Hay que empezar por el principio. Cuando observo la placa con la que se inicia La rebelión de las flores, lo primero que pienso es que no recuerdo el hecho que se narra. No recuerdo haber visto o leído, en el momento, que un grupo de mujeres indígenas, representantes cada una de ellas de un pueblo originario, hubiera ocupado durante varios días el Ministerio del Interior hasta ser recibidas por el entonces ministro Rogelio Frigerio. Después de ver la película, intento sacarme la duda. Busco en internet: la noticia aparece publicada solamente en un medio nacional (Página/12), durante un solo día (el 10 de octubre de 2019, cuando se había iniciado el reclamo), y destinándole apenas un par de párrafos, una foto y un breve video en la versión digital. Puede pensarse que la ocupación se produce en pleno período de transición -o para decirlo mejor, en plena campaña presidencial para la primera vuelta-, hacia lo que se preveía, a partir del resultado de las Paso, la derrota del presidente Mauricio Macri. Pero ello solamente podría explicar la marginalidad de la noticia en el espacio mediático, y no su invisibilización casi completa que ha hecho que no se lo recuerde, a no ser por quienes se interesaron particularmente por el tema.

De allí se deriva el primer valor del documental, en tanto no solamente refleja el proceso de construcción previo a la determinación del reclamo que lleva a ocupar la entrada del Ministerio sino que recupera el hecho en sí mismo del ocultamiento al que fue sometido. Y en ese mismo movimiento, como corolario posiblemente inevitable, restablece una línea previsible: si como advierte Moira Millán, voz central de la movilización y del relato, la reunión con el ministro no fue una mesa de trabajo sino una audiencia, lo que sobreviene es que los reclamos siguen sin ser escuchados. Hay, sin embargo, un momento del documental que rompe con el posible pesimismo que se deriva del resultado de la ocupación y de la audiencia: a la necesidad de algunas de las mujeres de volver a sus comunidades, se le opone una concepción de la lucha como continuidad que habrá de seguir en el futuro. La falta de visibilidad, el ninguneo y el desprecio se enfrentan a los discursos en los que la despedida de las que regresan se transforma en compromiso colectivo de continuidad.

El otro elemento que pone en valor es el rol que cumplen las mujeres en la defensa de las comunidades. No solo porque Moira se define a sí misma como una guerrera de su pueblo -y esa condición viene revestida de un relato en el que se considera que su voz y toda su vida fue moldeada por la relación con el río-, sino porque la primera parte del documental se nutre de las reuniones del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. Más que los reclamos puntuales que provienen de las distintas regiones del país -de la violencia represiva a la desaparición de los hijos; de la carencia de tierra a la imposibilidad de acceder al agua; de la irrupción de proyectos de megaminería a emprendimientos turísticos que arrasan con el hábitat- que se engloban en la consigna que llevan adelante (“Sembraron terricidio, cosecharán rebelión”), lo que se pone en primer plano es la organización, el entrelazamiento de las experiencias de diferentes espacios, sobre todo desde el lugar de las mujeres. No hay, en el espacio organizativo, ni en la ocupación realizada, lugar para los hombres. De hecho, el documental refuerza esa distinción, apelando a oposiciones notorias aunque no subrayadas. Las mujeres son las que reclaman, las que se instalan en un lugar a ejercer una lucha. Y son también las que muestran cierta empatía con el reclamo –como las empleadas del ministerio con las que entablan un diálogo-, un acercamiento que se liga más con la humanidad que con la distancia que impone el lugar que cada uno ocupa. Los hombres, en cambio, pertenecen a otra categoría: son los funcionarios y los represores -simbolizados en la Policía de la Ciudad-, los que pretenden imponer un orden que es desarmado por las mujeres -notablemente en el momento en que ninguna de ellas dice haber visto en sus comunidades al abogado del INAI- y que es resistido hasta forzar sus propias condiciones -llevar de tres a diez las representantes para la reunión-. Si hay un momento que refleja desde la gestualidad mínima ese contraste, es la aparición de Adrián Pérez, por entonces secretario de Asuntos Internos del Ministerio del Interior. Antes hemos escuchado a las mujeres plantear que el cambio que se operó en ellas fue el poder levantar la cabeza para mirar y enfrentar al opresor. El gesto de Pérez recompone el dominio como desprecio: mientras Millán le habla, mira su celular hasta el punto que ella le reclama que la mire cuando le habla, para tratar de recomponer la posibilidad de un diálogo.

Lo notable es que, sobre todo a partir de la ocupación del ministerio, lo que se pone en juego es una ruptura con el mandato sobre las mujeres que la entronca directamente con la eclosión de los movimientos feministas -la entrada en el lugar de Rita Segato refuerza esa relación que se corresponde con el acompañamiento de otras mujeres jóvenes-, sin necesidad de forzar su inclusión en él. Un relato que se inicia no en la ocupación, sino en la forma en que la partera de la comunidad mapuche insta a la joven hija de Moira -y por extensión a toda la comunidad- a despojarse de todo rasgo de cristianismo y recuperar la historia del pueblo mapuche. Allí, lo notable es que el relato le da otra dimensión a los incendios de bosques naturales, para mostrarlos como hechos simbólicos: es el anuncio de una invasión destructora. El reclamo debe verse como el reverso de ese acto: la ocupación de un espacio mínimo no tiene el objetivo de la perpetuidad, sino de la exposición pública del reclamo por las necesidades y no se constituye como elemento destructor, ni siquiera obstaculizador -a pesar de ese hombre que en la calle se queja de que, supuestamente, obstruyeron el paso de una ambulancia-. Pero aún más, la ocupación -como consecuencia de la movilización desde diferentes comunidades hacia la Capital- debe verse como una ruptura definitiva con un modelo instalado sobre el lugar que ocupan las mujeres. Si la militancia y la maternidad tradicional parecen incompatibles en la mirada de Millán, lo que hacen es construir un nuevo modelo en que ambos elementos estén relacionados. Lo interesante es que el documental no elude la tensión que se deriva de ese nuevo modelo todavía en construcción, sino que lo expone como forma en que lo cotidiano -la llamada familiar, el hambre de los hijos- irrumpe como elemento en medio de una lucha cuyo objetivo se mide en plazos más extensos.

Posiblemente el mayor logro del documental sea, más que reflejar la lucha que se lleva adelante durante más de una semana hasta ser recibidas por Frigerio, la construcción del espacio que rodea a la ocupación. Al comienzo de la película, Millán deja, como al pasar, una definición que parece quedar allí: la comunidad no se pregunta quién creó el mundo, sino cómo relacionarse con la creación. El documental traduce esa idea, observando, construyendo en un segundo plano más que significativo, la relación que se establece con el entorno. El paso de la gente que ignora o directamente protesta contra la ocupación, la calle desierta en la que al final se atisba la Casa de Gobierno como un monumento hueco, despojado de importancia, los viajeros del subterráneo que tratan a la mujer que cuenta sobre la ocupación como a cualquier vendedor con el que se topan diariamente. Lo que registra el documental es el entorno construido como espacio en el que la indiferencia con el reclamo se vuelve poderoso desde el silencio que lo rodea. Esa misma indiferencia que se vuelve desprecio y que, para el film, adquieren matices políticos. El hombre que desde la calle dice que no le interesa el futuro del mundo y que se queja de que la mujer que manifiesta lo está molestando es el anverso de una moneda cuyo reverso es el ministro del Interior en la reunión con las mujeres. La tensión y la incomodidad que se vislumbra en la reunión proviene del desinterés manifestado en el gesto: ni el ministro ni quien lo acompaña siquiera simulan interés anotando lo que escuchan o estableciendo un diálogo. Dejan hablar, supuestamente escuchan. Y finalmente, se manifiestan imposibilitados de hacer algo. La excusa absurda –“este es un país federal, no puedo obligar a las provincias”- es el paso previo a la manifestación más contundente del desprecio, en el momento en que el ministro se levanta de su silla y se va, mientras las mujeres aún intentan construir el diálogo. Es en ese entorno que rodea a la manifestación de las mujeres, donde el documental encuentra la contundencia de su mirada política y el elemento más potente para la continuidad de la lucha.

La rebelión de las flores (Argentina, 2022). Guion y dirección: María Laura Vasquez. Montaje: Ximena Franco (ECCA). Sonido: Mariana Delgado. Música original: Agustin Ronconi. Postproducción de imagen: Lucila Kesselman (AAC). Elenco: Mujeres indígenas autoconvocadas de territorios en conflicto. Duración 92 minutos.

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