hace dos años, el hijo que había desaparecido exhibe una infección producto de una septicemia, la traqueotomía de aquel hombre… Como dice Gilles Deleuze: “En la medida en que los acontecimientos se efectúan en nosotros, nos esperan y nos aspiran, nos hacen señas. Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla”.

Entre la ficción y el aquí y ahora del mundo se dimensiona la escena entre el director (¿alter ego de Schanelec?) y Astrid, el personaje central que, indignada, defiende la grieta entre realidad y ficción, en desmedro de esta última. Esgrime sentencias de tipo: “Actuar es una liberación. Y escenificar la muerte es liberarse de ella.”, o “El teatro es lo opuesto a la muerte”. Subiendo la apuesta de la bajada de precio a las construcciones ficcionales: “Cuando un actor actúa, siempre es una mentira, porque está haciendo algo innecesario, que no es natural, más bien algo que decide hacer porque el director lo quiere, el guion lo dice o porque se le acaba de ocurrir una idea”. El conflicto en la protagonista contiene no solo las muertes y enfermedades de su entorno, sino las del mundo: “La gravedad que se ha apoderado de la persona enferma, la innegable verdad que se ve claramente en su persona, contrasta tan claramente con el actor que solo finge que es un maestro mentiroso con cada fibra de su ser. Que ve como su deber, usar su cuerpo para decir mentiras.”.

El director le responde muy tranquilamente, con cierta tristeza por no ser comprendido, por no haber llegado a Astrid (exponente, quizá, de otros): “Yo quería hacerlo porque me interesaba la gente, pero no porque estuviera tratando de ayudarlos: no soy un terapeuta”. E inútilmente, defiende la integración de los enfermos con los artistas: es allí donde el acontecimiento se produce.

Conciliación. Lo que termina organizando el todo es finalmente aquel entorno natural en el que por vías diferentes Astrid y sus hijos terminan el camino. Una estructura virtual que en definitiva parece ser, según las palabras de ella misma, el encuentro final de todos con la tierra. Algo del orden de la conciliación compensa el vacío de aquel fin de mundo.

Estaba en casa, pero… (Alemania, 2019). Guion y dirección: Angela Schanelec. Fotografía: Ivan Markovic. Reparto: Maren Eggert, Jakob Lassalle, Clara Möller, Franz Rogowski, Lilith Stangenberg, Alan Williams, Jirka Zett, Dane Komljen, Devid Striesow, Wolfgang Michael, Thorbjörn Björnsson, Ann-Kristin Reyels, Ursula Renecke, Nicolas Wackerbarth. Duración: 105 minutos.

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